Adelanto de “Papá querido”, de Cynthia Wila

Infobae Cultura publica un fragmento de la última novela de la psicóloga y escritora brasileña radicada en la Argentina en la que con suspenso e intriga aborda el vínculo entre un padre, su esposa y su hija, donde abunda el dolor y el rencor

"Papá querido" (Emecé), de Cynthia Wila

De joven mi madre había sido bella. Usaba el pelo tirante, tenía ojos color del tiempo, que cambiaban según el clima. Alta, de pechos grandes y linda sonrisa. Era pianista y profesora de solfeo. A los veinte años conoció a su primer amor. Un médico pediatra que atendía en el conurbano, y la llenaba de abrazos y de poemas. Anduvieron juntos algunos meses, pero ella se cansó de tanto halago. Se aburría. Necesitaba más acción. Una noche lo cortó por teléfono y no quiso verlo más. Como si no hubiera existido lo borró de un plumazo de su vida y su memoria.

El muchacho, que estaba enamorado hasta la médula, no paró de insistir con llamadas que pedían por lo menos un encuentro, una charla, otra oportunidad. Pero ella, en lugar de escucharlo, mandaba a su hermana menor a que lo atendiera y le brindara alguna excusa. Hasta que él no volvió a llamar.

Su vida siguió como si nada. Se anotó en la facultad de Psicología y comenzó a estudiar. Tenía pocas amigas; todas con formal compromiso de boda. Menos ella. La más hermosa estaba sola. Y era feliz. La habían convocado para su primer concierto y sentía un gran entusiasmo con la carrera. Sin embargo, la época dictaba que sin novio a su edad, iba camino a la soltería. Y la soltería era mal vista, como una enfermedad de la que había que huir con el primero que pasara, porque las secuelas podrían ser peores que el destierro en la antigua Grecia.

Un día su prima festejó su cumpleaños. Había muchos hombres, pero uno la miró con insolencia. Era atractivo, delgado y de buen porte. Vestía bien y olía a perfume importado. Apenas la vio le clavó los ojos y ella le sonrió. Acordaron encontrarse al día siguiente por la tarde.

Ella espió por la ventana de su cuarto y lo vio aparecer en un auto impecable. Se sonrojó. Salió aprisa de la casa y se marchó con él.

Ahí comenzó su desgracia.

A veces una decisión que parece intrascendente a través de los años nos lleva al lugar más nefasto: el de no ser más uno mismo. Esa fue mi mamá a partir de su vínculo con mi padre. Una mujer que no se atrevió a desear en otro lugar. Según me contó, de entrada se fascinó con él.

Su labia —decía— le prometía una vida de ensueño. Le había propuesto casarse esa misma noche, luego de besarla como jamás la había besado el otro, el médico bueno con el que se aburría.

«¡Estás loco!», exclamaba ella entre risas. Sin embargo, la locura de ese hombre la envolvió de pasión. Y perdió el equilibrio. Fue el momento más dramático de su vida, cuando la urgencia de su cuerpo la dejó sin prevención y le cambió la dirección de la brújula.

Ausente por completo de presentimientos, mi madre terminó casándose con un desconocido, a pesar del rechazo de sus padres que aseguraban un fracaso.

El primer año la pasaron bien. Sexo fuerte, fiestas, cenas hasta altas horas de la madrugada, alcohol y ruido. Mucho ruido. El ruido es el mejor enemigo del pensamiento. Por eso, al poco tiempo, ella dejó de pensar y se convirtió en la autómata que seguía a su marido a todas partes. Siempre hermosa y dispuesta. Callada, angelical… «Los ángeles no tienen voz», le decía él. Y ella lo amaba con más silencios.

Para mi padre, mi mamá debió de haber sido simplemente una belleza inmaterial. Una joven perfecta que debía acompañar al marido a todas partes, no opinar acerca de sus actos ni contradecirlo. Y si bien a ella la motivaban el arte y las emociones humanas, se creyó el cuento de la mujer ideal y dejó todo para estar con él de esa forma: muda e incondicional. Entonces se olvidó de sus conciertos, de la carrera y de sí misma. Se anuló. O la anularon. O las dos cosas. Poco importa el inicio de los factores que hacen a una desdicha cuando el final es el mismo.

Cynthia Wila (Foto: Gentileza Planeta)

Vivieron en un departamento que mi padre tenía antes de conocerla y del cual presumía delante de todo el mundo. Un departamento que, en realidad, él debía pagar porque estaba hipotecado. Algunos negocios le salieron mal, no pudo levantar la deuda y al cabo de once meses tuvieron que mudarse. Mi madre ya estaba embarazada, a punto de parir. Terminó embalando ropa, vajilla y acomodando cajas sola, con su alma y su panza gigante, en donde crecía yo.

