Primero socióloga, después escritora, fotógrafa sólo en último término: así se presentó Gisèle Freund a la cineasta Teri Wehn-Damisch, autora de un documental sobre su vida tan rica como su obra. Antes de partir de Alemania, donde había nacido en 1908, por el ascenso de Adolf Hitler, Freund había estudiado en el Instituto de Investigación Social (la casa de la Escuela de Frankfurt) y en la Sorbona se había doctorado con una tesis sobre la fotografía francesa del siglo XIX.
Eso la enorgullecía. “Fui la primera en realizar un análisis sociológico de la imagen”, le recordó a su amigo Juan Álvarez Márquez, comisario de la muestra En el sur tan distante, que se acaba de inaugurar en el Centro José Guerrero de la Diputación de Granada, en España. La exposición se centra en una parte de la obra de Freund menos conocida en Europa: sus años en América Latina, donde llegó para escapar de la Segunda Guerra Mundial pero se quedó por afinidades múltiples, y adonde regresó muchas veces a lo largo de su vida.
El uruguayo Álvarez Márquez conoció a Freund en 1992, en París, donde ambos vivían; él estaba terminando su doctorado en historia, ella ya no trabajaba: se dedicaba a leer, su otra gran pasión. “Creo que en cierta medida le agradaba tener un corresponsal sudamericano con quien podía hablar de todo aquel universo que la había marcado mucho”, contó el curador a Infobae.
“Ignoro si era un dejo de melancolía, pero en aquellas conversaciones de la década de 1990 siempre aparecía una foto o un nombre, como la punta de un iceberg, y desde esa punta iba surgiendo el resto de la historia”, continuó. “Y finalmente de esa amistad surgió la idea, y luego la promesa, de hacer una muestra con todo aquel universo”.
Solían tomar té de jazmín en la casa de ella en la Rue Lalande, sentados a una mesa “siempre colorida, con una fuente de naranjas”; también caminaban juntos por la Rue Daguerre o se encontraban en reuniones de amigos comunes. “Más veía el perfil de su obra expuesta, más me sorprendía esa reserva inexplicablemente marginada”, dijo sobre los materiales de sus años en América Latina. “Intentaba figurarme como el tiempo o las voluntades podían eclipsar no solo imágenes sino vivencias. Escuchando a Gisèle era evidente que ese periodo la había marcado para siempre”.
Pero su fama había ido por otros caminos. Freund es conocida por sus retratos de la élite literaria europea, aquellos que proyectó como diapositivas en La Maison des Amis des Livres, la librería y salón de Adrienne Monnier —quien publicó su tesis— poco antes de embarcarse rumbo a Buenos Aires: André Malraux, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, James Joyce, Paul Valéry, Walter Benjamin, Virginia Woolf, George Bernard Shaw, T.S. Eliot, Jean Cocteau, André Gide. También por sus más de 80 reportajes fotográficos alrededor del mundo, para la agencia Magnum, de la que fue cofundadora; por haber hecho el retrato oficial del presidente François Mitterrand en 1981 y por haber ganado el Gran Premio Nacional de Fotografía de su país de adopción, el año anterior.
La muestra en el Centro José Guerrero, en la que Álvarez trabajó junto con Juan Manuel Bonet, gran impulsor de la obra de Freund, revela material inédito del fondo personal de la fotógrafa, que se halla en el Institut Mémoires de l’Édition Contemporaine (IMEC) de Caen, Francia. Son más de 50 piezas que combinan personajes como David Alfaro Siqueiros o Eva Perón con exploraciones antropológicas, paisajes patagónicos, registros arqueológicos.
“Su trabajo sudamericano pasa por varios ejes”, detalló Álvarez. “Si bien el retrato va a seguir jugando un rol esencial y enriqueciéndose culturalmente, también sus viajes van a demostrar esa calidad para captar el paisaje”.
Atribuyó eso a que en su niñez Freund creció en contacto con obras de arte —su padre, Julius Freund, era un famoso coleccionista, con mucho material del impresionismo alemán como Max Liebermann y Max Slevogt— y se obsesionó por entender “cómo hacían los artistas para pintar el aire, es decir el ambiente”, contó el amigo y curador.
—Y eso lo llevó a sus propias obras. Difícil olvidar en su actitud la traza de aquellos cuadros de Caspar David Friedrich y esas estructuras. El paisaje la atrajo en todas las variantes, desde las montañas de los Andes a las líneas llanas e interminables de la horizontalidad pampeana, de los lagos de México y las extensiones de Patagonia.
—¿Y la obra antropológica?
—Responde a las solicitudes de Paul Rivet, creador del Museo del Hombre, en las que se involucra como una observadora avezada, y rebrota esa alumna de la escuela de Frankfurt. Es evidente que esos trabajos denotan un punto de vista científico innegable.
