Es el perro el primero que intuye algo, pues alza las orejas y luego la cabeza que reposaba entre las patas, mira hacia la puerta y gruñe suavemente mientras Elena deja el libro que tiene en las manos y presta atención.
—Calla, Argos. Tranquilo... Cállate.
Nada se oye, pero el animal sigue inquieto. Se levanta ella, apaga la luz del flexo, abre la puerta y sale a la oscuridad del pequeño jardín, justo cuando un rumor lejano empieza a oírse procedente de la cercana sierra Carbonera. Un momento después, un rugir de motores a baja altura atruena la noche mientras sombras fugaces sobrevuelan la casa dirigiéndose a Gibraltar, iluminado sólo por la luna.
Otra vez, piensa ella. De nuevo están ahí, en el cielo.
Hacía diez noches que no venían.
Retrocede insegura, buscando protegerse junto al muro de la casa, con el perro, que tiembla pegado a sus piernas, mientras ve cómo las rápidas siluetas negras ganan altura sobre la bahía, al tiempo que la masa oscura de la colonia británica se enciende con una docena de finos y larguísimos haces de luz blanca, reflectores que oscilan y se entrecruzan en el cielo como en una extraña fiesta luminosa. Por un momento uno de ellos alumbra la forma negra de un avión y luego la de otro, antes de perderlos. Después, inmediatamente, rápidos resplandores empiezan a reventar salpicando el cielo: explosiones de artillería cuyo sonido seco, monótono, tarda unos segundos en oírse. Bum, bum, bum, hacen. Bum, bum, bum, bum, bum. También hay trazos blancos y azulados que ascienden despacio y se extinguen en el aire o caen reflejados en el agua, recortando en contraluz las siluetas de los barcos fondeados. Y un instante después, los fogonazos de las bombas que impactan en el Peñón destellan con resplandores naranjas y un retumbar sordo que Elena siente en los tímpanos y en el pecho.
Apenas dura un minuto. De pronto cesan las explosiones de las bombas y la artillería antiaérea, los reflectores aún oscilan unos segundos rastreando el cielo vacío y se apagan uno tras otro devolviendo la noche al relucir de las estrellas y la luna. La enorme roca torna a ser una masa oscura cuya única luz es ahora el punto rojizo, preciso y distante, de un incendio que parece arder por la zona del puerto gibraltareño. Y la calma vuelve a la bahía.
Entra Elena en la casa y oprime el interruptor del flexo para seguir leyendo, pero se ha ido la luz. A tientas, con la facilidad de la costumbre, coge una caja de fósforos, levanta el tubo de vidrio de un quinqué de petróleo, regula la ruedecilla y prende la mecha. La luz entre amarilla y naranja ilumina el saloncito, los libros en sus estantes, el aparador con loza y botellas, la mecedora, la mesa y la alfombra sobre la que Argos ha vuelto a tumbarse con indolencia. También alumbra un viejo cuadro en la pared, sobre el sofá, cuyo lienzo craquelado muestra un velero que intenta ganar el puerto entre las olas de un temporal. Y una foto en un marco, sobre la mesa de trabajo: Elena tres años más joven, del brazo de un hombre moreno y apuesto que viste uniforme de la marina mercante, gorra bajo el brazo y galones de piloto en las bocamangas.
Ya no tiene ganas de seguir leyendo.
No, desde luego, esta noche.
