Georgia O’Keeffe, una flor en el desierto

Pionera de la pintura abstracta y famosa por sus variaciones florales, la artista estadounidense es una de las protagonistas del calendario europeo de este año con una retrospectiva que recorre el continente

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Georgia O'Keeffe ajusta uno de
Georgia O'Keeffe ajusta uno de sus lienzos sobre el caballete, en Albuquerque, Nuevo México, 1960. (Tony Vaccaro/Getty Images)

La artista estadounidense Georgia O’Keeffe (1887-1986) es una de las figuras destacadas dentro del calendario de exposiciones de este año en el continente europeo, luego de un 2020 que afectó la circulación de obras y las visitas a los museos por la emergencia sanitaria global. Alrededor de 100 cuadros que abarcan su larga trayectoria, desde las primeras acuarelas y carbonillas abstractas hasta la depuración minimalista de sus últimos trabajos, estuvieron hasta el mes pasado en el Museo Thyssen de Madrid, la pinacoteca con la colección más amplia de O’Keeffe fuera de los Estados Unidos, y la segunda semana de septiembre llegaron a París, donde se exhibirán hasta diciembre en el Centro Pompidou, antes de continuar su recorrido en la Fundación Beyeler de Basilea.

No es una casualidad que O’Keeffe, uno de los máximos exponentes del modernismo norteamericano, reciba en estos momentos semejante grado de atención. Pese a la popularidad de la que gozó en su país a lo largo de su vida, su obra fue opacada muchas veces por la leyenda de la mujer fuerte e independiente que esquivó las convenciones sociales y pictóricas de su época, cuando no encasillada en sus trabajos más vistosos, las célebres flores radiantes que desde un comienzo fueron asociadas con los genitales femeninos e interpretadas con postulaciones freudianas, algo que fastidiaba mucho a la artista.

Una de esas composiciones, la Jimson Weed / White Flower No.1, se convirtió en 2014 en el cuadro más caro pintado por una mujer hasta la fecha, cuando se vendió por USD 44,4 millones en una subasta de Sotheby’s. La pieza, que durante un tiempo decoró el comedor privado de George W. Bush en la Casa Blanca, fue comprada por el Crystal Bridges Museum of American Art, de Arkansas.

Entre 1918 y 1932 Georgia
Entre 1918 y 1932 Georgia O'Keeffe pintó más de 200 piezas con una múltiple variedad de flores

La exhibición que recorre Europa actualmente pretende hacerle justicia a la artista, quien quería que se la valorara más allá del género: “A los hombres les gusta etiquetarme como la mejor pintora. Yo creo que soy una de los mejores pintores”, solía decir. Por esa misma razón se negó a participar a mediados de los 70 de una gran muestra internacional dedicada a artistas plásticas y apenas se inmutó cuando por esos años fue rescatada por la nueva ola feminista. Con la determinación de poner el foco en las distintas facetas de su obra y en su proceso creativo, el Museo Thyssen eligió no contextualizarla en serie con los trabajos fotográficos de Alfred Stieglitz, su mentor, amante y luego esposo, a diferencia de la retrospectiva que tuvo lugar en la Tate Gallery en 2016, la primera en cruzar el Atlántico.

Junto a Stieglitz formaron una de las parejas de artistas más singulares del siglo XX, una unión que les dio sus frutos tanto a uno como a otro, aunque también sería agobiante para la pintora. El padre de la foto secesión, un movimiento que elevó a la fotografía a la categoría de arte, fue además uno de los principales promotores de las expresiones más vanguardistas provenientes de Europa en una Nueva York que a principios del siglo pasado todavía no era la capital artística que es hoy. En 1916, sin pedirle permiso, Stieglitz sacó a O’Keeffe de su anonimato al exponer en su galería 219 una serie de dibujos de la artista, quien por entonces era una profesora de arte en parajes remotos de Texas. La pintora le había enviado por carta esas primeras pruebas de abstracción a su amiga Anita Pollitzer, una de las impulsoras del voto femenino y la responsable de hacerle llegar los dibujos a Stieglitz, quien al mirarlos dijo que era lo más puro, fino y sincero que había visto en mucho tiempo.

