Adelanto de “Isla decepción”, de Paulina Flores

Infobae Cultura publica un fragmento de la primera novela de la autora chilena, elegida por la revista “Granta”, entre las escritoras más prometedoras en español

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“Isla decepción” (Seix Barral), de Paulina Flores
“Isla decepción” (Seix Barral), de Paulina Flores

Otra vez despertaba antes de tiempo.

No sirvió que se hubiera acostado a las cinco de la mañana y borracha, o que perdiera su trabajo. Iban a ser recién las siete y como quedarse dando vueltas en la cama o empezar con el jueves resultaba igual de absurdo, se levantó y fue descalza hasta el baño. Enseguida saltó el tic sobre su ceja. La molestaba hace tiempo y era tan patente que casi pudo verlo tirando de su piel en la pared vacía del lavamanos. El espejo alojaba en el pasillo-recibidor. En su marco y hecho trizas. Marcela aún creía en su promesa de ir a dejarlo al basurero de reciclaje, pero también comenzaba a gustarle cómo combinaba con el resto de la decoración, otros tipos de basura posiblemente reciclables. Además, parecía una especie de puente, y cuando salía se preocupaba de pisarlo con la punta del pie y decirse que tendría siete años de mala suerte. Claro que la broma resultaba cada vez menos graciosa.

En el comedor había más evidencias del desastre. Después de parpadear frente a las copas sucias, concluyó que si se quedaba ahí sin hacer nada —porque ella y Dios sabían que no iba a lavar la loza ni ordenar— terminaría compadeciéndose de sí misma. Y una cosa era ser decadente y otra muy distinta era estar triste.

¿Pero dónde iba a ir? Hace una semana el problema era su trabajo —su pequeño aporte al desarrollo nacional en la transmisión de señales analógicas a protocolos digitales— y ahora, que no tenía oficina. Se cambió el buzo que usaba como pijama por el buzo que usaba para salir y sostuvo las llaves de su scooter —una hermosa Peugeot negra de aire digital, y cara— esperando que le devolviera un poco de su seguridad. Tras formar la palabra luna con los imanes del refrigerador, veinte minutos de silencio, tres cigarros y un concho de vino agrio, recordó el cheque del finiquito en la notaría. Pero en vez de desplegar una sonrisa codiciosa de tío Rico Mc Pato —o frotarse las manos cual Montgomery Burns—, suspiró descorazonada.

“Tengo lo que quería”, se repitió frente a un semáforo en rojo. ¿Por qué no se sentía victoriosa, entonces, una heroína de la clase trabajadora, y seguía soltando suspiritos? Apoyó la cabeza en el volante y recordó la mañana del lunes anterior. Razones no había, pero los hechos eran los siguientes: había despertado antes de que sonara la alarma (algo que ella llamaba insomnio al revés) y, tras lamentarse por aquello, las pesadillas y el tiritón en el nervio, partió a adelantar trabajo a la oficina. Ya ahí y acompañada únicamente por la brisa cortés del aire acondicionado, se dedicó a intrusear en los escritorios de los programadores. Al dar con una simpática figurita de Snoopy vestido con kimono, la levantó a la altura de sus ojos y se preguntó, con tono mental altisonante y amargo, por qué una persona como ella, que creía en la verdad, el amor y la belleza, había desaprovechado sus talentos —o, cuanto menos, la posibilidad de comprobar si aquellos talentos realmente existían— para trabajar en una oficina de telecomunicaciones donde las horas extras eran obligatorias. Que se tomara así de en serio, o la rondara la frustración, no tenía nada de nuevo, pero jamás había estado tan cerca de perder la fe en sí misma y decidió ahondar en la desolación con más cuestionamientos por el estilo: ¿Por qué desperdiciaba su valioso tiempo en vez de dedicarlo al cine, su “verdadera pasión”? ¿Acaso se había rendido o definitivamente no había pasado la prueba y carecía del talento necesario? ¡Por qué había sido tan mediocre, falsa y asustadiza!