Así que ni siquiera lo intenta. Permanece de pie en el centro de la habitación, contemplando la fotografía. Sumida en el sabor amargo y dulce de la memoria aún reciente, todavía en carne viva. En los recuerdos y sensaciones físicas, lejanos pero no olvidados. Aunque, concluye, dos años después la soledad no es tan terrible como al principio, más vivo el dolor, llegó a esperar. O a temer. La templa el discurrir apacible de los días, el trabajo, los libros, el mar cercano, la compañía del perro, los largos paseos, los amigos situados a una distancia adecuada, la libertad de espíritu sin grandes afectos: ni siquiera, muy distante, el de su padre —una carta a veces, alguna fría llamada telefónica—, que envejece tras las zozobras de la guerra en Málaga, a casi doscientos kilómetros de allí. Hay, incluso, alivio en la ausencia de lazos próximos, de vínculos íntimos con sus perplejidades y miedos. Alivio y también fortaleza. Es poco lo que se teme cuando es poco lo que se espera, más allá de una misma. Cuando, en caso necesario, la vida cabe en una maleta con la que poder alejarse de cualquier paisaje sin necesidad de mirar atrás.
Sólo Argos, piensa. Y entonces se inclina para acariciar al perro, que al sentir su mano se vuelve patas arriba para que le rasque la tripa. Sólo él y esa figurada maleta. Un mundo neutro, cómodo, desprovisto de sorpresas y emociones. Fácil de transportar y de habitar, allí o en cualquier otro sitio.
Y sin embargo, concluye. Sin embargo.
Tras reflexionar un momento, se dirige al aparador y abre un cajón. Los tres extraños relojes que el hombre que salió del mar llevaba consigo están allí desde entonces. Ella se los retiró de las muñecas mientras lo atendía, y ni él ni quienes fueron a buscarlo pensaron en cogerlos cuando se fueron. Se llevaron el cuchillo pero olvidaron eso. Los descubrió en el suelo cuando ya se apagaba el ruido del automóvil, y estuvo un rato estudiándolos antes de guardarlos en el cajón, ocultos bajo unas servilletas y manteles doblados, a la espera de que alguien viniese y los reclamara. Pero nunca vino nadie, y ahí siguen, dos meses después.
Los saca y los contempla otra vez. Se trata de un reloj, una brújula y otro aparato cuya utilidad le resulta desconocida. Los tres son de acero, con correas de goma. La brújula consiste en media esfera de plexiglás y un cuadrante con los puntos cardinales que flota en su interior. La esfera negra del reloj muestra la inscripción Radiomir Panerai; y sus marcas, como en los otros, son fluorescentes, visibles en la oscuridad. El tercer instrumento tiene una escala de cifras que tal vez indiquen presión, o profundidad.
Se sienta con los tres instrumentos en el regazo. El hombre hallado en la orilla del mar y el que reconoció por la mañana en Algeciras se funden en su cabeza, perturbándola cual si se acercase insegura a un acantilado o un pozo que la inquietaran y atrajesen al mismo tiempo: un misterio por desvelar, el cabo suelto de un enigma. Ahí afuera hay una guerra, otra más, o tal vez siempre sea la misma; y los tres relojes que tiene en las manos, el italiano reencontrado cerca del puerto, su secreto —es indudable que lo hay, o lo sigue habiendo— forman parte de ella. Intuye que si no devuelve esos relojes al cajón y se olvida de quien los llevaba, si continúa adelante con la idea que poco a poco define sus intenciones, ella misma pasará a formar parte del oscuro entramado. De las bombas y los reflectores engañosamente lejanos que iluminaron Gibraltar hace un momento.
A fin de cuentas, decide, no soy yo quien habrá ido al encuentro. Ya vino la guerra a mí sin que yo la buscase. Hace más de dos años en Mazalquivir, hace dos meses en el amanecer de la playa, hace unas horas en Algeciras. Curiosas geometrías de la vida. Hay cosas que ocurren solas, concluye. Tal vez porque alguna regla oculta determina que deben ocurrir. Y tres veces son demasiadas para considerarse al margen.
Sonríe absorta, con cierto asombro, sin darse cuenta de esa sonrisa. Sentada en su casa a la luz del quinqué, el perro echado a sus pies y los tres relojes en el regazo, Elena Arbués acaba de decidir que la guerra que creía ajena vuelve a formar parte de su vida.
Ahora necesita saber, y piensa hacerlo.
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