Cuando se publicaron los Cuentos completos de Fogwill (2009), Elvio Gandolfo escribió en el prólogo que estábamos ante el “autor de seis o siete de los mejores cuentos de la literatura argentina”. Y, ya desde la primera línea, daba cuenta de una operación brutal que el propio Fogwill había hecho sobre sus relatos. “En este volumen figuran casi todos los cuentos de Fogwill. Quedaron afuera los que él considera descartables”.
La importancia de ese libro, por lo tanto, no sólo estaba dada por la reunión de la obra cuentística de Fogwill (1941-2010), sino también por aquello que el propio autor definía como toda su obra cuentística. Allí estaban “Japonés”, “La larga risa de todos estos años”, “Cantos de marineros en las pampas”, “Los pasajeros del tren de la noche”; estaban también los tres cuentos de Pájaros de la cabeza (1985): “El arte de la novela”, “Help a él” y “Camino, campo, lo que sucede, gente”, y cuatro de los seis de Mis muertos punk (1980): faltaban “Testimonios” y “Méritos”, que cuenta un sueño de la madre de Borges.
El rescate de estos dos cuentos “perdidos” es una de las grandes satisfacciones que los lectores podemos darnos con la reciente publicación de las ediciones facsimilares de Mis muertos punk y Pájaros de la cabeza (Alfaguara). Estas ediciones tienen un aura, un cierto componente que no llega a ser nostálgico —no es un sentimiento que pueda decirse fácilmente con Fogwill— pero que recupera el ambiente en el que él comenzaba a convertirse en escritor. Incluso, un ejercicio muy interesante es ver las pocas -muy pocas- correcciones que le hizo a los cuentos originales en las versiones que llegaron al volumen prologado por Gandolfo.
El que había aprendido a perder, especialmente cuando gana
Las nuevas portadas conforman un díptico y estuvieron a cargo de Max Rompo, el diseñador que, entre otras cosas, hizo las tapas de clásicos para Penguin, como el Martín Fierro y El juguete rabioso, y el logo de la librería Céspedes. Son de una áspera belleza cargada de símbolos. Entre las letras dibujadas con trazos rectos como líneas de cocaína, aparecen en un desorden controlado: cigarrillos, pastillas, chicles, la garra de un pájaro, un encendedor, una lapicera y la infaltable chapita de una gaseosa.
La historia es muy conocida: Fogwill había ganado un concurso literario organizado por Coca-Cola, pero se rehusó a firmar el contrato para publicar el libro y terminó sacando Mis muertos punk con su editorial, Tierra Baldía. Él mismo transcribía parte del diálogo que había mantenido con uno de los jurados(*): “¿Vos pensabas que habiendo escrito un libro como el mío yo firmaría un contrato como el tuyo?”.
Mis muertos punk tiene varios de esos seis o siete cuentos a los que hacía mención Gandolfo: “La chica de tul de la mesa de enfrente”, “Memoria de paso”, “Muchacha punk”. Fogwill era un escritor tremendamente moderno —y, muy a su pesar, tremendamente realista— que, espoleado por sus trabajos en Sociología y Publicidad, estaba siempre a la vanguardia. ¿Quién hablaría de los punks —y más aún: de los muertos punk— en 1980? Tal vez el único otro haya sido Juan Carlos Kreimer. Kreimer desde la música; Fogwill desde lo vital que era para él la literatura.
“En diciembre hice el amor con una muchacha punk. Decir que ‘hice el amor’ es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que ‘hicimos’ ella y yo, no eran el amor y ni siquiera —me atrevo a asegurarlo— eran un amor: eran eso y sólo eso eran”. Así comienza el relato que en los Cuentos completos está por el medio y en Mis muertos punk cierra el libro. (¿Habrá en el orden una cifra, una clave de lectura?)
El de “Muchacha punk” es un Fogwill en estado puro: uno que habla de sexo y de relaciones, de poder, de viajes y dinero, pero, especialmente, uno que carga de incertidumbre cada palabra. Con la búsqueda obsesiva de la precisión, paradójicamente, las marea, las disloca. Las dota de sentido para que lo pierdan definitivamente. Como dice César Aira en el texto que abre Pájaros de la cabeza: Fogwill “emerge con elegancia de sus frases para rogar que lo malentendamos y que confiemos en sus palabras cuando exigen que desconfiemos de sus palabras”.
