Era plena pandemia y Leila Guerriero trabajaba en una nota sobre el cementerio argentino en Malvinas para el diario español El País. Había recabado mucho material durante los dos años que estuvo metida en el tema, investigando, entrevistando, con lo cual hizo lo que suele hacer: guardarse una versión más larga de la que finalmente salió publicada en 2020. “A veces me pasa con temas que siento que tienen una entidad mayor”. Un día, conversando con Silvia Sesé, editora de Anagrama, se lo comentó como al pasar. “¿Y no será eso como para un pequeño libro para la colección Cuadernos?”, le consultó la editora. “Me resultó súper interesante la posibilidad de darle a esta historia un recorrido de libro. Esa colección es bastante particular, una propuesta muy inteligente: no todos los temas dan para esta extensión”, cuenta la periodista, escritora y referente de la crónica latinoamericana, al otro lado del teléfono. Hay algo en la cadencia de su voz que está en perfecta sintonía con su prosa. “La otra guerra nació como nota, no como libro. A veces pienso que esas cosas, sobre todo con estos temas tan enormes, le quitan una solemnidad que a mí me sirve a la hora de escribir”, agrega. El libro, tapa roja, 98 páginas, formato de bolsillo, acaba de ser editado.
Cuando Geoffrey Cardozo llegó a las Islas Malvinas tenía 32 años y la guerra había terminado. El ejército inglés lo había enviado para ayudar a su tropa en la posguerra y al recorrer el territorio se encontró con los cadáveres argentinos esparcidos en el campo de batalla. Informó la situación a sus superiores y estos le mandaron una nota al gobierno argentino. Era noviembre de 1982 y todavía estábamos en dictadura. La respuesta fue ambigua: por un lado el gobierno autorizaba a que los ingleses enterraran los restos, pero por otro lado se arrogaba el derecho de decidir cuándo los traerían al continente. Desde entonces comenzó a latir un conflicto geopolítico —la estela de la Guerra de Malvinas— que incluso hoy no se ha resuelto: esos cadáveres enterrados son la única presencia argentina en las islas. Cardozo recibió la orden de hacer un cementerio y se convirtió en un funebrero: recogió cadáveres, exhumó cuerpos sepultados, buscó documentos entre uniformes e identificó a 230 caídos. Quedaron 22 sin que se pudiera descifrar su identidad. Eligió una parte del istmo de Darwin y construyó el cementerio. Le envió un informe a sus superiores y estos, a su vez, lo remitieron al gobierno argentino. Pero el gobierno argentino nunca informó a las familias.
En el año 2008 el excombatiente Julio Aro llegó a Londres para dar una conferencia sobre estrés postraumático. El intérprete asignado era Geoffrey Cardozo, el funebrero. Fue desconcierto lo primero que sintió el coronel británico, luego furia. Ese mismo año Aro había ido al cementerio por primera vez y no había encontrado los nombres de los compañeros que él mismo había enterrado durante la guerra. Esa misma noche, tal vez la siguiente, fueron a un bar y el coronel británico le explicó cómo habían sido las cosas. Luego le dio el informe y le dijo: “Sabrás qué hacer con él”.
Cuando Aro llegó a la Argentina, lo primero que hizo fue pedir que se lo tradujeran: ahí empieza la historia. Se contacta con la periodista Gabriela Cociffi, que había seguido el conflicto de Malvinas de cerca, y empiezan a visitar a los familiares de los caídos. Recorren el país, la mayoría vivía en la pobreza. Como el Estado, que hasta entonces había omitido todo y seguía sin involucrarse, optaron por una jugada delirante: un mail a Roger Waters, ex Pink Floyd, que estaba en Argentina. Desconocían que su padre había muerto en la Segunda Guerra Mundial y que no sabía dónde estaba su cuerpo. “Tengo un reunión con tu presidenta. Decime qué necesitás que le pida”, fue la respuesta.
Leila Guerriero reconstruye esta historia pero la amplía, abre ventanas, patea puertas, diseña un artefacto literario y periodístico lleno de ambivalencias reflejando, no sólo el horror de la guerra, las ausencias irreparables, el dolor de la pérdida, los destinos inciertos, también las contradicciones de la estela que dejó la Guerra de Malvinas.
“Me interesaba no levantar el dedo y juzgar. Aunque si ves el armado del libro no hay una bajada de línea pero está más o menos clara cuál podría ser mi postura al respecto”, dice. Cuando todo se pone sobre la mesa, las aguas se dividen. De un lado, hay un sector de los familiares que aseguran que todo es un plan para traer los cuerpos al continente, terminar con la presencia argentina en las islas y dejárselas con moño a Inglaterra. Interviene el Equipo Argentino de Antropología Forense pero muchos los señalan como un engranaje más de la conspiración. El terreno de lo simbólico se vuelve disputa, hay pro militares que se niegan a equiparar a los caídos con los desaparecidos mientras otros subrayan que entre los muertos en Malvinas también hay represores y torturadores. El nudo es el malentendido, y La otra guerra toma al lector de la mano para llevarlo de paseo por los recovecos de esta confusión.
