“Vidas del poema”: la poesía de Guillermo Saavedra en los trazos de Eduardo Stupía

En esta nueva colaboración, las ilustraciones y los textos, de cariz ensayístico-poético, recrean breves historias con el poema como protagonista

Guillermo saavedra y Eduardo Stupía

De la amistad como una de las bellas artes

Los textos que ahora integran estas Vidas del poema fueron, en un comienzo, publicaciones ocasionales que yo subía a mi página de Facebook tras haber comprobado que discutir sobre la áspera realidad nacional en ese foro es una tarea estéril y que, en cambio, ese espacio podía resultar propicio a mis necesidades de escritura creativa. Campo de pruebas de formas aún balbuceantes, mi página comenzó a funcionar, y aún lo hace, como un blog de escritos poéticos abierto a todo público.

Me sorprendió la afectuosa recepción que tuvieron esos textos. La gente los comentaba con entusiasmo y no faltaba quien reclamara su presencia si transcurrían varios días sin que el poema pavonease en mi muro su fantasmal realidad de criatura levantisca de la lengua.

Comprendí entonces que me había topado con una posibilidad inesperadamente feliz: homenajear sin solemnidad eso que llamamos poesía y merodear en torno a su condición resbalosa sin caer en la pedantería o la condescendencia.

El tuétano del asunto creo que fue haber encontrado un tono y una economía que buscan morigerar el énfasis asertivo propio del ensayo, la crítica o las llamadas poéticas. Más que reflexionar sobre la poesía o declarar poéticamente mis intuiciones acerca de ella, encontré un modo de actuarlas. Vale decir, de ponerlas en escena a la manera de apólogos, breves parábolas en prosa cuyo protagonista no es La Poesía, entidad abstracta, sino el poema, personaje inestable y fugaz, un tanto macedoniano, al que le suceden cosas, o las provoca: pasar de la oralidad a la página, del metro fijo al verso libre, de la tiranía referencial a la impunidad del sinsentido, convertirse en letra de canción, ser traducido, integrar una antología, volverse puro desgarrón sonoro. Formular esos episodios en prosa me liberó de ciertas exigencias formales propias del verso que, en este caso, habrían podido convertirse en corsé. No abandoné la intención poética en mi escritura, pero le autoricé a esta ciertos gestos ficcionales capaces de alentar la empatía con esa existencia frágil y oblicuamente autónoma, que por momentos se comporta como un personaje de la picaresca, en ocasiones como un tipo de la commedia dell’arte o el sujeto de un evangelio laico, y a veces como el héroe de una tragedia módica o el antihéroe de un grotesco en sordina.

Casi imperceptiblemente, esas prosas, queriendo ser ellas mismas poemas, fueron insinuando una suerte de biografía conjetural del poema o una historia arbitraria de los avatares de la poesía. A esa altura, la cuestión fue instarlas a comportarse como partes de un todo orgánico: unidades solidarias entre sí que cumplen una función relativamente específica y, al mismo tiempo, alimentan una necesidad común. Esa perspectiva me permitió salvar reiteraciones e inconsistencias, siempre en el plano formal puesto que, desde el punto de vista conceptual, casi todo el libro podría considerarse una glosa, o un conjunto de declinaciones del bello aserto de Giacomo Leopardi que elegí como epígrafe: “La poesía es un ímpetu que no puede durar mucho”.

Considerarlos como variaciones calidoscópicas de esa fulguración esencial del poeta italiano me permitió creer que todos esos textos, reunidos, podían aspirar a la forma del libro. Y así y todo, que exigían amablemente un diálogo con la imaginación plástica de Eduardo Stupía. Recordé entonces una magnífica serie de trabajos que yo le había pedido un tiempo antes para tomarlos como punto de partida de un nuevo proyecto de libro en colaboración. Eran unas 37 o 38 monocopias con el despliegue de ambigüedad y belleza característico de sus trabajos. Al verlos nuevamente, comprobé conmovido que esas imágenes parecían haber anticipado la conversación fructuosa y saludablemente perturbadora que habrían de tener con mis textos, escritos casi dos años después y, por así decirlo, desde un olvido casi absoluto de ellos. Nos reunimos entonces en su taller para asignar a cada texto el dibujo de Eduardo que haría las veces de interlocutor. Y, como mis textos duplicaban aproximadamente sus trabajos, Eduardo se aplicó con su habitual generosidad a restablecer la paridad con ellos.

De esa manera, él puso el broche de oro a un nuevo y feliz capítulo de nuestra larga amistad, que siempre anda en busca nuevas formas de celebrarse. Así fue como él, hace ya más de dos décadas, colaboró con lúcidas intervenciones en El Banquete, un programa de radio que conduje durante 8 años; se sumó al proyecto de la revista Las Ranas; y realizó, entre muchas otras cosas, los hermosos dibujos para nuestro anterior libro en común, Del tomate, bellamente publicado en 2009 por la editorial Pre-Textos de España. Y así fue, también, como escribí con placer para varios de los catálogos de sus exposiciones individuales; o, entre muchas otras cosas, fui el gozoso locutor en off de una notable instalación que él preparó para el Museo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero sobre la inmigración.