El Snoopy japonés la miró con su expresión común, aquella mezcla agridulce de ternura, desapego y nihilismo, pero eso fue todo: salió del edificio convencida de su reciente epifanía y, con la promesa de no volver nunca, manejó hasta el Parque Forestal para pasar la mañana frente a la escultura de Narciso, o el dios del vino —la inscripción tenía un grafiti, aunque para el caso, ambos servían—, pensando en Diego —el amor más importante de su vida y que la había pateado precisamente en ese lugar—, mientras bebía de una petaca de whisky —porque como era tan cínica podía permitirse caer en algún cliché como ese cada tanto—. A la mañana siguiente, y aunque probablemente seguía ebria, negoció la salida de la empresa con su jefe. Él no dejó de negar con la cabeza. La miró con asombro, lástima y, finalmente, cuando ella lo amenazó con desactivar el programa de matrices que había diseñado hace poco, con desprecio. “O sea que no vale nada para ti que te hayamos esperado mientras sacabas tu título, que, por lo que veo, jamás va a ocurrir. Te dimos una oportunidad”.

—Porque soy buena.

—Eso crees, ¿cierto?

La sonrisa de Marcela titubeó.

—Por favor, ¡¿cuál oportunidad?! —alcanzó a sortear—. Yo les salía más barata y punto.

—Sabes que el sueldo era solo un poco más bajo que el de los otros programadores.

—Explícale eso a mi corazón.

 Paulina Flores
Paulina Flores

Al final se salió con la suya. Lo logró, lo estaba logrando ahora, a punto de firmar el finiquito con lápiz azul, y aún se sentía sencillamente desesperada: miedo, angustia, pavor. No, el problema es que no siento nada, se corrigió con el cheque ya en su mano. ¿Es que era un problema de conciencia?, se reprochó tomando el numerito de atención en el banco, ¿porque solo había estudiado diez semestres de Ingeniería (con beca) y ocho de Cine (endeudándose) no merecía salir por la puerta ancha? Pero sí se había ganado un pedacito de la torta y, además, ya no trabajaría para esa sucia serpiente desalmada del capitalismo digital. Ahora estaría en el bando correcto: el de los desempleados. El chiste no terminó por convencerla. Ojalá solo fuera miedo. Antes tenía un gran no: no quiero estar aquí, esto no es lo mío. Pero estaba acostumbrada a vérselas con los no. Incluso había alcanzado un nivel de destreza. ¿Qué podía hacer con un sí? ¿Es que era un sí?

“Si tanto odias tu trabajo, ¿por qué te esfuerzas en hacerlo bien?”, la había acusado Diego en repetidas oportunidades. Pero es que él y su corazón ardiente eran incapaces de entenderlo. ¿Es por eso que había renunciado?, ¿por Diego?, meditó mientras la pantalla de atención del banco tintineaba por el B87. ¿Esperaba que volviera corriendo cuando supiera que estaba cesante Pero si era ella quien pagaba por los ajíes de gallina y los pisco sours de sus salidas, ¿acaso no valía?

Ojalá fuera solo miedo, pero también se trataba de su estilo de vida, y le gustaba. Le gustaba la plata; ganarse un sueldo y despilfarrar en pequeñas dosis para que pareciera que no te había costado —easy money, baby—: pasar por el cajero cinco veces en una noche, la última de ellas para comprar cocaína, aunque te habías prometido no volver a hacerlo. El dinero dejaba una huella visible. Hacía que te sintieras más tú mismo, más consecuente, si es que eras alguien de espíritu soberbio. La gente miraba tu cuello de otra forma, y tu piel morena —y la de Marcela era bien morena— pasaba a ser definida desde lo sensual. En una misma madrugada podía decirle a alguien: “Me haces reír, dame un autógrafo” y terminar una discusión tediosa sobre lo mucho que había cambiado con un “yo sigo igual”.

Mientras hablaba con su jefe había parecido que realmente tenía un plan. Pero ¿ahora qué? ¿Iba a convertirse en una directora de cine de renombre? ¿A postular a un fondo audiovisual para perderlo otra vez? ¿Para perderlo mejor? ¿Desde cuándo perseguir los sueños se había convertido en un gerente de operaciones tan opresivo? Ojalá fuera miedo. El vidrio de la caja en donde esperaba su platita le devolvió un rostro cansado. Sus ojeras, que en otra época le habían perfilado un atractivo romántico, ahora solo detallaban un montón de noches malas. Cansancio acumulado, vejez a secas.

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