Andrés Barba y la narración literaria de vidas ajenas: “Todas las biografías son fraudulentas”

En su nuevo libro, el autor de “República luminosa” cuenta la historia del constructor valenciano Rafael Guastavino, quien a fines del siglo XIX viajó a Nueva York, sin saber inglés y con 40 mil dólares en el bolsillo, producto de una estafa. Pícaro y genio, le dio su impronta a la ciudad

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Andrés Barba
Andrés Barba

Andrés Barba nació en Madrid, en 1975 y hace varios años que su nombre ocupa un espacio distinguido en el mundo de la literatura en español. En su momento fue seleccionado por la prestigiosa revista Granta como uno de los escritores a seguir, aunque la consagración definitiva llegó con el premio Herralde otorgado a su novela República luminosa, un verdadero mundo creado por el autor en el que de destacaba su original mirada sobre la infancia, y que fue celebrada por la crítica y los lectores de manera unánime.

Barba es un autor prolífico y algunos de sus muchos títulos en diversos géneros son La hermana de Katia, Ha dejado de llover, Ahora tocad música de baile, Versiones de Teresa, Las manos pequeñas, Muerte de un caballo, En presencia de un payaso, Caminar en un mundo de espejos, La ceremonia del porno (ensayo coescrito con Javier Montes y Premio Anagrama de ensayo) y La risa caníbal.

Traductor, ensayista y narrador, a su vez traducido a más de veinte lenguas, Barba avanza con su proyecto literario sin corsé y acaba de publicar Vida de Guastavino y Guastavino, un libro breve en el que aborda el género biográfico de manera singular, ocupándose de la vida del constructor valenciano Rafael Guastavino, que en 1881 y sin hablar inglés pero con 40 mil dólares en el bolsillo, producto de una estafa, abandonó su país rumbo a Nueva York junto con su hijo menor, y una vez allí patentó una técnica medieval de bóveda tabicada. Es decir, patentó como propio un invento que en Europa tenía siglos de creación y aplicación. Guastavino, un pícaro y un genio a la vez, terminó dando su impronta a una ciudad que por entonces buscaba una identidad arquitectónica. Mientras cuenta la historia de los Guastavino con una calidad narrativa singular, Barba reflexiona sobre el género de la biografía y los perfiles y sobre las dificultades extraordinarias que entraña querer reflejar en palabras una historia de vida. “Toda biografía es inevitablemente una ficción porque pone coherencia, orden y estructura donde nunca la hubo, una vida humana”, explica a propósito de lo que considera un proyecto imposible.

La pandemia lo encontró viviendo en Nueva York con su familia y de allí debieron moverse luego para no correr el riesgo de arruinarse por el tema del seguro médico elemental, según cuenta. Tras un breve paso por España, donde las cosas no estaban bien, llegaron a la Argentina, cuando las cosas no estaban tan mal. Su esposa es de Posadas, Misiones, y allí es donde están viviendo ahora luego de descartar la opción de radicarse en Buenos Aires.

Lo que sigue es la transcripción de la charla que mantuvimos días atrás en el programa Vidas Prestadas, de Radio Nacional.

"Vida de Guastavino y Guastavino"
"Vida de Guastavino y Guastavino" (Anagrama), de Andrés Barba

— Lo primero que tengo para preguntarte es cuándo se te ocurre escribir sobre Guastavino y a partir de qué.

— Bueno, se empezó a generar cierto ruido en España reivindicando a este constructor, arquitecto español que aparece en Nueva York a finales del XIX. Leo algunos artículos de revistas de arquitectura, luego veo que sale un documental en la televisión pública española y me parece muy inquietante el intento de reivindicación nacionalista, digamos, de un personaje como ese. De repente, lo que me parece más divertido del personaje no es tanto su historia en sí, sino cómo en un momento de desorientación nacional como el que tiene España hoy se aprovecha a un personaje como éste para hacer una reivindicación nacional o algo así. Entonces, esta especie de diálogo de cómo construimos nuestros héroes nacionales y cómo nuestros héroes nacionales forman parte de esa trama de ficción generalizada que es una identidad nacional me parecía fascinante.

