Como la lucecita que se les deja prendida a los niños pequeños por la noche para conjurar el miedo a la oscuridad; como la llama olímpica que antes de los Juegos viaja por las ciudades sin apagarse; como la vela que se mantiene encendida en un altar representando una expresión de fe… Así, la luz testigo -servante o sentinelle en francés, ghost light en inglés- alumbra tenuemente desde un soporte puesto sobre el escenario cuando no hay ni función ni ensayo, según una tradición que se dice comenzó en tiempos de luz de gas (obvio que ahora existen modelos estilizados con lámparas LED, entre otras ofertas del mercado de accesorios teatrales). En cierta forma, la luz testigo queda a cargo de ese espacio consagrado, lo protege a la vez que simboliza el alma del teatro que ha permanecido a través de siglos y milenios. Asimismo, en la vida práctica, ese humilde resplandor ayuda a evitar accidentes del personal de mantenimiento. Ya en una instancia de cábalas y creencias, vale mencionar la leyenda que todavía en algunos teatros del mundo se sostiene acerca de que cada sala tiene al menos un fantasma al cual esa luz podría apaciguar cuando no alentar su actuación sobre las tablas fuera de horario.
Como se sabe, la mayor parte de los teatros del mundo se vieron forzados a cerrar sus puertas durante la pandemia, tristísima situación que refrescó la tradición de la luz deviniendo una señal de esperanza, reflejando la convicción de que volverían a abrir, a ofrecer espectáculos. En Broadway, por ejemplo, todas las salas pusieron una ghost light (y ya están encendiendo las grandes marquesinas, a punto de hacerlo también con las candilejas). En otros países -Australia, Canadá, Finlandia- hubo programas en streaming que incluían en el título esa palabra compuesta en inglés.
Javier Daulte, amante fiel del teatro, hacedor como dramaturgo, director, gestor, dueño desde hace unos años del entrañable Espacio Callejón, premiadísimo y con una exitosa trayectoria paralela en España, sufrió en grado sumo y en muchos sentidos los efectos de la pandemia, del parate total de salas, pero no se resignó al streaming. Tampoco permitió que se apagara la ilusión teatral y a su manera creativa y solidaria, con sus equipos de trabajo del Callejón, su troupe, mantuvo prendida una de las chispas que Prometeo -el Titán filántropo, según Carlos García Gual, erudito español del mundo griego- le robó a Zeus.
Jugador perpetuo que tanto te hace una obra “comercial” en la calle Corrientes sin perder un ápice de dignidad artística, como estrena hace unos meses esta Luz testigo que dirige, tal un demiurgo de la escena, tomando 5 obras surgidas de un concurso que él mismo organizó el año pasado. Y las sublima, las enlaza, las entreteje, las musicaliza como el pur sang de teatro que es. Y se le trasluce el amor por los actores que, en este caso, rinden algunas labores inolvidables, con esa belleza efímera en el tiempo que sin embargo puede durar en la memoria del corazón de ese público que, sobre el final, aplaude agradecido, entre lágrimas y sonrisas que hablan de un regreso con gloria, de una comunión recuperada entre intérpretes y espectadores, de una hermosa energía que volvió a retroalimentarse entre la escena y la platea. Porque además este es un espectáculo que le hace un homenaje al teatro, a sus oficios: los actores, las actrices arman y desarman sus distintos personajes, se alternan para mover las luces, el preciso decorado, cantan en las transiciones preciosos temas que Mina hizo suyos (incluido Nearness of You, entonado por tantas figuras descollantes) y que hablan de amor, de cercanía, de entrega. Actores y actrices que entran y salen de sus papeles como Pedro por su casa, porque están en su casa, regresaron al hogar donde Javier Daulte se mantuvo en vela, resistiendo durante 2020 para ser el primero en abrir en noviembre pasado. Quizás por la vivencia de esa espera ahora, con todos los focos, casi todo el tiempo en el transcurrir de Luz testigo se nos recuerda que estamos viendo teatro, puro teatro.