“Está ahí la intención de manipular sabiendo que ese malentendido iba a producirse —explica— y sacando provecho, no económico, sino ideológico, de ciertas personas que influían en el resto, cargando las tintas con algún folclore remanido, como el hecho de que no hay que dejar que los identifiquen porque si los sacan de las tumbas los van a querer traer al continente, etcétera, etcétera. El Equipo Argentino de Antropología Forense tuvo que explicarle a todos los familiares la enorme diferencia que había entre identificar el cuerpo y traerlo al continente. No tenía nada que ver una cosa con la otra y casi todos los familiares lo asociaban de inmediato. Fue un malentendido que rodó solo, como las fake news. Les costaba muchísimo explicarles que la exhumación se hace pero el cuerpo volvía a su tumba. Y también lo cuidadoso que hubo que ser con la explicación del hecho de que tenían que dejar la puerta abierta a que los familiares que quisieran traer los restos pudieran declarar que querían hacerlo aunque no hubiera específicamente ningún plan concreto diagramado para esto. Mover restos humanos de un lugar a otro -y encima con dos países que están conflicto- ni te cuento lo complicado que puede ser en términos económicos, logísticos”.
“Me consta que hay familiares que querrían traer los restos de su caído y no hay desde el aparato del Estado ningún movimiento en ese sentido, porque sigue siendo una papa caliente el tema, porque sigue habiendo familiares que se oponen a traerlos. No hay un lugar sencillo para ejecutar este libre albedrío“, agrega. Mientras tanto, el territorio de lo simbólico se ensanchaba cada vez más: “Lo que me contaba Mercedes Salado Puerto, del Equipo Argentino de Antropología Forense, es cuánto costó encontrar la palabra indicada para mencionar a esos cuerpos. ¿Muertos? No. ¿Héroes? No, porque no son todos héroes, también hay torturadores y represores. ¿Asesinados? No, porque un soldado no es un asesinado. ¿Víctimas? No. Fue todo un trabajo de orfebrería que los antropólogos del Equipo Argentino de Antropología Forense tienen tan laburado, saben antes que nadie todos los problemas que podés tener al usar la palabra equivocada para hablar con los familiares; bueno, no en vano es el único equipo del mundo que se relaciona directamente con los familiares de los cuerpos que ellos intentan identificar. Tienen un conocimiento de cómo puede impactar todo ese campo semántico en la gente que es impresionante. Fue un trabajo artesanal, realmente”.
—Ese malentendido dividió y aun divide a las familias. Hiciste muchas entrevistas, narrás los distintos puntos de vista, y lo hacés sin bajar línea. ¿Cómo trabajaste esa posición en el texto para mostrar todo el panorama?
—A pesar de que mucha gente puso palos en la rueda para que no se lograra la identificación, algo que a muchos familiares les hubiera resultado muy reparador poder ir a rezar adelante de la cruz correcta, pese a eso y por más que haya habido manipulación o una conveniencia o un egoísmo o lo que fuere, a mí nunca se me pierde de vista que a esa persona le aniquilaron un hermano, un hijo en una guerra. Más allá de lo que se pueda pensar de esa guerra, es un muerto, y además es un muerto que no tiene cuerpo, lo cual es un horror a la hora de hacer el duelo, un fantasma instalado allí y es muy difícil lidiar con eso. No es que yo en este libro apliqué algo diferente a lo que hice en otro libro. Hable con un escritor, con un artista plástico, con un poeta, con un cineasta, con una señora que asesinó al marido en defensa propia o porque le dio un ataque te ira, yo trato de no juzgar al escuchar. Trato de entender, por supuesto que sin justificar, los motivos del otro para defender lo que defiende y para haber actuado como actuó. Pero, de todas maneras, en los actos de las personas se trasluce o se pone en evidencia mi manera de mostrar esa trama compleja, esas cosas contradictorias de cómo puede ser víctima de algo y a la vez estar defendiendo una postura que por ahí no tiene nada que ver con el resto de las víctimas, que tiene que ver con una convicción ideológica particular que se pone en un lugar más egoísta, etcétera. Para todo eso lo que yo hago es dejar en evidencia el discurso y los actos, y disponer el texto armando un puzzle para que eso diga lo que sería burdo decir en una sola frase. Por ejemplo, las entrevistas de Delmira Cao, la de César Trejo y la del soldado por el cual ella se entera por la televisión que sí hay restos de su hijo están dispuestas de determinada manera para que se comprendan primero los motivos de Edelmira, para que se la vea a ella como una víctima, como la mamá de un muchacho maestro que se murió, que fue allá por unos ideales x, y después se devela lo que se devela: que ella quizás siempre supo y que quizás no fue la develación por la tele lo que le abrió los ojos.
