Mi abuela tiene el pelo lacio y corto, un carré a la moda de la época y unos anteojos redondos de carey que la ayudan a mirar lo que no puede ver desde chiquita por la miopía fenomenal que afecta sus hermosos ojos grises. La foto es sepia, el tamaño carnet permite adivinar solo la parte superior de su vestuario. Una camisa con botones mínimos de nácar y un saco amplio por encima de esa camisa, eso se ve en la foto de la cédula de identidad que expidió la Policía en marzo de 1928, cuando ella tenía 16 años, un documento pequeño de cuero, con letras doradas y, adentro, la foto de mi abuela con su mirada tristísima y una hoja plegada en cuatro en la que figuran sus datos. Ana Wilion. Nacida en Capital Federal el 14 de noviembre de 1911. Soltera. Que sí lee y escribe. Cutis blanco. Cabello castaño claro. Nariz dorso recto. Boca mediana. Orejas medianas. Dice algo más, que yo sé que es mentira. Dice: estudiante.
Mi abuela, por entonces, ya no estudiaba. Su padre había muerto unos años antes, cuando ella estaba terminando la escuela primaria y, de los tres hermanos, desafortunadamente resultó la “elegida” para asistir a su madre viuda. Su hermana mayor ya estaba en la escuela secundaria cuando se desarrolló la enfermedad y posterior muerte del padre y el varón, más joven, era varón, es decir, iba a seguir estudiando porque a nadie se le ocurría poner en duda que los varones tenían que ir a más. La decisión fue entonces que quien iba a quedar en el camino era ella y, para su infortunio, no hubo modo de negociar con nadie para evitar la que sería para siempre su mayor frustración.
No cuestiono a mi bisabuela, no podría hacerlo. Ser inmigrante a comienzos de siglo XX, madre de tres hijos y quedar viuda muy joven no parecía un buen plan para nadie, como no lo parece ahora, tampoco. La bobe Hinde -llevo su nombre por la costumbre judía de dar a los bebés el nombre de seres queridos ya muertos- hizo lo que pudo y Ana, que en realidad toda la vida fue conocida como Juana, por la derivación del Jane en idish con el que la llamaban, cargó con la tristeza y la impotencia de no poder seguir estudiando, una tristeza que con el tiempo se fue convirtiendo en rabia. Ya de grande, como la recuerdo, con su pelo completamente blanco y sus anteojos gruesos e inevitables, no parecía en absoluto una mujer triste. Juana era una mujer distante y en ciertos momentos enojada, resentida, diría. Juana había querido desesperadamente estudiar, saber, entender. Y no la dejaron.
Primero improvisaron un bazar en la casa del Pasaje del Carmen en donde vivían y, entre otras cosas, pusieron a la venta algunas piezas valiosas de la vajilla que la bobe Hinde había traído de Europa; más tarde abrieron un bodegón en el Abasto y ahí mi abuela aprendió a darles de comer a los otros. Su vida de adulta, ya casada y durante muchas décadas, pasó entre su casa y el negocio que tenían con mi abuelo en el Once, de fábrica y venta de corbatas. Sé que pudo ser pionera por las cosas que a lo largo de los años escuché decir sobre ella en la familia. Que los padres de mi abuelo -gauchos judíos asentados en Entre Ríos- desconfiaban de la porteña que fumaba y se pintaba los labios es una de ellas. Y me la imagino así, altanera y provocadora hasta el límite del modesto escándalo en la comunidad.
Comprometida con su trabajo pero sin entusiasmo genuino, nunca fue la vendedora ideal, es más, supongo que debía intimidar bastante a clientes y empleados. En sus últimos años, cuando su futuro pasó a depender del azar porque su salud estaba jugada, cada día después del desayuno, envuelta en su bata bordó, Juana se acomodaba en su sillón favorito, por encima de la pana verde algo gastada. Erguida hasta el final pese a la enfermedad, pasaba horas y horas con la radio de cuero apoyada en su oreja izquierda mientras hojeaba el diario que mantenía abierto sobre la falda.
Al mediodía y a la nochecita nos pedía que subiéramos el volumen de la TV, para prestar atención al noticiero. Mi abuela veía, leía y escuchaba noticias las 24 horas del día, estimulada por una especie de cóctel entre la razón política del momento y su incontrolable pasión por saber. Toda su vida había sido comerciante, de modo que su conocimiento o su capacidad de análisis se ponían en juego siempre en el intercambio con el otro, en esa esgrima intelectual que era habitual incluso en los menos educados, como ella.
¿Como ella? ¿Le faltaba instrucción a mi abuela?