A la izquierda, una de
A la izquierda, una de las carbonillas semiabstractas de O'Keeffe; a la derecha, un retrato que le tomó Alfred Stieglitz a la artista

Georgia O’Keeffe, que fue criada bajo los grandes cielos de las praderas de Wisconsin, estudió arte en Chicago y en Nueva York, pero no se encontró a gusto aprendiendo las hábiles imitaciones de los estilos europeos que enseñaban en la academia eminencias como William Merritt Chase. Creía que ese tipo de pintura ya se había hecho y que no podría hacerlo mejor, así que abandonó su práctica por un tiempo y se dedicó a ilustrar encajes y bordados para anuncios de revistas, hasta que unos años después tomó un curso de verano en la Universidad de Virginia con Alon Bement, discípulo del influyente Arthur Wesley Dow. Tanto Bement como Dow, que había trabajado con Gauguin en Francia y a través de su amistad con el orientalista Ernest Fenollosa había incorporado los principios de la pintura china y japonesa, la ayudaron a encontrar su camino más allá del realismo académico poniendo el eje en el diseño de los espacios y la ordenación de contrastes: el color y la forma, lo oscuro y lo claro, lo liso y lo rugoso. Al igual que Kandinsky, enseñaban que el arte no debe copiar la naturaleza sino tomarla como fuente para expresar ideas y emociones.

Su encuentro con Stieglitz, a quien le había exigido que descolgara sus dibujos, dio paso a una relación intensa que la llevó otra vez a Nueva York, donde se convertiría en su modelo fetiche. Los más de 300 retratos que le hizo el fotógrafo, en muchos casos desnudos o detalles del cuerpo casi pornográficos, le dieron fama de mujer rebelde dentro de la sociedad neoyorquina y terminarían perjudicando a la postre la valoración de sus cuadros. Pero O’Keeffe supo aprovechar esas composiciones y en especial la técnica fotográfica que manejaba Paul Strand, amigo de Stieglitz, quien a través de sus encuadres borraba las referencias de sus objetos y convertía la imagen en abstracción pura. Fue por entonces que comenzó a pintar sus famosas flores siguiendo los mismos principios de composición y abandona además las pinceladas sueltas para marcar las formas del cuadro.

Sus escenas neoyorquinas se pudieron
Sus escenas neoyorquinas se pudieron apreciar durante la primera mitad del año en el Museo Thyssen de Madrid

“La mayoría de la gente en la ciudad corre de un lado a otro, y no tiene tiempo para mirar una flor”, decía cuando le preguntaban por qué pintaba amapolas, girasoles, orquídeas o estramonios. Su contacto estrecho con la naturaleza está presente a lo largo de toda su obra, incluso en la serie exultante de rascacielos neoyorquinos, donde las siluetas de los edificios siempre se recortan sobre el cielo con luna o sol, como si fueran desfiladeros urbanos en los que asoma lo natural. “No se puede pintar Nueva York tal como es, sino tal como uno lo siente”, expresó alguna vez, aunque lo mismo hacía con sus paisajes. Cada vez que podía escapaba de la ciudad, que miraba desde lo alto del piso 30 del Hotel Shelton, donde vivía con Stieglitz.

