Es posible batir un café, hacer un asado, tejer un pullover o completar una planilla de Excel sin reflexionar sobre lo que se está haciendo, sin pensar la metafísica del qué hacer, sin detenerse a filosofar, al menos introspectivamente, sobre las posibilidades infinitas que se diluyen en esos minutos. Pero escribir un poema y no pensar en qué, cómo, cuándo, dónde... no, eso es imposible. En mayo de 1871, Arthur Rimbaud escribió dos cartas. Una estaba dirigida al profesor Georges Izambard; la otra al poeta Paul Demeny. Ahí escribe que el poeta debe ser un “vidente”, un “alquimista” persiguiendo el “desarreglo de todos los sentidos”. En el siglo siguiente, el poeta brasileño Manoel de Barros —uno de los mayores exponentes de su país— fue uno de los que continuaron la tradición de escribir poesía y pensarla en simultáneo. Eso fue lo que hizo durante largas décadas y hasta el último día de su vida, el 13 de noviembre de 2014, un mes antes de cumplir los 98 años.
Griselda García Editora acaba de publicar Memorias inventadas, con traducción de José Ioskyn, que reúne tres libros del autor: La infancia, publicado en 2003, La segunda infancia, de 2006, y La tercera infancia, de 2008. Como bien dicen los títulos, los poemas son recuerdos de la niñez, sensaciones, pequeñas historias que se arrastran por el tiempo hasta llegar al lector en un estado raro, nuevo y antiguo, como un gif en sepia. Además de los tres poemarios hay un prólogo a cargo del traductor, unas pequeñas notas finales con detalles de los poemas, la cronología biográfica de Barros y dos entrevistas, una de 2003 y otra de 2006. “Pienso que, con el hábito de escribir siempre, las palabras se me entregan más dulces. Las letras, las sílabas, las palabras se acercan con más cuidado para dar a las frases armonía y ritmó”, dice antes de someterse a la pregunta final: ¿qué está leyendo actualmente? “El libro más nuevo: El Nuevo Testamento”, responde.
En Cuiabá, Mato Grosso, el 19 de diciembre de 1916, nació Manoel de Barros. Tenía 21 años cuando escribió Poemas concebidos sin pecado; le siguieron catorce títulos, el entusiasmo de los círculos académicos, el acompañamiento de los lectores de distintas edades y regiones, y unos cuantos galardones, como el Premio Jabuti, el más importante de Brasil, que ganó dos veces. “Nunca participó del ambiente literario. Terminó siendo universal sin hacer el menor esfuerzo”, escribe Ioskyn en el prólogo de Memorias inventadas. Pensar la cumbre de la poesía brasileña es una tarea muy ardua. Hay quienes nombran a Joaquim de Sousa Andrade, un hombre del siglo XIX que murió en São Luís en 1902; aunque la mayoría señala, casi al unísono, a Carlos Drummond de Andrade. Pero cuando le preguntaron a Andrade quién era el más gran poeta vivo del Brasil, no apoyó el índice sobre el pecho ni actuó una sonrisa irónica, no; solo dijo: Manoel de Barros.
Antes de debutar como poeta y como escritor, Barros se afilió al Partido Comunista. Tenía 19 años y Getúlio Vargas estaba en el poder. Ese mismo año, 1935, en el mes de noviembre, se dio lo que se conoce como “Intentona Comunista”, una insurrección en distintas ciudades que terminó siendo fuertemente reprimida. Participó también en distintos movimientos vanguardistas como el manifiesto poético Pau-Brasil y el Manifiesto Antropofágico. Y si bien se retroalimentaba con todas esas rebeldías estéticas y literarias que se arremolinaban en el ambiente brasileño, terminó por definirse con la etiqueta concluyente de vanguardista primitivo. “Aunque por su edad formó parte de la modernista Generación del 45 brasileña, su propuesta poética era adelantada a su tiempo y los críticos lo ubican ya en un posmodernismo que no pierde el contacto con la naturaleza”, escribió Robert Mur en La Vanguardia.
¿Qué encontramos en Memorias inventadas? Postales de época, recortes de recuerdos, zambullidas emocionales de un poeta que bucea en la memoria para salir a la superficie y dejar pequeñas ideas incandescentes en las manos ahuecadas del lector. Así se define, como un “cazador de halladeros de infancias”, como parte “de la invencionática” porque “la imaginación es más importante que el saber”. Recorre la naturaleza, donde “no veía ningún espectáculo más edificante que el de pertenecer al suelo”. Ahí aparece el surrealismo, como un juego entre el artificio del lenguaje, lo lúdico de la infancia y la naturaleza como paisaje infinito. Entonces, si “un sapo es un pedazo de suelo que salta”, se puede “armar un Taller para Desregular la Naturaleza” o “dibujar las formas de la Mañana sin lápiz” o “descarrilar un ciempiés”. “Uso la palabra para componer mis silencios. / No me gustan las palabras / fatigadas de informar”, escribe.
En 2010, Pedro Cezar estrenó un documental sobre la obra de Barros: Só Dez Cento É Mentira. “Originalidad, absurdo, infantilismo, síntesis, pero principalmente este absurdo que vemos en el mundo infantil, pero con mucha estética”, dijo en una entrevista el director. Es una definición larga pero a la vez muy precisa donde toca los puntos centrales de su poética. En el primer poema de Memorias inventadas, titulado “Cepillo”, cuenta que de niño, al ver dos hombres “sentados en la tierra cepillando hueso” para “encontrar vestigios de antiguas civilizaciones”, descubrió el arte de “cepillar palabras”. “Había leído en algún lugar que las palabras eran / caparazones de clamores antiguos que estaban guardados dentro de las / palabras. Ya sabía también que las palabras poseen / en su cuerpo muchas oralidades remontadas y muchas / significancias remontadas. Quería pues cepillar las / palabras para escuchar la primera mueca de cada una”.
La poesía, escribe José Ioskyn, el traductor del libro, “no desea comunicar nada, ni enseñar, ni dejar un sentido como prenda de que se ha trabajado y leído. La poesía es esta falta de utilidad de la palabra, puro goce verbal. Es un acto de rebeldía regocijante. En esta poesía en particular, el desprecio puede ser vivido sin patetismo, el abandono puede proteger más que una presencia amorosa. La torcedura de la que hablaba Drummond de Andrade como el signo de fatalidad en el poeta, en Manoel de Barros es su marca de nacimiento”. Y cita un verso: “Tengo el deseo, por lo tanto, de cambiar el rasgo natural por el encantamiento verbal”. Luego subraya que esa idea, la del encantamiento, es “lo central a la hora de definir su obra y su irradiación en el lector”. ¿La poesía como una forma de la brujería? Algo de eso buscaba Rimbaud con su alquimia. Algo de eso encontró Barros, todos los días y cada día que se sentaba, con paciencia de artesano, a cepillar palabras.
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