En 1963 Paulo Freire no tenía barba. Estaba casado, tenía hijos, 42 años. Había estudiado filosofía del lenguaje, había dado clases en la secundaria, había tenido destacados puestos de funcionario en materia educativa. Para ese entonces ya aplicaba en sus clases algo parecido a la teología de la liberación: en el Brasil de entonces, leer y escribir eran requisitos para votar. En 1963 sentía que era hora de dar el batacazo: ya tenía las herramientas para generar algo en la educación que no fuera simplemente reproducir las condiciones materiales de existencia, entonces él y una pequeña comitiva de docentes partieron hacia Angicos, en el centro del estado de Rio Grande do Norte, a 170 kilómetros de la populosa Natal. El objetivo era alfabetizar a 300 campesinos adultos en cuarenta horas de clases nocturnas.
El método tenía que ver con contextualizar y personalizar la enseñanza, no trabajar con manuales y folletos donde debían aprender a deletrear “la baba de buey” y “la abuela vio la uva” sino que se hacía uso del mundo que rodeaba a los estudiantes para develar el vocabulario y construir sentido: “ladrillo”, “cemento”, “caña”, “tierra”, “cosecha”. No se trataba tampoco de que el educador transmitiera un saber, de arriba hacia abajo a sujetos pasivos que no cuestionan lo que ven, sino de socializar ese conocimiento para transformarlo durante el proceso de aprendizaje. No tenía que ver con memorizar y repetir, como se acostumbraba en ese momento, sino con pensar, criticar y crear. El experimentó funcionó. La iniciativa se conoció como “40 horas de Angicos” y se empezó a incorporar como programa educativo.
Los campesinos concurrían a las clases con sus hijos. “Las palabras se proyectaban en la pared a través de diapositivas. Por ejemplo: ladrillo. Los profesores explicaron cómo se fabricaba, dónde se usaba, cuánto costaba, y con ello se trabajaban las letras y las sílabas”, cuenta María Eneida Araújo en una entrevista con Folha de S. Paulo. En ese entonces tenía seis años y era una de las tantas niñas angicanas que se alfabetizaban a la par de sus padres. Había más palabras: voto era una. Al fin de cuentas, Freire estaba formando ciudadanos críticos que debían ejercer la democracia. Pero duró poco: al año siguiente, en 1964, un golpe de Estado derrocó al presidente João Goulart instaurando una dictadura. Los militares llegaron a Angicas y prendieron fuego los cuadernos de los campesinos.
En la ciudad de Recife, capital del estado de Pernambuco, un 19 de septiembre de 1921, nació Paulo Freire. Hijo de padre militar y madre ama de casa. Gracias a ellos y a sus tres hermanos —una maestra de primaria, un empleado comercial y un militar—, que empezaron a trabajar muy jóvenes, pudo dedicarse a estudiar. La concepción marxista del mundo llegó así, leyendo, pensando, estudiando. Los militares del golpe del 64 lo consideraban comunista. Lo fueron a buscar y lo metieron en la cárcel durante setenta días. Al salir se exilió, primero en Bolivia, y luego se instaló en Chile. Cuando llegó al país del sur se estaba discutiendo una reforma agraria. El objetivo era superar la crisis agrícola y redistribuir la tierra de una forma equitativa. El proceso se interrumpió en 1973, con otro golpe de Estado, el de Augusto Pinochet. Hasta ese momento se habían expropiado más de 6 millones de hectáreas
En Chile Freire trabajó durante cinco años para el Movimiento de Reforma Agraria de la Democracia Cristiana y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura. Ahí publicó su primer libro, La educación como práctica de la libertad, de 1967, donde plantea la dicotomía entre “una educación para la domesticación alienada y una educación para la libertad”, es decir, “educación para el hombre-objeto o educación para el hombre-sujeto”. Entre ese año y el siguiente escribe su gran obra, Pedagogía del oprimido, en la primavera de 1968 mientras vivía en Santiago de Chile. La frase inicial, la dedicatoria que se volvió icónica, dice: “A los desarrapados del mundo y a quienes, descubriéndose en ellos, con ellos sufren y con ellos luchan”.
