Paulina Flores siempre quiso escribir una novela. Cuando publicó su primer libro, Qué vergüenza, que era de cuentos, todo el mundo le insistía que pasara al género del largo aliento. “Como si la novela fuese lo que te convierte en escritora. Igual caí en la trampa, me parecía un buen desafío, quería probar el género”. Empezó probando con una distopía, con ciencia ficción, “pero no terminó resultando”. Una noche, contrariada con la decisión, ensimismada en encontrarle una vuelta al asunto, se le apareció en la mente un viejo recuerdo, la noticia de tripulantes asiáticos que se tiraron al Estrecho de Magallanes para escapar de la explotación de un barco factoría donde trabajaban. La nota contaba con una serie de reportajes hechos por el periodista chileno Rodrigo Fluxá. “Hablaba de un caso específico: cuatro tripulantes que se habían tirado, tres habían muerto en las aguas, se habían encontrado sus cuerpos, pero de uno no. Sentí que la historia tenía una fuerza narrativa muy grande. En esa época quería trabajar temáticamente la idea de escapar, de huir, de abandonar todo y empezar de nuevo, entender qué significaba eso, si se podía o no y qué implicaba. Y las dos cosas se unieron en mi cabeza y empezó todo”. Así nació Isla Decepción, que acaba de editarse por Seix Barral.
La novela comienza con ese episodio. Miguel está pescando con unos amigos en Punta Arenas cuando ven un cuerpo en el agua. Lo rescatan, lo suben al barco, intentan reanimarlo. Luego sabremos que es coreano, que se llama Lee. Buscan al barco extranjero, se acercan, le hacen señas, hay un hombre parado en la cubierta que los mira atentamente y les apunta con un rifle. Miguel decide llevarse al náufrago a su casa pese a no entender ni una sola palabra. Al poco tiempo llegará desde Santiago su hija, Marcela, ingeniera, que acaba de renunciar al trabajo, que siente su vida deshacerse. Intentarán, juntos, reconstruir el vínculo. En el medio, el hombrecito asiático, catalizador de un amor golpeado. “Decidí ser escritora sin mucha expectativas, hacer algo, lanzarse. En general todo lo hago un poco así. A veces sin detenerme a pensarlo mucho. Creo que es la mejor forma: arriesgarse”, dice Paulina Flores en una videollamada con Infobae Cultura desde Barcelona, donde está haciendo una maestría en escritura creativa. La luz de la tarde —allá son las 17 y monedas— ilumina el departamento, más no su rostro, que se oculta dentro de una capucha negra; sin embargo la cámara capta su sonrisa y sus ojos claros.
“A medida que fui avanzando —cuenta— fui descubriendo qué significaba una novela. Leí y releí clásicos pero también cosas contemporáneas. Me di cuenta de que la discusión de los géneros no resulta tan relevante: ya está todo mezclado, la ficción con la no ficción, el ensayo con la novela. Yo quería ir descubriendo la historia en el proceso. Sabía algunas cosas de los personajes, sabía un poco su pasado, pero escribirla fue una cosa del presente, del día a día, porque es como una novela, siento yo, muy de personajes, y eso fue difícil porque fue lento: primero tenía que respirar un poco en la piel de los personajes y para eso se necesita escribir muchas cosas que después van a ser borradas. Ver a los personajes caminar, hablar teléfono, tomar un bus y cosas que después no tienen mucha relevancia que el lector lea, pero yo como escritora necesitaba ver a los personajes ser para poder sentirlos. Fue muy divertido, yo lo disfruté a montones y también fue lindo sorprenderse: una de las cosas que fui teniendo cada vez más claro es que, a diferencia de los cuentos, porque en ese momento yo estaba muy influenciada por la escuela norteamericana del relato, no quería saber qué pasaba en el final, no quería confirmar ninguna hipótesis, quería descubrirlo en el proceso. Terminar la novela fue un bonito descubrimiento”.
