El amor es una de las temáticas más difíciles de encarar para la filosofía. Detrás de una máscara de simpleza y superficialidad romántica se esconde un concepto de una profundidad inimaginable. Y, en nuestra época, las redes sociales y el universo digital han hecho que, al ya complejo análisis del amor, se le sumen condimentos que hagan más difícil la tarea de explicarlo.
Así como sucede con distintos acontecimientos a lo largo de la historia, el mundo digital funcionó y funciona como un acelerador de procesos o perspectivas. La pandemia de COVID-19 sirvió como un acelerador del desarrollo digital y esto trae nuevos efectos en el campo del amor.
Las redes sociales han cambiado radicalmente la forma por la que los jóvenes se relacionan con el otro. Utilizar estas plataformas nos exige exhibirnos para que el otro sepa con quién está contactando. Pero esta exhibición, imprescindible para que la conexión digital se lleve a cabo, prontamente se convierte en un exhibicionismo que lleva inexorablemente al desarrollo de la cultura del mostrar.
Este sobredimensionado exhibicionismo parte de una estrategia de seducción para captar la atención del otro. Si bien esta competencia por dicha atención existe desde tiempos inmemorables, el mundo digital nos coloca en la competición con millones de personas simultáneamente. En este entorno es donde se consolida una cultura de la envidia y las inseguridades.
Un Eros agonizante
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han desarrolla esta teoría en su libro La agonía del Eros y afirma que “el cuerpo, con su valor de exposición, equivale a una mercancía” y explica que esta mercantilización es la culminación de un proceso cosificador del otro. Esta cosificación nace de la ruptura de la distancia que hay entre uno y el otro. Al ver al otro tan cercano, tan disponible, se lo despoja de su personalidad y se lo transforma en un objetivo a alcanzar.
Esta percepción de una red social de encuentro como mercado de compra-venta se puede ver más claro en las apps para encontrar pareja, como Tinder o Badoo. Uno allí se presenta, publica sus mejores fotos y espera a que alguien compre lo que uno vende. Mientras tanto, a uno se le aparecen decenas de oportunidades según las características que uno esté buscando. Uno no sólo cosifica al otro mediante un proceso de selección absurdo, sino que uno se cosifica para que el otro le elija.
Cosificar y poseer
Algo aún peor sucede a la hora de analizar las relaciones sociales, en general, y las relaciones amorosas, en particular. El proceso cosificador en el que uno se sumerja queda cristalizado en el acto de celar. La capacidad que tiene una red social digital para visualizar a las personas hace que cualquier reacción de un otro (un comentario en una foto, un “me gusta” en un comentario o un follow) sea visto como una amenaza inminente que hace nacer el sentimiento de celar.
El celo, visto como una respuesta emocional cuando alguien percibe una amenaza hacia lo que considera suyo, es el acto cosificador en las relaciones sociales. El acto de celar es la culminación de la percepción del otro como propiedad privada. Y como toda propiedad privada, debe ser defendida de las amenazas del otro. Este acto, confundido erróneamente con un acto de amor, es la despersonalización de la persona y una profunda limitación de sus derechos y libertades.
Un problema antiguo con nuevas manifestaciones
Para ejemplificar esta problemática quisiera traer un fragmento de la serie Friends. En el inicio de la tercera temporada podemos ver cómo Rachel, una de las protagonistas y pareja de Ross –otro protagonista– conoce a Mark en una cafetería y éste le ofrece un trabajo. Claro, esto dista mucho de las redes sociales, pues la serie data de mediados de los años noventa. Ross, al enterarse de la propuesta, comienza una escalada de celos fruto de su inseguridad acerca de su relación con Rachel, escalada que llega hasta enviar regalos y cantantes a su trabajo para marcar territorio: inseguridad y cosificación.
Ahora imaginemos lo que hubiese sido el tridente Ross–Rachel–Mark en el 2021, con las redes sociales al alcance de la mano y en una época llena de inseguridades y narcisismo. Esta oda a uno mismo que marcan las redes sociales y el deseo de mostrarnos lleva a que las inseguridades del otro aumenten el caudal de celos de manera abrupta. Lo que en la serie Rachel hacía en su vida privada o laboral, lejos de los ojos de su pareja, se trasladaría a la esfera pública, disponible para el consumo inseguro y obsesivo de Ross.
El amor como retirada
Sin embargo, nada de lo mencionado tiene que ver con el amor. Es más, es todo lo opuesto al amor. Al manifestar un sentimiento cosificador se deja de amar a la persona. El amor se diluye porque uno no puede amar a un objeto, a una cosa. Como explica Theodor Adorno, amar es darle al otro todas las herramientas para que te destruya pero confiar en que no lo hará. Sólo a un otro se le puede dar ese poder.
Hay varias definiciones y estilos de amar; pero considero que el concepto que más lucha contra la cosificación es el amor como retirada. Me retiro para que el otro sea. Dejo de lado mis intereses para que esa persona que yo amo pueda ser en libertad. Eso, para mí, es el amor.
Originalmente publicado en The Conversation.
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