La Bahía de San Francisco está ambientada en la ciudad más hermosa de Estados Unidos y su inspiración responde a uno de los misterios jamás revelados del Siglo XX: La fuga de la Prisión de Alcatraz.
Los sucesivos viajes que hice a esa ciudad entre los años 1980 y 1995 me guiaron hasta la isla una y otra vez. Mi intriga superaba a la atracción turística que me despertaba Fisherman´s Wharf, la escala previa al desembarco en el ombligo de la bahía. Por cada paso que daba sobre la mítica roca mi mente iba hurgando entre muros y rejas buscando alguna explicación para mi insatisfecho catálogo de dudas. La única certeza que tenía era que la noche del 11 de Junio de 1962 Frank Morris y los hermanos Anglin habían desaparecido de la llamada “cárcel de cárceles” y nunca más se les había visto el pelo. Con un detalle adicional que no podía desatender:
Al año siguiente la isla dejó de funcionar como prisión federal.
Pasaron veintiséis años desde mi última visita a California y la incógnita sobre la fuga y el destino final de los reclusos aún persiste. Tanto para mí como para el resto del mundo. Conociendo mi desconcierto y mi vocación para empujar la pluma, Julio Macchi me dijo un día: “Tendrías que escribir algo sobre Alcatraz”. Pero la historia que tenía por delante iba más allá de la isla y sus prófugos. Con empujar la pluma no me iba a alcanzar. Por eso antes de tomar una decisión me amarré a un compromiso interior. Lo que fuera que escribiese solo podría salir a la luz si primero me dejaba conforme a mí. Porque no alcanzaba con desmadejar la versión oficial de un hecho ocurrido medio siglo atrás. Tenía que vestir la narración con una historia que honrase los acontecimientos y de ser posible cautivase al lector.
Favorecido por el entorno apabullante de la bahía de San Francisco, no me privé de recalar en cuanto punto consideré apropiado para anclar el relato. Sin embargo, un hecho ocurrido el 18 de Julio del 2012 fue el que me permitió robustecer el cuerpo documental de la historia que me había decidido a contar. Una historia contemporánea al escape de Alcatraz que se iba a convertir en el cuerpo central de mi novela.
La noticia aludía a la captura del húngaro László Csizsik Csatáry, condenado a muerte en ausencia por los tribunales de Checolovaquia en 1948. Uno de los criminales de guerra más buscados. A pesar de ello, en el año 1955 iba a lograr la ciudadanía canadiense tras contraer matrimonio con una camarera con la que luego tuvo tres hijos. Adrien Arcand, periodista fundador del Partido Nacional Social Cristiano, había sido el responsable de darle refugio al húngaro apenas finalizada la segunda guerra mundial.
El lector descubrirá que por aquellos años los miembros de la Conexión Montreal, auto denominados Neo Nazis, eran los encargados de controlar la entrada de prófugos del Tercer Reich a Norteamérica. Su misión consistía en ofrecerles protección y luego munirlos de una nueva identidad. Tal el caso del protagonista de La Bahía..., oficial alemán de bajo rango asignado a la custodia de " El ángel de la Guarda”. Un comando que la Conexión mantenía activo en pleno Distrito Financiero de la ciudad de San Francisco.
El lector descubrirá la consolidación de historias paralelas que avanzan hasta entrado el nuevo milenio. ¡Pero cuidado! La literatura no siempre está alineada con la geometría. Siendo un empedernido lector de Agatha Christie he tratado de respaldar mi narración en la certidumbre de los hechos y en la credibilidad de la ficción. La racionalidad de La Bahía de San Francisco es su propia razonabilidad. “Nunca deben quedar cabos sueltos”, pontificaba Hércules Poirot.
No puedo ocultar que la aparición de “El Sabueso”, encargado de deshacer los nudos que fui atando a medida que fui avanzando con el relato, es un homenaje al detective belga.
En pocas palabras, La Bahía de San Francisco es el libro que alguna vez pensé escribir. El lector lo debe abordar prevenido que detrás de cada intriga lo puede aguardar una revelación inesperada. Dejo para el final el merecido reconocimiento a Sergio Bufano. El hombre que me enseñó cual es el verdadero tamaño de un libro que merece ser leído.
Gracias, Maestro.
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