En 2006, cuando miles y miles de estudiantes salieron a las calles a protestar contra el asfixiante modelo educativo privado en lo que se llamó la Revolución de los Pingüinos, Paulina Flores estaba ahí. Entre abril y junio de ese año se tomaron más de 400 establecimientos educativos. “Estábamos contra toda esa herencia de educación neoliberal que se había impuesto en la dictadura”, explica. Y si bien Michele Bachelet impulsó medidas para frenar ese masivo descontento, no fue suficiente. Por eso, en 2011 las movilizaciones volvieron con más fuerza, con más organización, sumando a los estudiantes universitarios. En la prensa se hablaba de Estudiantazo, efectivamente lo era. Sebastián Piñera era el presidente, su primer mandato. En esas calles repletas de furia y esperanza también estuvo Paulina Flores, que para entonces estudiaba Literatura en la Universidad de Chile. Pasaron ya quince años de aquellos días. “Participé mucho en asambleas, dándolo todo”, recuerda. En su biografía está la historia última de Chile. Nació en democracia, año 1988, pero la sombra de la dictadura nunca desapareció del todo. La infancia la pasó en Conchalí, la adolescencia en Recoleta, ambas comunas de Santiago. Trabajó de moza, de bibliotecaria. Mientras, estudiaba, leía, se formaba.
“Había llegado a un punto en que me parecía imposible sacar a Chile de esta idea neoliberal. Cuando ya se había repetido Bachelet-Piñera-Bachelet-Piñera era como que nunca iba a pasar nada y siempre iba ser todo horrible y la gente estaba cansada. Había mucha hostilidad, lo sentía en el nivel cotidiano. En Santiago había mucha desigualdad, los mismos problemas de siempre, y uno dice: ‘¡Qué paja!’. Una rabia. Era muy normal que uno dijera: ‘Que se acabe de Chile, mandemos todo al infierno’. Era un chiste interno de mi generación”, cuenta. Hasta que la rebelión se volvió a encender, como un cometa puntual que ilumina el cielo cuando el mundo oprime. Fue en octubre de 2019 cuando, tras una suba en la tarifa del transporte público de Santiago, los estudiantes se autoconvocaron y desataron una escalada de protestas que se extendió como focos a lo largo del país. El gobierno de Piñera —ya en su segundo mandato— decretó estado de emergencia y habilitó la represión desmedida. La rebelión jamás cesó; el accionar de la policía tampoco. Entonces llegó la pandemia que, lejos de matizar la erupción, la complejizó. Chile encontró una salida democrática: redactar una nueva Constitución que deje atrás la que aún rige, dictada por la dictadura de Augusto Pinochet.
“El estallido social, la revuelta, fue una de las cosas más lindas que me han pasado en la vida. Tengo tatuado en la piel 18 de octubre porque fue una maravilla. Era abrazarnos con mi hermana y decir: ‘Por fin vamos a cambiar la Constitución de Pinochet, ¿cachái? Al fin este dictador asqueroso...’ Lo deseábamos desde que teníamos quince. Cuando eras chica tus papás te decían: ‘Cuando tengas treinta se te va a olvidar porque vas a tener que pagar cuentas’. Seguí pagando cuentas pero no se me olvidó que hay un nivel de desigualdad asqueroso. Eso fue muy lindo de ver: un país entero dice estar cansado, no sólo el nivel de injusticia social y económico, sino de que la clase política se burle de nosotros en la cara. Eso fue lindísimo, aunque también fue tétrico por el nivel de violencia de la policía. Yo participé muy activamente, callejeramente, iba todos los días a protestar. No hubo un día en que no fui desde que empezaron las protestas. Ahora lo veo con mucha esperanza”, cuenta.
