En febrero de 2016, un grupo de titiriteros fue arrestado en Madrid porque una de sus marionetas llevaba una pancarta cuya leyenda, comparable a una utilizada años atrás por el grupo radical ETA, hirió la susceptibilidad de los asistentes a la obra. También doce artistas de Hip hop fueron condenados a prisión porque sus letras en contra de la realeza fueron reinterpretadas como posible incitación a la violencia y al odio. Y en Reino Unido, si las muestras de arte abordan temas raciales y religiosos, tienen más posibilidades de ser canceladas, sobre todo si el equipo creativo a cargo no es de etnia blanca. Ahora bien, ¿por qué?
La respuesta que engloba cualquier otra hipótesis a esa pregunta es una: los atentados perpetrados en Estados Unidos por el grupo terrorista Al Qaeda el 11 de septiembre de 2001 y punto de partida del nuevo milenio. El mundo ya tenía experiencia en estas cuestiones, pero fue a partir de ese día que la sensación de desprotección y miedo comenzó a volverse cotidiana en la mayoría de las grandes ciudades y la paranoia se instaló como un síntoma de época. Los atentados de Madrid y Londres (11 de marzo de 2004 y 7 de julio de 2005, respectivamente) y los ataques más recientes en París (en julio de 2015) terminaron de inaugurar lo que muchos llamaron “la era del terror”.
La vigilancia no soluciona la catástrofe, la representa
Ante esa incertidumbre, es comprensible que una de las consecuencias directas haya sido el aumento del uso de los circuitos cerrados de televisión (CCTV). Sin embargo, como era esperable, los controles excesivos sobre la población civil y sus actividades se acrecentaron. En este contexto, cuando la aplicación de leyes y políticas contra el terrorismo atenta contra la libertad individual y de expresión, ¿cuál es el papel que le queda al arte? ¿Cómo se concibe ésta a sí misma dentro de semejante marco?
En su rol de resistencia y de reflexión, el arte comenzó a reclamar la identidad arrebatada por esa mirada inquisitoria formada por el fantasma del 11 de septiembre de 2001. Valiéndose de las tecnologías de control que utilizan los gobiernos, las obras de muchos artistas denuncian la contemplación y exposición de las personas por parte de un Gran Hermano omnipresente.
Un ejemplo claro es lo que le sucedió al artista Hasan Elahi, que por un error del gobierno de Estados Unidos fue incluido en una base de datos de los terroristas más buscados. Su obra Tracking Transience - The Orwell Project es un amplio registro fotográfico que nos muestra la ubicación cotidiana del artista con el fin de dar por tierra toda sospecha de pertenecer a un grupo extremista. Al mismo tiempo, como segunda lectura, la obra interpela a los espectadores que, sin quererlo, también se ven convertidos en vigilantes.
El mensaje es claro: con su experiencia en primerísimo plano, Elahi denuncia y pone al descubierto el hecho inquietante de que cualquier persona puede ser la próxima víctima o el próximo objetivo de las consecuencias salvajes de la vigilancia.
El panóptico digital
El filósofo Jeremy Bentham fue quien ideó a fines del siglo XVIII el panóptico, un tipo de arquitectura carcelaria que facilitaba al guardia de turno observar, desde un lugar de privilegio y sin ser visto, todos los movimientos de los prisioneros.
Después del atentado al World Trade Center y al edificio del Pentágono, el monitoreo electrónico e ininterrumpido ha transformado de alguna manera el paisaje urbano en un gran panóptico digital, un espacio virtual en el que todo se ve, se controla, se analiza y, a partir de ese análisis, se forman patrones de comportamiento. La mirada permanente del vigilador conduce a que los vigilados caigan en la propia regulación y, por defecto, en determinadas conductas autoimpuestas. Así les sucede a muchos artistas que se desairan por miedo a ofender, perder apoyo financiero, provocar reacciones hostiles y terminar siendo cancelados por la crítica y la opinión pública.
En palabras de Michel Foucault, el panóptico determina una conducta que asegura el funcionamiento normal de la sociedad. De forma deliberada, los nuevos entes reguladores van finalmente tallando qué tipo de arte debe consumirse, cuál significa algún tipo de amenaza y cuál es un potencial inspirador de posibles atentados terroristas.
¡Ataquen al arte!
Muchas obras y exposiciones de arte son canceladas sin ser sometidas (¿acaso deberían serlo?) a un procedimiento jurídico previo. La mirada punitiva se justifica por pretender ser protectora y responsable en la cruzada contra el terrorismo. La frase repetida “los artistas deben ser un actor más en la lucha contra este flagelo” es incompatible con el derecho a la libertad de expresión.
Un gran número de renombrados españoles, entre los que se cuentan Pedro Almodóvar, Joan Manuel Serrat y Javier Bardem, le exigen al gobierno de su país la liberación del rapero Pablo Hasél, detenido y encarcelado bajo la acusación de lanzar proclamas contra la Corona. Los atentados de ETA y el ataque a la terminal de trenes Atocha, en 2004, dejaron secuelas severas: España se ubica primero (por encima de Irán y Turquía) entre los países que más condenan y persiguen a sus artistas.