Siempre supe que heredé la curiosidad y la pasión lectora de mi padre, un hombre que estudió Medicina en el final de la década del 50, en la mejor Universidad de Buenos Aires que tuvimos, y que formó pacientemente su biblioteca -y luego la nuestra- en sintonía con la publicación de los libros del Centro Editor de América latina, fundada por Boris Spivacow cuando yo tenía 5 años, editorial que fue la gran enciclopedia de más de una generación. No siempre supe, en cambio, que la pulsión por la noticia había sido inspirada por mi abuela, la que no pudo estudiar pero sabía todo en detalle porque el hambre de conocimiento no se apaga por la fuerza y ella, aunque llegó hasta sexto grado, encontró en los medios gráficos y audiovisuales una manera de cubrir la ausencia de escolarización y academia y lo hizo de tal manera que, aunque la recuerdo áspera y por momentos ruda, en mi memoria también se destaca la Juana sin errores de ortografía, con una gran capacidad de redacción y una manera de hablar porteña y distinguida. Mi bobe, la autodidacta, la que nunca se resignó a la falta de educación superior, encontró en el periodismo de los otros su alimento e hizo de esos materiales los nutrientes que cubrieron la falta de educación formal.
Las hijas de Juana, mi madre y su hermana, fueron también comerciantes y amas de casa. Aunque a diferencia de su madre terminaron la escuela secundaria, no siguieron una carrera aunque no parecieron vivir esto como una frustración. De hecho, no recuerdo en ellas la ambición de conocimiento y curiosidad que mi abuela expresó hasta el último momento de su vida.
Por mi parte, primero fue la literatura y luego el periodismo. Estudiar no fue fácil, mis padres se separaron el mismo año que ingresé a la facultad y de forma inesperada para el destino que imaginaba para mí en la infancia, me encontré trabajando duro desde muy joven, unas 8 o 9 horas por día en el mostrador de una empresa de seguros médicos y, a la salida de la oficina, cursando la carrera de Letras y haciendo talleres y cursos complementarios.
Para entonces, con mi madre y con mi hermana habíamos dejado la casa familiar de San Justo y nos habíamos mudado con Juana, que vivía en un departamento chiquito en Belgrano. Insisto, no me resultaba fácil trabajar y estudiar, sobre todo porque nunca había imaginado ese modelo de sacrificio como futuro posible. Si conseguí llegar al diploma creo que fue más allá del orgullo que me daba terminar una carrera: la deuda de los estudios de mi abuela se convirtieron con el tiempo en una intensa forma de presión para no abandonar los míos. No era consciente de esto en ese momento, fue algo que terminé de advertir con los años y que terminó de revelarse con la impresionante revolución de la última década.
En todos estos años de trabajo continuo dentro del mundo de los libros pude ver y experimentar la evolución del lugar de las mujeres no solo en la sociedad sino también en los espacios de trabajo y de exposición. De la nada misma al cupo y del menosprecio al privilegio. Y uso esa palabra, privilegio, porque al menos en el mundo editorial -y en sintonía con lo que pasa en el resto de los países- hoy las mujeres van por delante: así como hay sellos que solo publican autoras mujeres contemporáneas (como Rosa Iceberg, por nombrar uno), hay otros que buscan rescatar la obra de escritoras insuficientemente leídas y divulgadas (Sara Gallardo en Fiordo; Ana Basualdo, en Sigilo) y en todas las editoriales, incluso en los grandes grupos trasnacionales, los planes incluyen espacios para publicar a autoras mujeres por encima, incluso, de sus pares varones, algo que tiempo atrás habría sido definitivamente inimaginable pese a que desde siempre se sabe que las mujeres compran muchos más libros que los hombres.
Algo interesante para pensar es que no es que hasta ahora no hubiera autoras mujeres o que no se las publicara o que no vendieran (es más, en los 60 hubo escritoras como Beatriz Guido, Martha Lynch o Silvina Bullrich que vendían más que escritores varones) sino que les estaba reservado un espacio menor y lejos de toda consagración porque “sobre todo había círculos de prestigio a los que a las mujeres nos costaba mucho acceder”, como me decía hace un tiempo Ana María Shua en una entrevista. Publicaban pero no competían. Vendían pero no entraban en el canon. Y, sobre todo, las leían solamente las mujeres.
“En los 80 y los 90 no éramos competencia para los varones. La idea general era que los varones estaban entonces en búsquedas formales. Salía la novela de Fulano y todos estaban con eso de que Fulano había buscado una forma o una fórmula novedosa, o se esperaba la novela de tal o cual y las mujeres seguían por un camino paralelo. Con condescendencia pensaban todavía que las mujeres eran buenas en ese campo de las flores, los pájaros y los niños, como si nadie hubiera leído a Chejov, para quien no existían los temas menores sino cómo eran tratados. Ahora eso cambió de una manera radical. Ahora quieren sacar literatura escrita por mujeres y todos los intereses de las mujeres importan”, me dijo en otra entrevista Sylvia Iparraguirre.
Las escritoras que vivieron ese proceso de ninguneo hoy ven que las colegas de nuevas generaciones no solo son publicadas en la Argentina sino que compiten y muchas veces ganan en prestigio a los varones por la calidad de sus textos y también por las novedades formales de sus procedimientos y, además, son traducidas y premiadas en todo el mundo. Sigo con los ejemplos, que en algunos casos tienen por detrás una obra ya reconocida y, en otros, una primera novela impactante y arrasadora: Gabriela Cabezón Cámara, Claudia Piñeiro, Mariana Enríquez, Samanta Schweblin, Selva Almada, Camila Sosa Villada, Dolores Reyes.