Borges va a la guerra
En 2010, cuando la Argentina festejaba el Bicentenario, el Centro Cultural Haroldo Conti montó la muestra “200 años 200 libros” y, entre el Facundo y El Aleph, entre El limonero real y La invención de Morel, aparecía incuestionable y altivo un ejemplar de Los Pichiciegos. Era de la primera edición, la de De la Flor, que decía “pichy-cyegos” y tenía una portada que simulaba la etiqueta del licor que tomaban los soldados en Malvinas.
La guerra nunca lo abandonó del todo a Fogwill. Volvió a ella varias veces después de “Los pichi”. Tal vez porque, como escribió en el cuento “El arte de la novela”, la guerra es una experiencia contemporánea inevitable para cualquier escritor. “Siempre había pensado que intercalar los efectos de una guerra convencional en un relato convencional era una posibilidad ajena a cualquier pequeño escritor argentino, y sin embargo allí estaba la guerra, intercalada, tan respetuosa del realismo como cualquiera de las guerras que se leen en las novelas extranjeras de la década del cuarenta”.
Pensar a la literatura como un campo de batalla le da a la trillada frase de Clausewitz, “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, un tercer término. El de Fogwill, dice Silvia Schwarzböck en el prefacio de Estados Alterados —un nuevo libro que acaba de salir por Blatt & Ríos y recoge un texto inédito que Fogwill escribió para la revista El porteño—, es “aún en sus sutilezas, un pensamiento enfierrado, enfierrado hasta en el uso de las comas (un uso tan violento, tan moderno, tan siglo XX, como el de los puntos suspensivos y los signos de admiración en Celine)”.
Pájaros de la cabeza tiene a “Help a él” como mascarón de proa. El cuento es lo suficientemente extenso como para haber sido publicado en forma independiente —así salió en España por Impedimenta—. Fogwill lo escribió para un concurso en el que Borges estaba como jurado; dicen que Jorge Panesi y Josefina Delgado se lo leían a Borges evitando las frases explícitas, lo que hizo que Borges se maravillase por la forma en que Fogwill dominaba la elipsis.
“Help a él”, por supuesto, es anagrama de “El Aleph” —al igual que la protagonista, Vera Ortiz Beti, es anagrama de Beatriz Viterbo—. Pero “Help a él” es mucho más que la reescritura de aquel cuento de Borges, atravesado por la ópera “Tristán e Isolda”. Es un cuento intenso, vibrante, espectacular, lleno de amor, agobiante, tristísimo: genial. Si Fogwill tuviera que ser recordador por un solo cuento, debería ser este.
“Help a él” es un evidente homenaje a Borges con las armas de Borges —quien, es claro, lo tomó con humor porque terminó premiándolo—, pero, a la vez, es una denuncia hacia los verdaderos vencedores de la posdictadura. A los poderosos que nunca dejaron de serlo. Si la acción de “El arte de la novela” sucede durante un fin de semana en medio del conflicto, donde la gente está más preocupada por ir al casino de Mar del Plata que por pensar en la guerra, en “Help a él”, la familia Ortiz —apellido patricio con el que se enmascara a los Bioy, pero da cuenta de toda una clase social— hace negociados y se vuelve aún más rica con la especulación financiera y la miseria de los demás. Otra vez Schwarzböck: “Lo que Fogwill ostenta saber de la dictadura (por haber trabajado, en aquellos años, para el poder económico, no para el poder político) —y lo ostenta, por igual, en 1984, en 1990, o en 2000— es la índole (económica) de su victoria”.
Derecho de autor
Gandolfo decía que, como cuentista, Fogwill merecía compartir espacio con Borges, con Arlt, con Roberto Fontanarrosa. “Dos mil dólares cobró Gandolfo por ese prólogo”, decía Fogwill cada vez que alguien le mencionaba esa frase. Y dejaba que brotara su risa de Guasón.
(*) En una primera versión de esta nota, se señalaba por error que Luis Chitarroni había sido jurado del Premio Coca Cola
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