El primer quiebre que recuerde en mi escritura fue culpa del celular, de la Internet en particular. ¿Cómo sería –me pregunté– escribir una novela actual, de coyuntura radical? Y apareció una señora monologuista ardiente poderosa observando el mundo desde su cuarta edad desesperada por no ser marginada de su propia vida. Su voz peripatética sintética de toda una vida ya casi ida quedó confinada atrapada en las páginas de Mosca blanca, mosca muerta, publicada por Bajo la Luna (2017). La vejez resultó binóculo sutil muy útil para conseguir cartografiar experiencias que –como el multiple tasking o las videollamadas– están alterando nuestra vivencia del tiempo. Lo siento pero el presente se ha vuelto absoluto, su imperio ha terminado con el espacio: vivimos en el aleph del sótano del comedor de Carlos Argentino Daneri.
Terminé enchastrada de vejez, rodeada de moscas, molestas y hoscas, esa novela sobre una abuela que quería ser mujer. Y dije: “¡Basta de pálida! ¡Salgamos de esta crisálida de queja que no tiene moraleja!”. Me encontré de pronto entonces escribiendo sobre una madre cuyo nombre –pobre– extraño extravagante altisonante era: Vikinga Bonsái o Bombay. Y junto a ella, sus amigas: Gregoria Portento, Orlanda Furia, Dragona Fulgor, Talmente Supernova, yeguas del Apocalipsis, caballeras de frondosas cabelleras, pelos sueltos al viento en torno de una mesa redonda sita en un comedor de Boedo en el que se apaga quedo la Vikinga –¡pobre!–, insospechadamente sin avisar. “¡¿Pero qué hace esta estúpida?! ¿¿Y ahora??”, pensamiento que siento interrumpir con su estruendo aéreo mi proceso. Apenas eso se requiere para alterarme, sacarme de eje, pequeño teje maneje que me deja a la intemperie cual comadreja que haya leído a Beckett: no puedo seguir, hay que seguir, voy a seguir. Por suerte la publicó Eterna Cadencia (2019) menos mal porque venía con carencia de energías para enfrentar tutías de lecturas editoriales de amicus curiae.
La narradora de la estúpida –el espiche sin avisar no se lo voy a perdonar– hablaba en inclusivo (con la “e”, en lugar de “todos”, “todes”, en lugar de “niños”, “niñes”, una femirula, ¿qué querés?), dos por tres te cortaba la frase para meter sin ninguna base ni sustentación más allá de su caprichosa volición uno de esos hashtags que tanto llaman la atención en redes. #mamarracho Harta de este ridiculismo que era una oda al sismo de lo establecido en la cultura quise volver a la literatura de verdad, o sea: a la que escriben los varones, pero me faltaron las pelotas, sinceramente. Entretuve entonces la mente con fábula poco decente algo incendiaria sobre revuelta feminista con aristas peliagudas porque hete aquí que la narradora entre boluda y traidora se confabuló en mi contra y se mandó una novela toda escrita en femenino no marcado, sin permiso del patriarcado: en lugar de “todos”, “todas”, en lugar de “amigos”, “amigas”, AGOTADOR. Le puso de título Mañana fulgor y si el Frente de Todes permite, saldrá año que viene por Emecé. Ahí, no sé, me agarró un como cansancio ansia de no más cambiar, dejar todo en su lugar, y apareció Seda metamorfa toda entera hermosa mezclando verso con prosa, hablando de cosas como la pandemia, sin esfuerzo casi: preciosa, mezcla y experimento, no te miento, con la rima. Es la historia de una chica sencilla buena, nunca un problema, que un día –como Gregorio Samsa– despierta con la balanza (o el equilibrio) hecha un bodrio. No solo descubre que su cuerpo es jolgorio poco apreciado por el patrón enajenado de la belleza hegemónica, el problema real es que las cuentas no le cierran: yerran quienes creen que ella está para agradar. Y ahí empieza a cuestionar el statu quo y así le va: como el culo. La publicó Muchas Nueces hace muy poco y es loco porque parece que fuese lo último que escribí pero no porque hace meses tengo el coco relleno con tres monjas que medio quisiera desalojar pero, claro, no puedo porque ya un poco las quiero.
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