(Me permito un susurro. Releo los nombres de las autoras, los de ayer y los de hoy, pienso en la cantidad de escritoras de mi edad que quedaron por el camino por no poder superar el desinterés y el menosprecio y además de apenarme por ese pasado hostil no puedo evitar las ganas de cantar el “ahora que sí nos ven” a los gritos…).
En cuanto al periodismo, aunque siempre fui entusiasta lectora de diarios y muy respetuosa del oficio, mi llegada a ese universo fue algo demorada y por clara necesidad: tenía 28 años, estaba en proceso de divorcio y con un hijo de 4 años y mi único trabajo era dar clases de literatura en la UBA, de modo que no alcanzaba para sobrevivir. Luego de escribir algunas notas para Página 12, a partir de contactos con viejos compañeros de estudios, comencé a publicar reseñas de libros en el suplemento Cultural de Clarín y poco después me ofrecieron diferentes clases de colaboraciones dentro del mismo diario, lo que en conjunto produjo un ingreso que llevó tranquilidad a mi billetera y también a mi espíritu, además de ser la piedra fundacional de una carrera en la que aún estoy.
Me tocó lidiar con dos prejuicios por parte de la mayoría de los editores: ser mujer y provenir de la carrera de Letras. Todo siempre costaba más; las mujeres solo podíamos ser buenas en temas vinculados a lo emocional o, como diría Sylvia Iparraguirre, al “campo de las flores, los pájaros y los niños” y, en mi caso, con un argumento adicional para la descalificación de los dueños de las grandes verdades de entonces, por supuesto todos hombres, que inferían que no era periodista de raza sino alguien que llegaba de la academia por lo que, seguramente, no tendría olfato (capacidad indispensable para el oficio), ni calle (destreza sin dudas necesaria para saber moverse en diversos escenarios) ni sensibilidad popular. Luego de superar el pudor de ingresar a una redacción poblada de hombres acostumbrados durante décadas a mirar, a decir, a silbar y a vociferar ante el paso de las mujeres, creo haber conseguido terminar con el resto de los prejuicios.
Cada tanto, cuando veo el lugar que hoy ocupan las mujeres en el periodismo -y aunque falta mucho, aunque todavía son muy pocas las mujeres a las que se les otorga el privilegio de escribir los panoramas políticos, por ejemplo- trato de imaginar qué pensarían hoy de todas nosotras algunos de aquellos periodistas dinosaurios y descalificadores que abusaban de su retórica cuando no de sus manos y que en este presente no durarían ni dos minutos en su intento de acoso sexual o psicológico. Hay algo de satisfacción final, aunque ellos ya no estén ni puedan ver adónde llegaron las mujeres periodistas que menospreciaron. Y esa satisfacción es porque nosotras, las de mi generación, o al menos la mayoría -dejo afuera y con todo respeto y admiración a las mujeres que ya entonces llevaban adelante un periodismo feminista- estábamos muy lejos de cualquier militancia de género y todavía pensábamos que para hacernos un espacio había que soportar esas faltas de respeto y ese acoso naturalizado porque eso, soportar los avances, los baboseos, el menosprecio y el desdén de los que llevaban la batuta en las redacciones, era una forma de la resistencia. Y, ojo, tal vez lo fue.
Y digo que tal vez lo fue porque pese a la bronca, la vergüenza, la perturbación y la ira que podía provocar ser objeto de esa denigración constante, la gran mayoría seguimos adelante y conseguimos hacer una carrera y lo que por entonces era un periodismo de pocas audaces enormes (pienso en María Moreno, pienso en Moira Soto) hoy es una enciclopedia incorporada en cada una de las que aún seguimos en este oficio y, por supuesto, en todas las que vinieron después, que llegaron para terminar de despertarnos. Para nosotras, la perspectiva de género llegó sin marco teórico, a través de la experiencia y la frustración constante.
Me gusta y me emociona siempre en las calles la frase aquella que las chicas llevan con orgullo, esa que dice que “somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar”. Tal vez, pienso, debimos tener cerca Juanas iracundas porque no las dejaban estudiar para que hubiera más tarde nietas que se ocuparon de saldar deudas heredadas y, al mismo tiempo, allanar ese camino de piedras por momentos irremontable para que, hoy, cualquier mujer que quiera estudiar y calmar su hambre de conocimiento ya no tenga que darse de narices con un muro de indiferencia y desprecio por cuestiones de género.
No nos quemaron, bobe. Nos hicieron más fuertes.
O, como diría Sylvia Plath, acaso sin saberlo nosotras fuimos el muro que consiguió dejar el viento afuera.
*Miradas: Género y cultura, recorridos posibles, es una nueva publicación del Ministerio de Cultura de la Ciudad y la Fundación Medifé. La compilación estuvo a cargo de Belén Igarzábal y participaron con sus textos: Marlene Wayar, Paula Maffia, Hinde Pomeraniec, Mariana Carbajal, Andrea Giunta, Maruja Bustamante, gaita nihil, Celina Murga y Victoria Bornaz. Puede descargarse acá
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