Luego llegó la pandemia, todo mermó, el gran volumen popular se aisló por temor al contagio. Pero las cartas ya estaban jugadas y el primer triunfo estaba logrado: redactar una nueva Constitución. “Que la presidenta de la Convención sea una mujer, sea mapuche, sea lingüista, para mí es muy esperanzador”, dice sobre Elisa Loncón. “Por supuesto que siempre hay miedo, pero lo que comprendimos es que la política se hace entre todos, no puedes dejar que esto lo hagan otros por ti porque va a hacer que las cosas vayan mal. Y me interesa en particular el proceso constituyente porque la Constitución es un libro, y yo sé cómo se escriben los libros. Me gusta mucho imaginar que esas personas que la van a escribir, que son representantes, que son 120 personas distintas, van a tener que vivir una experiencia juntas y van a tener que encontrar un tono, unas palabras, van a tener que ponerse de acuerdo, van a tener que editarse, van a tener que hacer todo lo que hace un escritor cuando escribe un libro. Me parece alucinante, interesantísimo. No quiero resultar ilusa pero a mí me tiene muy entusiasmada el proceso y cómo se han dado las cosas. Que la gente haya salido a la calle como salió, luego en las urnas haya salido el ochenta por ciento es muy bueno, y fue tan lindo”.
Isla Decepción llega con un espaldarazo. Ya con el primer libro, el anterior, Qué vergüenza, Paulina recibió el Premio Roberto Bolaño por el relato homónimo y el Premio de Literatura del Círculo de Críticos de Arte a la mejor escritora novel. También fue seleccionada por la revista Granta entre los 25 mejores narradores en español menores de 35 años. Uno de los temas de la novela es la relación entre padre e hija. “Uno tiene el deseo con los padres de llegar a una meta, como hacerse adulto y decir: ‘Ya, lo logramos, lo solucionamos, lo resolvimos, nos amamos o todo bien’. Y creo que lo descubrí con ellos y en mis propias relaciones es que nunca se llega a esa meta. Esa meta es como una especie de ilusión. La gente va cambiando con el tiempo. Siempre queda esta decisión, que es lo que le pasa a Miguel y a Marcela, que es evidente lo mucho que se quieren, que se respetan, que se admiran, pero también lo mucho que no se soportan, que no pueden estar juntos ni tres segundos porque empiezan a tirarse mala onda. Y eso no tiene nada que ver con los afectos sino con vidas enteras. Quería mostrar eso. Como dice Marcela: ‘Nos hemos dicho casi todo y todavía no basta’. Nunca va a bastar, es así nomás, así son las relaciones, y creo que está bien aceptarlo”, reflexiona.
¿Cuánto de esa imposibilidad, de esa calle sin salida está determinada por nuestra época? “Puede ser que sea algo más de estos últimos años”, responde, y profundiza: “Sobre todo porque la idea de familia ha cambiado mucho o el nivel de importancia que uno le da. Antes la familia era todo, te reunías, buscabas generar cosas, y ahora siento que cada persona, más allá de que generen familias propias o no, familias tradicionales con hijos, matrimonios o lo que sea, como que va buscando su propia familia: amigos y amigas. Siento que está naciendo otra forma de vínculos nuevas que recién estamos entendiendo y procesando y eso es muy bonito. Creo que también estamos aceptando que los afectos pueden ser más pasajeros, más transitorios, sin que eso signifique un desinterés, un desapego. Me da la impresión que todo está muy hiperconectado, una persona puede vivir un momento allá, otro acá, puede estar cambiando todo el tiempo, pero aún así pueden ser los mejores amigos de tu vida y nunca olvidarlos, y eso me parece súper fuerte de esta época. Me gusta, lo encuentro bello. No sabría decirlo en términos sociológicos pero creo que está en el espíritu de la época”.
Una decisión narrativa que parece ir un poco en contra de la época es el uso de la tercera persona. En Qué vergüenza hay paridad: algunos están en primera, otros en tercera. En Isla Decepción los personajes son narrados por el narrador aunque la lejanía, el extrañamiento no es grande; al contrario, a veces es la voz dentro de sus cabezas. “Empezó por cosas más prácticas y terminó transformándose en algo potencialmente interesante con lo que me pude divertir”, dice. “En el caso de Lee, el coreano, fue casi obligatorio. Hubiese sido muy extraño apropiármelo en una primera persona. Para mí Lee es un personaje medio simbólico, metafórico en el sentido que no se está hablando de un coreano en particular sino de un concepto, de ser visto a través de los otros, de las atmósferas, de la comunicación, de las sensaciones, del silencio, del misterio. Él es un misterio mismo, una conchita aferrada. Además, el yo me cuesta mucho. Son muy hermosos los yo. Cuando leo novelas con yo me atrapan enseguida y me gustan mucho, pero escribirlos, quizás por el tipo de personajes que construyo, sería como una especie de Woody Allen neurótico que me caería pésimo. A Marcela no podría aguantarla”, y suelta una risa. “Creo que la tercera persona me da más libertad narrativa”.