La reforma agraria chilena, los exilios, las dictaduras nacientes, las organizaciones armadas y la Guerra Fría fueron elementos que influenciaron su escritura. “Experimenté la intensidad de la experiencia de la sociedad chilena, de mi experiencia en esa experiencia, que me hizo repensar la experiencia brasileña, cuya memoria viva había traído conmigo al exilio”, cuenta en Pedagogía de la esperanza: un reencuentro con la Pedagogía del oprimido (1992); habló “con amigos que me visitaron, lo discutí en seminarios, en cursos”, y uno de ellos “sugirió más moderación por mi parte en el afán de hablar sobre la Pedagogía de los oprimidos aún no escrita. No tuve la fuerza para vivir la sugerencia. Continué hablando apasionadamente del libro como si fuera, y de hecho estaba aprendiendo a escribirlo”.
Según los investigadores José Eustáquio Romão y Natatcha Priscilla Romão, la primera edición fue doble: en inglés por el sello estadunidense Herder & Herder, y en español por la editorial uruguaya Tierra Nueva, ambas publicaciones de 1970. Siguieron las traducciones al italiano y al alemán en 1971, al portugués en 1972 y al francés en 1974. Ese año, 1974, fue la primera vez que su libro desembarcó en Brasil. El sello Paz e Terra publicó, según cuentan los investigadores, una “obra mutilada” que “contó con el conocimiento y el consentimiento del autor” para poder sortear la censura militar, texto que “continuó siendo publicado de la misma manera después de la redemocratización de Brasil, a partir de 1985, manteniendo las mutilaciones en más de 60 ediciones”.
La base del libro es la pedagogía crítica. Freire toma postulados de la dialéctica hegeliana, del materialismo marxista y de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt para analizar al “sujeto colonizado” dentro del contexto latinoamericano. “Los hogares y las escuelas, primarias, medias y universitarias, que no existen en el aire, sino en el tiempo y en el espacio, no pueden escapar a las influencias de las condiciones estructurales objetivas”, escribe. En ese sentido, evidencia el clasismo del capitalismo y alumbra la lucha de clases como salida, critica fuertemente lo que él llama “educación bancaria” —la relación verticalista entre de que un “sabio absoluto” que deposita datos en la cabeza de un “ignorante absoluto”— y propone darle voz al oprimido para que se “historice” y así vuelva a escribir el mundo.
Murió en 1997, a los 75 años, y aún así sus ideas no se apagaron. En su país, fue Secretario de Educación en Sao Paulo entre 1989 a 1992, diseñó grandes políticas educativas e influyó en organizaciones y movimientos sociales. En el mundo se colocó en la punta de una vanguardia intelectual que pedía repensarlo todo. “Freire no es solamente un hombre de su tiempo, sino que es un hombre que pertenece al futuro, por ser visionario y partidario de su esencia”, dijo Henry Giroux. Es que hoy, y como siempre, la educación es un campo permanente de batalla donde la disputa está, en palabras de Freire, entre “repetir el presente domesticado” o “construir un futuro revolucionario”.
En el prólogo de Pedagogía del oprimido, el profesor brasileño Ernani Maria Fiori escribió que “el método de Paulo Freire es, fundamentalmente, un método de cultura popular; da conciencia y politiza. No absorbe lo político en lo pedagógico ni enemista la educación con la política. Las distingue sí, pero en la unidad del mismo movimiento en que el hombre se historiza y busca reencontrarse, eso es, busca ser libre”. Las últimas palabras que escribe Freire en este emblemático libro son, como todo buen revolucionario, de mucha esperanza: “Si nada queda de estas páginas, esperamos que por lo menos algo permanezca: nuestra confianza en el pueblo. Nuestra fe en los hombres y en la creación de un mundo en el que sea menos difícil amar”.
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