Escribir una novela es el resultado de una combinación impredecible de asombros, lecturas y años de trabajo; pocas veces se puede fechar su nacimiento. Sé que Olimpia arrancó mucho antes de sus primeras líneas, a lo mejor con mis dos libros anteriores. Siempre me habían interesado las historias de niños salvajes, chicos que sobrevivían al abandono o al accidente gracias al cuidado de los animales. Aunque hay ejemplos muy antiguos en los mitos como el de Rómulo y Remo, es el siglo XVIII el que se llena de estas historias en las que la sociedad asiste al rescate de estos seres exhibidos en ferias científicas y en las cortes europeas para luego transformarse en la incomodidad particular de algún noble que no sabe qué hacer con ellos. Descubrir que la mayoría de esos casos de niños ferales eran fábulas salidas de una filosofía obsesionada con probar el valor de la cultura y la supremacía de “lo humano” no me decepcionó. Al contrario. Hay una historia de las ideas que se cuenta sola en cada niño feral, igual que en cada fantasma que se aparece a los vivos y en cada objeto volador no identificado que cruza nuestro cielo.
La ciencia ficción, dice Ray Bradbury, es la ficción de las ideas. Me gusta esa definición porque no piensa en un género definido según ciertas convenciones —que, en definitiva, engloba cosas tan variadas como conejos fosforescentes, vida en otros planteas, apocalipsis o androides— sino en cualquier texto en cuyo centro no hay un espejo de la realidad: hay esa fiesta del pensamiento que produce una teoría, algo que no existe todavía y que la novela va a contar como si existiera. O mejor: una idea que la novela va a llevar hasta sus últimas consecuencias, construyendo un mundo acorde a ella, imaginando cómo cambiaría lo conocido una vez que se concrete.
Olimpia es una novela de ciencia en ese sentido: persigue un experimento y sus resultados, tan impredecibles como la escritura de un libro. A mí las ideas científicas me producen una especie de aceleración, de alegría: ganas de contar. Creo que las escritoras de ficción compartimos con quienes hacen ciencia varias actitudes: curiosidad por los caminos posibles y los que se descartaron; el juego de ensayo y error; la experimentación y, sobre todo, esa ola en la mente —una combinación de emoción y pensamiento— que marca la chispa de la invención. La ciencia está llena de historias y un experimento que a alguien le parece algo rutinario, visto por una escritora tiene un potencial narrativo explosivo. Tesla, solo en su laboratorio lleno de rayos, listo para controlar lluvias y tormentas; Ada Lovelace jugando al solo noble y encontrando la conexión entre las computadoras y la música; Freud coronando una genealogía de médicos que vieron en sus pacientes la premonición, la sanación mesmérica, la telepatía.
Será por esa energía narrativa que tiene el mundo científico que siempre terminé en compañía de biólogos, matemáticos y físicos. La idea de Olimpia me la regaló un amigo que se dedica a las neurociencias. En una fiesta le hablé de los niños ferales y él me contó el caso que fue el centro radiante de la novela: un científico que, igual que yo, estaba obsesionado con entender porqué esos niños no podían ser incorporados a la cultura, alguien que en los años treinta trató de probar que lo que llamamos “humano” no es innato sino aprendido y, para esto, hizo el experimento inverso al de un niño feral: criar a un animal como si fuese humano.
Tardé cuatro años en darle forma a esa ficción de una idea. Vi películas, leí libros de historia, filosofía y psicología. Volví a leer Tarzán —ese niño feral que tenemos bastante olvidado—. Leí leyendas e historias de animales. Encontré casos terribles de niños maltratados, cuyos lazos con lo humano fueron cortados por sus familias y terminaron siendo los verdaderos “niños ferales” contemporáneos. Volví a los libros de Jack London, Verne y Stevenson (porque en toda historia de ciencia hay una novela de aventuras). Y eso, claro, me llevó a pensar ese mundo androcéntrico, lo cual, a un nivel muy inconsciente, terminó de darles forma a las tres mujeres de la novela y al feminismo sorpresivo de una de ellas. Mi mirada se volvió cada vez más irónica y cada vez más preocupada por ese modo histórico de pensar el mundo que produce seres a medio camino entre una especie y otra. Al científico se le sumaron otros personajes y un contexto diferente: nuestra selva, una casa junto al río, los que mandan y los que no. La historia necesitaba esos personajes, que pensaran otras cosas, que miraran de otro modo. Quizás llamaría a ese modo “ternura”. Ternura por el mundo bello que destruimos y del que pensábamos que podíamos prescindir. Para contar eso lo que más me costó fue llegar a un montaje de escenas cortas que siguiera la forma nouvelle y pactar con una voz narrativa rara, una voz que yo me imagino como una especie de “cuarta persona” (el término es de Olga Tokarczuk). Olimpia es entonces la ficción de una idea y sus fracasos. Pero como todo fracaso en realidad muestra una alternativa, entonces, a lo mejor diría que la novela termina siendo una especie de utopía. Algo nuevo siempre aparece toda vez que lo conocido falla.
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