“Me acordaré siempre de esa noche”
Los Freund de Berlín —”un ambiente familiar privilegiado, intensamente artístico, de la burguesía judía”, según The Forward— estimuló mucho a la hija, que primero se enamoró de la literatura —en particular Franz Kafka y Bertolt Brecht—, pero pronto, cuando su padre le regaló una cámara Leica para su cumpleaños, cambió su interés. En la universidad, el sociólogo Norbert Elias, quien fue su profesor, notó que andaba por todas partes con el aparato; le sugirió que incluyera en sus estudios el análisis de las imágenes.
El 1º de mayo de 1932 Freund quiso fotografiar las manifestaciones del Día de los Trabajadores en Roemerplatz, la plaza medieval en la ciudad vieja de Frankfurt.
“El clima es espléndido, no hay siquiera una nube en cielo transparente y el aire primaveral es asombrosamente suave”, recordaría luego. La gente, sin embargo, lucía más bien otoñal:
La mayoría de los rostros están sombríos y ansiosos. Al menos un tercio de los reunidos en este día están desempleados. En 1932 Alemania contaba con más de seis millones de desempleados y esto, si se incluyen sus familias, representa un total de 20 millones de personas en la pobreza. Es la mayor catástrofe económica y social jamás vivida por la República de Weimar, creada sólo trece años antes. La crisis había comenzado con la caída de la bolsa de Nueva York en 1929. (...) El comportamiento político se radicalizó en consecuencia. Los escuadrones del Partido Comunista y del Partido Nacionalsocialista se enfrentaban en sangrientas batallas en las calles de las grandes ciudades.
Ese día vería una de ellas, a un costado de la marcha. Sería un curioso privilegio: “No recuerdo haber visto un sólo fotógrafo profesional durante esta manifestación impresionante, que iba a ser la última antes del final de la República de Weimar”.
En enero de 1933 Hitler sería nombrado canciller. “Muchos de aquellos a los que fotografié el Día de los Trabajadores de 1932 se convirtieron en miembros del partido nazi; otros terminaron en campos de concentración”, cerró Freund su recuerdo.
Apenas tres meses después de la llegada de Hitler al poder, Freund abordó un vagón de tercera clase del expreso a París. Llegó a último momento, para reducir la exposición a las autoridades nazis. No logró evitarlo.
Oí lo que tanto temía: los taconazos de las botas, las voces chillonas. Abrían las puertas de los compartimentos y hacían preguntas. (…) La puerta del compartimento se abrió bruscamente y uno de los SS entró. El aire frío de la noche se introdujo con él y me estremecí.
—Sus papeles —dijo.
Le entregó su pasaporte, le dijo que era estudiante; iba tres meses a Francia y regresaba a Alemania.
—¿Es usted judía?
—¿Conoce alguna judía que se llame Gisèle?
Lo dije casi gritando, con un tono indignado, imitando la voz autoritaria de mi padre que, con su bigote estilo Guillermo II y su aura marcial, a menudo era confundido con un oficial superior.
Tenía 25 años y mucho miedo; mantuvo la mirada fija en la del nazi, que le devolvió el documento y se fue. “Me acordaré simper de aquella noche de mayo de 1933”, escribió en El mundo y mi cámara.
En París, hasta la ocupación
La compra de un poemario de Jules Romains en La Maison des Amis des Livres la llevó a una conversación con Monnier, dueña del establecimiento en la Rue de l’Odéon y amiga de Sylvia Beach, quien tenía Shakespeare & Co. a 10 minutos de caminata. Monnier fue su gran apoyo para que pudiera quedarse legalmente a vivir en Francia y tradujo al francés y publicó su tesis de doctorado, que en castellano se titularía La fotografía como documento social.
La historia de la fotografía en el siglo XIX no era un tema serio entonces; lo único que se había estudiado eran los aspectos de la evolución de la técnica. Escribió Freund en sus memorias:
A fuerza de hacer fotos, me había formulado numerosas preguntas sobre este invento. Los libros que trataban sobre su historia eran, ante todo, técnicos. Nadie había estudiado aún la fotografía en relación con lo rasgos sociales de la época que la había visto nacer, es decir, con el ascenso de la mediana burguesía en la Francia del siglo XIX. Dicha clase ascendente necesitaba nuevas formas de expresión ligadas a sus gustos y a sus medios. La invención de la fotografía les permitió poseer y transmitir su propio rostro de forma barata.
Su familia también había tenido que dejar Berlín, y se habían instalado en Inglaterra; como la situación de Europa hacía muy complicados los envíos de dinero, Freund no podía confiar en que esos recursos llegarían puntualmente y comenzó a trabajar como fotógrafa.