Por ejemplo, en Alemania, aquellos músicos que defienden abiertamente los derechos de Palestina fueron removidos de los carteles de los principales festivales del país, como sucedió en el Open Source Festival de Düsseldorf, en 2019, cuando retiraron la invitación del norteamericano Talib Kweli. Un gran número de manifestantes denunciaron a las autoridades de la ciudad por llevar adelante políticas de boicots muy similares a las de la Alemania nazi en tiempos anteriores al estallido de la guerra.
Isis Threaten Sylvania es una de las obras de Mimsy, artista de Reino Unido, que fue retirada después de que la policía mostrara preocupación por su contenido sensible. Vale recordar que la alarma británica fue encendida después de que fanáticos de la yihad (guerra santa) se atribuyeran los ataques al transporte público de Londres en 2005. En la exposición, los famosos juguetes Sylvanian Families (muñecos de conejos, ratones, zorros y erizos) están dispuestos en una playa, en un camping o viendo la televisión mientras por detrás se alzan amenazantes otras figuras armadas y vestidas como yihadistas. El Centro de Artes siguió el consejo policial y retiró la obra de Mimsy, aduciendo los altos costos que tendrían que pagar por la seguridad del lugar si la muestra despertaba manifestaciones en su contra. El aluvión de críticas que recibió la entidad fue considerable, aunque a sus directivos pareció no importarles demasiado.
Esa es otra modalidad de coerción que deben enfrentar los artistas: no solo los procedimientos penales preventivos (en términos de lucha contra el terrorismo) atentan contra la libertad de expresión, también lo hacen la ausencia de fondos, el retiro de inversiones o sistemas de mecenazgo previamente adjudicados, el aumento del costo por servicios de seguridad y las multas a los medios de comunicación que publiciten las obras. Los hilos del poder, una vez más, atan todos los cabos.
Es a partir de estas formas poco amigables y del panóptico digital que se desprende nuevamente la necesidad de muchos artistas por censurar su propia actividad y no mostrar lo que crean poco o nada conveniente para estos tiempos.
Inversión de roles: los artistas se unen
El control ejercido por los gobiernos a través de los circuitos cerrados de televisión tiene un mensaje claro: infundir el miedo, la amenaza y el posterior castigo. Ante un escenario semejante, con el Estado asumiendo el rol de cancelador para evitar males mayores, los artistas alzaron su voz con obras críticas hacia esa corrección. A los trabajos anteriormente mencionados de Hasan Elahi y de Mimsy, podemos sumar la exposición Capture, del italiano Paolo Cirio.
En su obra, Cirio recopiló mil fotografías de policías franceses tomadas durante las protestas recientes de Francia. Mediante un software las procesó para crear una base de datos con los nombres y demostrar, de esta manera, los abusos del reconocimiento facial y la inteligencia artificial al invertir los roles de vigilados y vigilantes. La ausencia de regulaciones en el uso de esa tecnología propició que se volviera en contra de las mismas autoridades. La obra recibió una mención de honor del Prix Ars Electronica de Linz, Austria, aunque su autor debió retirarla por recibir la advertencia de enfrentar procedimientos judiciales. Pero quien ríe último muchas veces lo hace mejor: Cirio fue más allá e inició una campaña para prohibir el reconocimiento facial en Europa. La Comisión Europea se hizo eco de su queja y reconoció la necesidad de restringir esa herramienta de control.
Evidence Locker es una performance y una video instalación de la artista norteamericana Jill Magid. El proyecto, que tiene un sentido bastante lúdico, se hizo con la colaboración del Liverpool’s City Watch, el servicio de vigilancia de la ciudad inglesa. Su trabajo consistió en pasearse durante un mes con un tapado rojo, haciéndose pasar por una investigadora y pidiendo, por medio de llamados telefónicos, que las cámaras la fueran siguiendo. Antes de cumplirse el plazo de un mes y que las imágenes fueran borradas, Magid logró hacerse con las grabaciones, estableciendo de algún modo cierta complicidad con las autoridades de la ciudad.
Big data y pérdida de identidad
La utopía de un mundo sin violencia se deforma hasta convertirse en una distopía en la que la sociedad debe ser un actor transparente que actúa bajo un sinfín de normas. Tanto la singularidad como la creatividad de los individuos terminan desdibujadas, siendo de tal magnitud la visibilización de lo privado que finalmente la intromisión termina justificada y aceptada. Todo vale en términos de lucha antiterrorista.
¿Qué sucede con esa inimaginable cantidad de imágenes y datos recolectados? Para empezar a dar luz sobre esa pregunta debemos considerar la opinión de quienes creen que no solo se trata de una lucha sin cuartel contra las amenazas extremistas. Como en el trabajo de Hasan Elahi y sus conclusiones, hay quienes consideran que la vigilancia no solo le permite a las autoridades saber la ubicación de las personas, también deja una huella rastreable de sus acciones; es decir, información fidedigna de sus consumos, conformando un gran archivo de Big data que asigna a cada individuo un valor de mercado.
A pesar de su lucha contra los filtros y las regulaciones dictadas por las miradas del panóptico, el arte no pudo evitar caer en esa red tejida con miedo y paranoia a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Los artistas, de esta manera, terminan siendo parte de ese gran banco de datos, lo que pone en constante tensión su derecho a la libre expresión.
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