En algún momento Paulina Flores fue una chica universitaria. En algún punto lo sigue siendo: está estudiando una maestría. Pero su mirada sobre su paso por la academia tiene claroscuros. “Yo no tenía un gran bagaje cultural desde el colegio. Por eso la universidad fue muy importante en términos educacionales. porque en verdad era una persona promedio. Estudié Literatura porque era muy rebelde y romántica, no muy nerd, entonces empecé porque no quería estudiar algo normal. Me gustaba decir que no iba a tener trabajo, lo cual después se transformó en un problema cuando me hice más adulta”. Ahora un recuerdo le viene a la cabeza. Está en el aula rodeado de varios compañeros. Es una clase de Teoría Literaria. El docente habla, explica conceptos, relaciona autores. Paulina abre grandes los ojos. Lo que siente, en sus propias palabras, es “estar levitando y pensando: qué increíble ésto, es un despertar”. Recuerda que sus temas favoritos eran la tragedia griega, la filosofía del lenguaje, la lingüística. “Fue un paso muy importante. Tampoco era que me gustaba todo. No era una alumna como Hermione de Harry Potter, iba a las clases que más me gustaban. Pienso que la educación debería ser así, que uno debiera ir armando su propia carrera”, cuenta.
“En la carrera estudiábamos mucha literatura latinoamericana —continúa— pero en algún punto era muy europeizante. Y no pescaba a los norteamericanos. Recuerdo tener un profesor que dijo que esa ni siquiera debía considerarse literatura. Era todo un poco clásico, conservador. Lo más reciente que leíamos era de los años sesenta. Entonces también recuerdo haberme puesto muy rebelde y empezar a leer muchos norteamericanos, cuentistas contemporáneos que no se leían en la universidad. Y después tener un absoluto desencanto por la academia, sobre todo con la Universidad de Chile, con la cual me he reconciliado después. En el fondo te generaban un tipo de competencia que a lo mejor los profesores llevaban de manera muy integrada por todas las décadas. Y cosas muy egocéntricas: estructuralistas contra los posmodernos, esas cosas. Y al final nadie te da trabajo, para entrar como ayudante casi que tenés que matar un profesor. Ahora cambió un poco gracias al feminismo y todo, pero son lugares muy jerarquizados; yo no quise seguir una carrera académica porque me terminé casando de ese modelo tan elitista. Pero después lo superé y ahora de nuevo quiero mucho esa etapa de la vida. Fui muy feliz con la gente que conocí ahí, con mis compañeros, fue como un aprendizaje total”.
Con una pared blanca de fondo, la luz de la tarde iluminando la habitación, la capucha negra siempre puesta, las uñas pintadas de un amarillo descollante, Paulina Flores dice que “la literatura es un arte complejo”. “A mí me sirve en términos gozosos: cuando leo la paso muy bien, incluso cuando leo sobre cosas terribles, sobre la crueldad. Para mí es como una mezcla entre cosas sociales y cosas estéticas muy fuerte. Es indivisible en ese sentido. En general, la literatura te entretiene, te tiene tenso, capturado, seducido. Me divierte mucho estar con amigos, empezar a leer de la nada, comprarse un vino y leer poesía o estar cansado y leer un libro. Siempre es como un momento de intimidad”. Se queda pensando unos segundos, revolea la vista por el aire para afirmar su idea, y luego dice, mirando a la pantalla de su celular, que sí, que “quizás es eso: la literatura es un momento de intimidad aunque esté con cinco o seis personas a mi alrededor. Una especie de secreto. Un lugar donde contar secretos. Y guardarlos”.
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