—La entrevista a César Trejo, excombatiente y figura muy influyente en la Comisión de Familiares de Caídos en Malvinas, uno de los promotores de la idea conspirativa, es parte fundamental del libro. Leído como una novela, ese podría ser el clímax, ¿no?
—Es una parte revulsiva. Es, además, la única parte del libro en que decidí dejar una entrevista. Es pregunta y respuesta, pregunta y respuesta, y hay una confrontación clara. Eso, sin el dedito levantado, sin indignación, pero está un poco claro tanto desde la personalidad de Trejo, que hace todo este discurso armado en torno al campo semántico, montando una granada de dispersión, como una cortina de humo de discurso monolítico muy aluvional, muy poco pasible de ser interrumpido. ¿Viste esa gente que habla y habla y permite poco? Y a su vez las cosas que dice y cómo estas personalidades se van enervando cuando ven que tienen enfrente a alguien que tiene información y que no se va a conformar con una respuesta cualquiera. Todo eso está en la entrevista. Es un momento de alta tensión. Además, todo lo que dice lo pone a él en evidencia, sin exagerar y sin mover las cuerdas de la indignación, que es esa cosa de levantar el dedo y qué se yo. No es que me gusta, es que prefiero trabajar con lo no dicho, con la realidad hablando sola, pero para que eso suceda tenés que disponer los materiales de determinada manera, porque si los desperdigás de cualquier forma eso no queda tan evidente.
Víctor Rodríguez estaba de novio con Mabel Godoy cuando le tocó ir a la guerra. Su hermana, Nora, tenía apenas cuatro años cuando murió. Luego de veinte años sin verse, Mabel y Nora se encontraron en una juguetería y crearon un vínculo. Accedieron juntas a la entrevista con la escritora. Ahí Mabel cuenta que un día citan a Benigna, su suegra, en el Ministerio de Defensa y ella le pide que la acompañe; tenía 16 años. Cuando Benigna sale de la oficina está radiante, contenta; le habían dicho que su hijo podía estar vivo, podía ser prisionero de guerra en Inglaterra. Luego llaman a Mabel. Le confirman que está muerto, le dan fecha y lugar. “A tu suegra le dije que había prisioneros, porque viste cómo son las madres. Si vos querés, contáselo”, le dijo el funcionario. Y al salir no lo pudo hacer, no le pudo decir la verdad. “Todas las entrevistas que hice in situ con los familiares me resultaron de un grado de intensidad muy fuerte. La gente lloraba como si el caído hubiera muerto hace un año. Esa muchacha, que no había conocido al hermano porque era muy chica, se enteró de toda esa situación terrible, toda esa monstruosidad, porque yo estaba ahí preguntando. Yo pensaba en la cantidad de cosas no dichas que hay en torno a eso. No sólo el silencio de la ausencia total por parte del Estado sino cómo esa muerte silenciosa no habilita la conversación en las vías cotidianas. Cómo todo sigue siendo oculto y de alguna forma todavía sigue sucediendo”.
Los casos se unen como en un espiral. “Adriana, la última mujer con la que hablé, me dijo: ‘no quiero hablar ya con nadie más, no voy a hablar más que con vos, no voy a recibir a ningún periodista’. Y los hijos estaban ahí presentes en la entrevista, y hacían como que estaban mirando la televisión o mirando el teléfono, y yo me daba cuenta de que estaban escuchando a su madre hablar porque nunca hablaba del tema. O sea, estaban tratando de absorber todo lo que su mamá decía acerca del tío muerto porque no había otra instancia de conversación en esa familia”, cuenta Guerriero. En el libro hay una frase que resume todo esto. Es la sobrina de un caído, y se refiere a Elda, su abuela, es decir, la madre del muchacho asesinado en combate: “Un día empezó a llamar a la policía diciendo que estaban los ingleses arriba del techo y que venían a buscar a los hijos que le quedaban”. Ahora, del otro lado del teléfono, la escritora reflexiona: “Cómo una mujer, con mucho deterioro cognitivo, incluso en su delirio y a tantos años de que hubieran matado a su hijo, lo que deliraba era una situación sobre la guerra y su hijo: eso es muy revelador. Cuando sos periodista y estás atento a esas cosas te das cuenta de que ese puede ser un detalle sumamente significativo. En su estado de deterioro, aún así, no ve langostas arriba de la casa, ve a los ingleses; algo ha quedado encapsulado y ha viajado con ella como un veneno a través de todos estos años”.