Hacer miga creativa con Eduardo es siempre una alegría. No solo porque su quehacer específico en las artes visuales es una poderosa motivación para cualquiera, sino también porque los modos de su amistad están hechos de hospitalidad y modestia, de inteligencia y audacia, de buen humor y paciencia. Él sabe ya que le estoy desde siempre agradecido, pero no está de más hacer pública esa gratitud. Las vidas del poema se enriquecen y multiplican en este libro gracias a su amistad creadora, casi tanto como yo mismo, todos los días, desde hace muchos años.

Guillermo Saavedra

La primera vez que establecí contacto con los poemas de Guillermo que después iban a convertirse en el ciclo titulado Vidas del poema fue a través de Facebook, como tantos otros usuarios. Por supuesto, mi longeva amistad con el autor implicaba que no fuera nada nuevo para mí el poderoso efecto, y la afectividad, que suele provocar su poesía, aunque debo decir que la peculiaridad en la concepción y el experimento de esta serie lograron sorprenderme y, por qué no, inquietarme. Me parecía, y me parece, notablemente riesgosa, audaz y escurridiza la elección de una suerte de núcleo magnético de vacuidad generativa que pugna por instalar en el campo de algún eventual desarrollo poético la invocación a ese personaje tan intangible como históricamente persistente que lleva por nombre el poema.

Tiempo antes, en una de sus habituales visitas a mi estudio –muchísimo más esporádicas en el último año y medio, por razones obvias–, Guillermo había seleccionado una serie de monocopias en blanco y negro, cuyo motivo central podría rotularse como “paisaje”, con la esperanza mutua de que, a partir de ellas, pudiéramos progresar en la idea de un nuevo libro en común. Ninguno de los dos había imaginado, hasta ese momento, que ese nuevo buñuelo (como le gusta decir a Guillermo) iba a resultar de la conjunción de esas monocopias con las inestables estaciones de estas Vidas…, lo cual implica, además, que una suerte de analogía conceptual se produjo de manera completamente inadvertida por nosotros hasta que no tuvimos otra opción que someternos a ella.

Aunque no es fácil descifrarlo, conjeturamos que el disparador fraterno y a la vez indómito, el punto de partida que es simultáneamente territorio de arribo, ese poema de Guillermo, es equivalente al innominado vórtice originario, saludablemente ajeno a cualquier morfología pero siempre ávido de trajearse con alguna, que motoriza las operaciones y la multiplicidad impune, hemorrágica, del aparato visual.

Después, ya “acostumbrados” a la rareza de esta criatura bifronte, solo quedó de mi lado la elaboración de nuevas monocopias ad hoc, en ningún caso con espíritu de conciliación ilustrativa –como si eso fuera posible– pero sí con el estímulo de trabajar la segunda voz de un canto polifónico y expansivo, como privilegiado partenaire.

Eduardo Stupía

Textos (Guillermo Saavedra) y dibujos (Eduardo Stupía) incluidos en Vidas del poema (Ediciones Cienvolando, 2021):

El poema, al nacer, profirió un canto. Su voz consolaba a los padres de haber traído al mundo tan frágil criatura, hecha de efímeras palabras consonantes. Venían a escucharlo de las casas vecinas, atraídos por esas melodías que abolían el tiempo y atenuaban el estupor ante un mundo cargado de misterios y amenazas. Agobiado de atenciones y regalos, ya en dos pies, dejó a un lado la lira y se volvió sobre sí mismo, caviloso. Desde entonces, anda por el mundo como un esporádico murmullo que, muy de tanto en tanto, evoca la perfumada redondez de su niñez cantora.

Se descubrió esa vez, el poema, enhebrando palabras en collar muy delicado, casi aéreo. Un decir como de almíbar apenas embebida en el licor de una aventura clara y bien distinta. Un acuñar delgado de palabras sonando a melodía y regresando varias veces, traviesas, porfiadas y festivas, como quien busca afirmar una intención y rubricar una certeza. “En esto estriba lo que digo”, se dijo el niño trujamán, “en esto dejo mi huella de caracol, de serpentina”. Había encontrado, acaso sin quererlo, el fino retintín. Y fue estribillo.

Desde que se había separado de las cosas del mundo, el poema sabía que para reencontrarse con ellas lo último que debía hacer era llamarlas por su nombre. Porque estas, advertidas de sus intenciones, en cuanto lo veían venir, se alejaban de las palabras que las evocaban como quien suelta un lastre para estrenar ligeros pies en polvorosa. Por eso el poema se dedicaba a rodear aquello que intentaba convocar con un sigilo de madrugada a medio hacer. Como quien entra en la jaula evitando que el pájaro se ponga a cantar.

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