En 1929, desgastada su relación, emprendió un viaje a Nuevo México con Rebecca Strand, que era su amante, y se instalaron en la colonia artística de Mabel Lohan, una mecenas que frecuentó en París a Gertrude Stein y Picasso, por donde alguna vez pasaron Carl Gustav Jung, Tennessee Williams y DH Lawrence. Sin embargo, O’Keeffe rápidamente buscaba apartarse para explorar el terreno y pintar. En ese duro paisaje se sintió muy cerca de algo que había tratado de alcanzar en la pintura y volvería sola a la región todos los veranos hasta asentarse definitivamente tras la muerte de su esposo. “Lo que me fascinaba eran las formas de las colinas. Las colinas de arena rojiza con las mesetas oscuras detrás de ellas. Parecía que, por mucho que caminaras, nunca podías adentrarte en esas colinas oscuras, aunque yo caminaba grandes distancias”, dijo en una de las raras ocasiones en que concedió una entrevista a la revista New Yorker.

"Paisaje de Mesa de las
"Paisaje de Mesa de las Vacas" (1930). "Lo que me fascinaba eran las formas de las colinas. (...) Parecía que, por mucho que caminaras, nunca podías adentrarte en esas colinas oscuras, aunque yo caminaba grandes distancias”, dijo O'Keeffe.

Acostumbrada de joven a recoger los objetos que encontraba en sus caminatas, flores, conchas, piedras o trozos de madera que después llevaba al taller para pintarlos, comienza a introducir otros elementos nuevos que le brinda el desierto. Como no había muchas flores para levantar del suelo, osamentas y calaveras pasaron a ser las protagonistas en la tela, con una técnica similar y la misma facilidad para ser sobreinterpretadas por los críticos. Acaso O’Keeffe haya jugado con eso al abstraerlas sobre el paisaje, pero fundamentalmente fueron motivos que le permitieron asimilar la cultura nativa y dar cuenta de lo más profundo de su país. En el catálogo de una de sus exposiciones explicó que “los huesos parecen cortar bruscamente el centro de algo que está vivísimo en el desierto, aunque sea vasto y vacío e intocable, y no conozca la bondad con toda su belleza”.

En los parajes agrestes de Nuevo México, con su aire seco que resalta el azul del cielo y da más nitidez a las luces y sombras, con sus distancias vastas que depuran las formas, sentía que ya tenía la mitad del trabajo hecho. Era un lugar que encajaba exactamente con ella, al punto que le bastaba con pintar lo que tenía delante de sus ojos. Fue adaptando los formatos de sus lienzos a las grandes escalas del desierto, pero los cerros conservaron en sus ondulaciones la sensualidad de las flores y la configuración plana del color.

"Cráneo de vaca: rojo, blanco
"Cráneo de vaca: rojo, blanco y azul" (1931)

A bordo de su Ford A, en la que montó un taller ambulante, salía a la ruta en busca de los distintos rincones donde parar a pintar. O’Keeffe alternaba su itinerario entre las dos casas de adobe que compró en Ghost Ranch y Abiquiú, al norte de Santa Fe, a las que decoró con las rocas y los cráneos de animales que hallaba en sus paseos. Alguna vez la visitaron Allen Ginsberg y Joni Mitchell, pero sus interlocutores cotidianos eran los pocos habitantes de la zona, que seguramente podían reconocerla desde lejos por sus vestidos negros y blancos inmaculados con los que la retrató en todo su aspecto grave Ansel Adams.

Por los años 50 comenzó a viajar más allá de los Estados Unidos y las horas de vuelo inspiraron una serie de vistas desde la ventana del avión. Esos trabajos, donde la altura dejaba atrás lo anecdótico del paisaje y toda huella de presencia humana, anunciaban un regreso a las formas más abstractas a medida que la artista comenzó a perder su visión central. En sus últimos años de vida, cuando ya no podía pintar sola, halló la compañía de Juan Hamilton, un ceramista mucho más joven que se convirtió en su asistente y confidente y heredó su fortuna. Por poco no llegó a los 100 años que dijo que alcanzaría, sus cenizas se esparcieron al viento en la cima del cerro Pedernal, que lo pintó tantas veces desde su estudio en Ghost Ranch que tal vez Dios le cumplió su promesa y se lo regaló.

"En el patio n° 4"
"En el patio n° 4" (1948)

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