—¿Cómo fue trabajar en el borde del golpe bajo, narrar dolores sin caer el regodeo de la emoción?
—Sí, sobre cómo retener la cursilería, la romantización y el tratamiento de las víctimas como si fueran sujetos angelicales, yo pienso desde hace muchos años en la forma en la que uno debe contar a las víctimas. Y creo que siempre que traté temas muy fuertes, como el primer libro, la historia de doce suicidios que se produjeron en la Patagonia, personas muy jóvenes, o cuando hice una nota sobre el caso de Claudia Poblete, una nieta recuperada, que era la hija de un desaparecido, militante peronista que estaba amputado de las dos piernas , o cuando hice una crónica sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense, siempre tengo claro que esas realidades son tan tremebundas que no hace falta que vos les sumes un relato sangrante, sacrificial. Y en el relato de la víctima lo que siento que muchas veces se hace es aumentar la victimización; siento como que es víctima en la vida real y diez veces en las crónicas, como que se trata de amplificar la dimensión sacrificial. Es como condenarlo a vivir toda la vida en este rol de víctima. ‘Hola, ¿qué tal? Soy víctima’. Me parece odiosa esa manera. Pero, por otra parte, evitar la cursilería, que no sé si me sale siempre bien, es algo que sí tengo presente y que me parece que intento evitarlo con un estilo que es bastante escueto. Hay maneras, hay técnicas. En Los suicidas del fin del mundo, el libro que te mencionaba, yo tomé una decisión muy concreta acerca del uso de dos palabras: suicidio y sangre. Yo me dije: no voy a poner esas dos palabras en este libro salvo que sea totalmente necesario, y creo que esas palabras aparecen tres veces a lo largo de un libro de 250 páginas, con lo cual hay un evitamiento concreto. Tiene que ver también con el trabajo con las palabras, con evitar una adjetivación de determinada clase, con tener un poco de sentido común y lo que podría ser para mí el buen gusto narrativo. Y, sobre todo eso, no idealizar la situación.
Lo primero que pensó Adriana Rodríguez Guerrero cuando pisó por primera vez las islas fue: “¿Por esta mierda Gustavo se murió?” Ella y su hermano nacieron en San Juan, en el campo, pero a los cuatro años sus abuelos se los llevaron a Buenos Aires. Se criaron entre parientes y a los catorce empezaron a trabajar. La pobreza fue una constante a lo largo de sus vidas. A Gustavo le tocó hacer el servicio militar y cuando se declaró la guerra le tocó cruzar el mar para meterse en el combate. Hay un detalle que cuentan varios familiares que volvieron a las islas: todos intentaron llevarse piedras como un recuerdo, como un souvenir; a la mayoría se las sacaban en el aeropuerto, algunos las pasaban escondidas en las medias. En La otra guerra el paisaje, el escenario, aquella dolorosa porción de tierra sobre el mar argentino, es también un personaje. “Traté de no hacer un libro en el que yo quisiera decir o no decir ‘las Malvinas son argentinas’ y hacer obviamente la reivindicación de un reclamo que además considero justo. Trabajé mucho con la mirada de los familiares, no hay una mirada mía sobre el territorio. Creo que lo que más intenté marcar de las islas en sí como personaje es la lejanía: esa cosa distante de territorio desconocido, del cual como mucho podés traerte una piedras”, cuenta Guerriero.
“Lo que dice ella, la hermana del caído, lo puede decir y tiene toda la autoridad del mundo para decir lo que piensa de eso, porque lo sintió. No se fue a comprar ese sentimiento a un Starbucks. Llegó ahí y dijo: ‘¿mi hermano se murió por esto?’ Dolor sobre dolor sobre dolor. Trabajé mucho con esa idea de extrañamiento, de distancia, porque es un territorio hostil, no sólo el clima, sino también lo que tienen que pasar: juntarse en un hotel en determinado momento, hacer el viaje, ir allá, ser llevados por las combis militares hasta el lugar. Los atienden bárbaro, pero no dejan de ser unas islas que están bajo dominio de un país extranjero en conflicto, ahora no bélico, pero conflicto al fin. Entonces, muchos de ellos siente esta hostilidad. Nadie me dijo: ‘Ay, nos trataron de lo mejor’, a pesar de que está el reconocimiento de que tienen comida, tienen el té y los llevan y los traen y qué se yo. La isla aparece como un territorio extraño, lejano, inabarcable, inabordable, negado”, dice Leila Guerriero, y concluye esta conversación con Infobae Cultura así: “Me interesa mucho que el lector se cuestione y se sienta incómodo ante determinadas realidades. No es una realidad cómoda la de Malvinas, eso creo que más o menos lo sabemos todos”.
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