Yo estuve con ella desde su primera mudanza. Porque fueron varias. Durante largos años. Mudanzas que siempre realizó sin la ayuda de él. Porque él debía trabajar.

El trabajo de mi padre era otro de sus enigmas. A veces se trataba de un negocio inmobiliario; otras, de alguna transacción comercial. No era fácil saberlo porque no daba muchas explicaciones. De cualquier forma, sus trabajos lo mantenían lejos del hogar. O al menos con eso se excusaba.

Alquilaron tres ambientes cerca de la casa de mis abuelos, para que mi abuela ayudara a mi madre con el bebé que estaba a punto de nacer. Esperaban un varón. En esa época, y para toda la familia, el primogénito varón era sinónimo de buen augurio, de fertilidad, de prolongación del apellido; quien debía desempeñar un rol de liderazgo. El heredero del trono.

Pero vine yo. Y conmigo el desengaño. No obstante, creo que mi parecido físico con él —rizos castaños, ojos grandes, un hoyuelo en la mejilla derecha— debió de generarle alivio. Como si el verse reflejado en mí de algún modo lo validara a él, que siempre anduvo por la vida sin garantías, quizás por haberse enterado demasiado temprano por boca de su hermana mayor, del rechazo de su propio padre. De esto no hablaba con nadie. Por vergüenza, por negación, por miedo o por el deseo de olvidar lo que lastima. Nunca lo supe de boca de él. Me lo contó una prima, la hija menor de esa mujer desalmada.

Tal vez, también, el hecho de caminar sin la garantía imprescindible para ser instaló en mi padre la búsqueda constante de su confirmación. Y para confirmarse frente a los demás, necesitó agrandar su entorno, demostrar cuánto tenía creyendo que así podría expandirse. En el fondo, buscaba inhibir aquello que no era, lo único que hubiera querido ser: el hijo aceptado por su papá. Debía tener para ser. Sin advertir que ambas eran rectas paralelas y opuestas, y por ende jamás lograrían tocarse. Por eso no paraba de pedir créditos, endeudarse con amigos, bancos y armar aventuras comerciales con gran inteligencia, pero derruidas al cabo de un tiempo a causa de su estupidez.

Cierta vez convenció a unos amigos para invertir en una empresa quebrada que —según él— daría buena rentabilidad. Era una fábrica de zapatos que hicieron crecer. Cuando habían recuperado la inversión, mi padre tuvo la idea de abrir negocios minoristas con locales de venta a la calle y reinvertir todo el dinero que tenían. Ahí comenzó la debacle. Por su falta de límites perdieron todo. Y lo peor, quedaron endeudados hasta el cuello.

Mi padre fue un estúpido que se creyó valiente. Un cobarde que le vendió al mundo un invencible. Un hombre sin paz. Y así arruinó la paz y la sonrisa de su mujer. Y la mía.

Los padres marcan a fuego cómo serán las risas y los llantos adultos de sus hijos. Y yo, que desperté bastante tarde del ideal que había sembrado en mí, jamás pude llorar esa ruptura. Porque nunca le perdoné lo que me hizo. La falta de perdón puede secar hasta la última lágrima. Y estar secos de lágrimas tiene sus consecuencias.

Por su culpa, tampoco pude volver a sonreír. Ni siquiera en los momentos más alegres, como el nacimiento de mi hijo, por ejemplo, o frente a algunos gestos de amor únicos que Román ha tenido conmigo desde que lo conocí. Mis labios llegaban a una mueca pequeña, insignificante, que pretendía simular una sonrisa aunque no lo era. Algunos decían que podría sufrir de atimia, una alteración de la afectividad presente en cuadros psicóticos o depresiones que se caracteriza por la indiferencia afectiva, el desinterés y la inactividad. Pero no. No soy psicótica ni depresiva, ni indiferente y mucho menos inactiva. Simplemente, no puedo llorar ni sonreír.

Román se acostumbró de entrada a mi falta de expresión emocional. Aunque decía que mis ojos hablaban por mí, que ellos se encargaban de mostrar mis estados, los felices y los otros, la tragedia que había dejado su estampa en la vista. Mi marido veía luces y sombras en mis ojos. Según él todo estaba ahí, en mi mirada. Y de eso se enamoró, supongo. Porque no es fácil compartir la vida con alguien a quien no le pasa nada. O le pasó tanto, que quedó frenado en la garganta como un hueso que corta el aire y convierte el rostro en una bola roja a punto de explotar. Mi pasado fue el hueso. No llegó a quitarme el aire para morir, pero sí borró los gestos de mis facciones. Apenas quedaron algunas señales que solo un ojo avezado podía captar. Y solo un enamorado conformarse. Ese ojo y ese enamorado fue Román. Hoy no sé si podría vivir sin su mirada.

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