Y sin embargo, no hay distanciamiento: creemos en Nélida, esa madura modista que aunque bajó la persiana hace rato, un llamado a través de una radio la hace vacilar; en esa adolescentita pizpireta que mantiene un sabroso diálogo con un detective de impermeable mientras que los reflectores crean sombras de cine negro; en ese padre extraviado por el Alzheimer, aislado de varias maneras, visitado por su hija; en ese actor sediento de amor que hace su monólogo autobiográfico y es “intervenido” por una exnovia que surge de entre el público, luego por un utilero del teatro donde está actuando… Teatro dentro del teatro dentro del teatro, puesta en abismo que arrastra como una oleada al público que no cesa de reír detrás de las mascarillas, que a esa altura ya no molestan: al fin y al cabo, las máscaras también forman parte de los recursos teatrales, quizás desde antes de las caras de los actores al descubierto. Y aunque Luz testigo nunca se pone sensiblera, creemos en y queremos a esa inefable pareja sin atributos especiales que se encuentra, desencuentra, descubre una clave para probablemente llegar a entenderse mientras cuelga ropa en una terraza.
Luz testigo, con algún desnivel desde los textos, toca con gracia y sin énfasis explicativos, sin bajar línea, temas serios: siempre de soslayo, con alusiones a la pandemia, que no inventó nada respecto de la problemática de la convivencia, la soledad, el abandono, las relaciones entre padres e hijos, la comunicación… Que pueda o no haber canibalismo sin metáfora en alguna escena que cita un célebre cuento de hadas, resulta un bienvenido guiño de humor negro que el público, nada pasivo para descifrar códigos, festeja encantado.
Encantadísimo por otros motivos también: estar de nuevo reunido en esa asamblea cumpliendo todos los protocolos que exige el Covid, pero también los específicos del teatro: reservar entrada, hacer cola (o tomar un café en el bar del Callejón), entrar en la sala, recibir las indicaciones de alguien que oficia de acomodador y ya formar parte de ese grupo que ha venido expectante a dejarse convencer, emocionar, entretener por un texto, una puesta, pero sobre todo por los actores que -en esta oportunidad- expondrán sus personajes con sinceridad, con destreza, con generosidad.
Así como cada función es diferente, también el público varía: “la sala estuvo fría”o “hubo gente muy conectada”, suelen comentar los actores, las actrices. En las dos funciones a las que asistió esta cronista, el público estuvo suspendido, alerta, disponible. Con una felicidad retenida que se salió de madre en los aplausos finales a ese colectivo de intérpretes que bajo la égida de Daulte socializaron los quehaceres escénicos, ellos también dichosos por el reencuentro, por los frutos de ese largo anhelo al fin satisfecho. Un gran momento compartido, un petit coin de paradis, cantaría Georges Brassens. Sí, un rinconcito del paraíso en la calle Humahuaca al 3700. Se respiró en el aire que actores y público se necesitan mutuamente en ese contacto directo, presencial donde, como escribiera Peter Brook en 1998, en ocasión del arranque del Proyecto Lever les Rideaux en Francia, destinado a jóvenes estudiantes de colegios, liceos, universidades: “Que sea una fiesta (…). Cada día en este lugar extraño -el teatro-, hombres y mujeres se reúnen ante un espacio vacío. Buscan descubrir la vida en su forma más intensa (…). En esa comunión de presencias, la de los actores, la de los espectadores”.
*Funciones: miércoles a las 20,30 en Espacio Callejón, Humahuaca 3759, entradas por Alternativa Teatral
Luz testigo. Las obras, los autores: Nélida, Marina Artigas; Un cuento, Tomás Alfán; Delta, de Agustín Meneses; Miro la heladera y te extraño, Julián Marcove; Cambios, Rubén de la Torre. Las actrices, los actores: Ramiro Delgado, Lu Grasso, Silvina Katz, Paula Manzone, Agustín Meneses, Marcelo Pozzi, William Prociuk, María Villar. Escenografía y vestuario: José Escobar. Iluminación: Sebastián Francia. Dirección: Javier Daulte
SEGUIR LEYENDO