Un día de otoño vio cómo dos hombres recuperaban el cuerpo de una joven del Sena. “No recuerdo haber sacado la cámara pero, de golpe, estaba entre mis manos. Había hecho una foto”. La inquietaba la historia detrás de esa muerte y le mencionó el enigma a un amigo. Él le sugirió que se ganara la vida tomando fotos; se ofreció a hablar con el dueño de un periódico para el que escribía pequeñas crónicas a diario y ganaba dinero suficiente para pagar sus cursos de bellas artes. “Fue así como di mis primeros pasos de fotógrafa profesional”, recordó en sus memorias.
Su amigo Walter Benjamin en un asiento de la Biblioteca Nacional; James Joyce al piano, tocando para su hijo Giorgio; André Malraux en una azotea. André Gide, E. M. Forster, Julien Benda, Robert Musil, Aldoux Huxley, Jean Cassou, Jean Guehenno y Edouard Dujardin en el Congreso para la Defensa de la Cultura del 21 de junio de 1935. Stefan Zweig, André Maurois, Elsa Triolet, Tristan Tzara, Henri Matisse, Marcel Duchamp, Vita Sackville-West, Bernard Shaw, Herbert Read. La lista es inmensa.
Freund también hizo los primeros retratos en película de color de Paul Valéry (”Mi primera foto fue de la vitrina de un peluquero, la segunda de un urinal, la tercera de un semáforo y la cuarta de la cara de Paul Valéry”, recordaría luego su debut con Agfacolor y Kodachrome en 1938), Simone de Beauvoir, Jean Cocteau, Colette, André Breton, Virginia Woolf.
“Es la única en explotar con seriedad los rollos a color recién puestos en venta para los aficionados”, observó Alain Sayag en el catálogo de la muestra La vie de Gisèle Freund realizada en 1991 en el Centro Georges Pompidou. “Algunos fotógrafos los empleaban en aquella época, pero Gisèle Freund fue la primera en saber asociar estrechamente el tema y el método. Ella sigue siendo hoy, en virtud de la fuerza de esa conjunción, no sólo la fotógrafa de los escritores, sino también la primera fotógrafa a color” agregaron Catherine Thieck y Olivier Corpet en un texto para IMEC de 2011.
La situación en Francia, atacada por Alemania en mayo de 1940, hizo cada vez más difícil la permanencia de Freund, que en 1942 logró llegar a Argentina. Recordó en El mundo y mi cámara:
El 10 de junio de 1940, el Gobierno abandonaba París. Tres días más tarde, la víspera de la llegada de las tropas alemanas, partí al alba en bicicleta, porque los trenes ya no circulaban. Até a la bicicleta mi pequeña maleta, la misma que traje a mi llegada a París siete años antes. Me refugié en un pueblecito de la Dordoña. Cuando me enteré de las cláusulas del armisticio, que entregaba los refugiados alemanes a la Gestapo, supe que debía irme de Francia como fuera. Victoria Ocampo me consiguió un visado argentino, pero todavía tardé más de un año en obtener los papeles necesarios para llegar a la ribera de Río de la Plata. Era la segunda vez en mi vida que debía iniciar una nueva existencia, aunque esa vez estaba armada: tenía un oficio.
Con “Victoria I de Argentina”
Roger Caillois, por entonces amante de la animadora cultural argentina y directora de la revista Sur, la buscó en el puerto de Buenos Aires. “Victoria Ocampo aparte de haberle obtenido su visa, pagar su pasaje y alojarla en sus casas, la de San Isidro y la creada por Alejandro Bustillo [en el barrio de Palermo], se preocupa de insertarla en esa sociedad porteña”, contó Álvarez Márquez. El comisario de la muestra colaboró en la edición de la correspondencia entre Caillois y Ocampo, en la que quedaron rastros de la intensa actividad de Freund en esos años.
En sus últimos años ella también le contó anécdotas. Como la vez en que, cansada de esperar a Caillois, que tomaba un baño muy largo, Ocampo abrió la puerta y lo encontró, sentado al borde de la tina, vestido, moviendo el agua con una mano y sosteniendo un libro con la otra. “Satisfecho de tener un lugar calmo para leer y escapar a alguna de las órdenes de Victoria I de Argentina, como ella osaba llamarle”, citó a Freund.
—Salir de la guerra fue sobrevivir y reafirmar un encuentro con la libertad. Para ella, como para muchos, esos puertos que ella fotografió eran un gran símbolo de vida —resumió Álvarez.
—¿Qué impresión le causó llegar a un territorio tan distinto?
—Los primeros tiempos estuvieron marcados por un choque emocional. Si bien gozaba de ese ambiente privilegiado de San Isidro, en casa de Victoria Ocampo y con amigos del Grupo Sur, le costaba incorporarse a ese contexto de abundancia de ropa, comida y dinero frente a las inmensas dificultades que se vivían en Europa y que ella misma confrontó antes de partir. Por otro lado la Argentina era esa vastedad de territorio y un mundo de posibilidades nuevas. Eso la llevó a organizar luego la campaña de ayuda a los intelectuales de Europa que habían sufrido la guerra.
De la mano de V.O., Freund conoció en Argentina a Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, Guillermo de Torre, Pedro Henríquez Ureña, María Rosa Oliver, y a todos los fotografió. Escribió sobre su búsqueda en el retrato:
Un rostro explica a un ser humano. Cuando uno se mira a sí mismo, nunca se ve tal como es. En primer lugar, porque en un espejo uno se ve al revés; y en segundo lugar, porque uno es fundamentalmente amable consigo mismo. A pesar de la máscara social que aprendemos a componernos desde la infancia, las emociones que nos esforzamos por ocultar se pueden descifrar en nuestros rostros con una gama infinita de matices. Nunca he dejado de querer comprender qué hay detrás de un rostro.
Según la concepción de Bonet y Álvarez, la muestra en el Centro José Guerrero de la Diputación de Granada, la selección de figuras elegidas apuntó a “ahondar en el peso intelectual y vanguardista del Grupo Sur y de personajes esenciales de esta constelación cultural como Norah Borges, Eduardo Mallea, y la constitución de los bloques relativos a la Argentina, Uruguay, Chile y México”, donde famosamente fotografió a Frida Kahlo, Diego Rivera, José Clemente Orozco.
A Freund le encantó México. “Viajó varias veces”, escribió Sylvia Navarrete en el catálogo de una muestra realizada en el Museo de Arte Moderno de CDMX en 2015. “En 1948, la primera (dos meses que se extendieron a un par de años); la segunda en 1964, durante la visita oficial del presidente [Charles] De Gaulle; la tercera en 1978, para intervenir en el Primer Coloquio de Fotografía. Estas estancias ampliaron su repertorio iconográfico a los registros de la arqueología y la etnografía, que dieron lugar en el álbum Mexique précolombien a una estética sobria y esmerada”. Rivet prologó ese libro.
De aquel viaje la exhibición recuperó también reportajes para la prensa de la década de 1940, compuestos por fotos y textos, sobre la vida cotidiana. Y algo poco conocido, destacó Álvarez:
—Su trabajo como fotógrafa para cine. Gracias a Luis Buñuel ella había conocido el mundo del cine. A raíz de la ocupación de Francia, se dificultó el regreso de la troupe de Louis Jouvet. Sus actores filmaron en las laderas de los Andes una película titulada Le fruit mordu, con un guión de Jules Supervielle, y con actores como Andrée Tainsy, gran amiga de Gisèle Freund. Fue una epopeya más que una experiencia.
Una puerta al sur
La exposición —que se titula con palabras del poema “Quisiera estar solo en el sur”, de Luis Cernuda— mostrará hasta el 28 de noviembre “ese apéndice de sus años en el nuevo mundo”, escribió Bonet en el catálogo, “ya que ha sido conocida y recordada por su trabajo en la capital francesa, y esta parte solo se ha visto de pasada”.
En efecto, Freund regresó a Europa y se instaló en Francia, donde murió en 2000, a los 91 años. Hizo el resto de su carrera allí, hasta que tras los honores de fotografiar a Mittérrand, decidió retirarse.
“Si se lograba entender su carácter, se llegaba a un fino humor”, la recordó Álvarez. “En ocasiones amigos de larga data se preguntaban y le preguntaban quién era yo y de donde había salido, y su respuesta reiterada era: ‘Lo conozco de Buenos Aires, jugando en la casa de Victoria Ocampo, era un niño, y ahora está aquí'. Y nadie insistía…”
—¿Qué recuerdo personal le ha quedado?
—Su clara personalidad, su carácter. La fidelidad a sus propios principios. En muchas ocasiones la vi manifestarse de manera firme frente a algo que le gustaba o le disgustaba. No deseaba traicionarse. Con el tiempo, mantengo la idea de estar frente a una artista y esencialmente frente a una intelectual, curiosa y con gran espíritu crítico.
Su relación con el historiador uruguayo fue una suerte de puerta a aquel sur que tanto la había marcado, una posibilidad de volver a un idioma y al universo rioplatense. Hablaban de la escritora Susana Soca, del artista Joaquín Torres García; recuperaban anécdotas de Borges. “Creo que fui un eslabón que ella necesitaba”, cerró Álvarez. “También yo consideraba esencial ese eje cultural de la época y hablábamos a veces de nuestros personajes como si estuviésemos en un salón de Argentina de la época de la guerra”.
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