— Lo fascinante entonces era que se construyera un héroe nacional a partir de la figura de un pícaro y un estafador, además de un genio.

— Claro. Me parecía que nadie se estaba dando cuenta de que estamos reivindicando a un ladrón, a un estafador. Es muy alucinante no lo que activamos y nos unifica en un discurso identitario sino todo lo que colectivamente decidimos olvidar, o hacer como si no estuviera ahí. Y eso me parecía muy loco. Y casi me reía más que de la propia figura, y dije: éste es un pícaro, es un pícaro natural. Es españolísimo pero por razones distintas de las que ellos reclaman.

— Ahora, justamente estás hablando de “hacer de cuenta que eso no está ahí”. En España sería hacer de cuenta que eso no está ahí cuando todavía sigue la discusión por el tema de la memoria histórica y la recuperación de los muertos de las cunetas y demás. ¿Qué pensás de todo eso?

— Bueno, vamos a ver, porque es un tema, si quieres entramos a sangre y fuego.

— (Risas).

— A la paella ¿no? Esto es paella o muerte ¿no? Quiero decir, es muy interesante y muy terrible ver cómo en momentos de desorientación, sobre todo en momentos de desorientación con respecto a los hechos reales, que en realidad nuestro dilema más bien está relacionado con cuál es nuestra relación con los hechos y el tema de la posverdad, que es realmente el dilema de nuestros tiempos, ¿no?, el dilema que estamos empezando a gestionar ahora: cómo en ese contexto lo que se recuerda ya no importa tanto como lo que se acuerda olvidar. Y parece que es como sencillamente la inversión de lo otro y, en realidad, es mucho más terrible. Porque toda construcción identitaria no solo está basada en algo que se recuerda sino en algo que se decide olvidar. Y esa es una cosa que cuando uno escribe una biografía es muy patente. En el comienzo de este libro yo hago referencia a Borges diciendo básicamente que toda biografía es inevitablemente una ficción porque pone coherencia, orden y estructura en un lugar donde nunca la hubo, que es una vida humana.

— Claro.

— Algo parecido ocurre con las identidades personales y colectivas. Una narración es una estructura de sentido. Y para organizar una estructura de sentido tenemos que sacar fuera de ella lo que no tiene sentido. Incluso cuando lo que no tiene sentido formó parte importante de ese proceso. Entonces, por eso todas las narraciones -y por ende las biografías y relatos históricos- son fraudulentos necesariamente: porque solo tomamos de los hechos reales aquellos que dan coherencia a nuestra narración.

—¿ Cuánto sabías de la historia de Guastavino antes de comenzar a escribir?

— Nada, absolutamente nada. Lo único que sabía era que había habido un constructor español que había hecho muchos edificios en Nueva York y que había participado en la construcción de Grand Central Station, que es un edificio muy importante de Nueva York, y poco más. No sabía nada más, la verdad.

— Hay algunas cosas que se dicen en el libro en relación a esto que estás diciendo que son muy interesantes, como cuando decís que: “con el mismo puñado de datos fragmentarios y el pertinente aparato retórico podrían hacerse múltiples biografías opuestas”. Y, después, esta relación de la biografía con la verdad: “lo verosímil siempre resulta más convincente que lo real”. Forma parte de esto que estás señalando, me resulta muy interesante.

— Sí, sí, exactamente. Hay un escritor español, aquí quizás no lo conocéis mucho porque era un poco experimentalista, Rafael Sánchez Ferlosio, que tiene un libro que se llama El Jarama. Fue un libro experimental de los años 50 donde básicamente lo que intenta recoger es cómo era una excursión de un grupo de madrileños al Jarama, que es un río que queda cerca de Madrid, donde de repente una chica se ahoga accidentalmente. Entonces, la primera parte de la novela eran las conversaciones que tenían los excursionistas madrileños de un domingo normal. Y para reconstruir esas conversaciones, lo que pone Sánchez Ferlosio es una grabadora y decide reproducir literalmente las conversaciones que los madrileños tenían en esa parte de la novela. Pero cuando las reproduce se da cuenta de que son inverosímiles. A pesar de que han sucedido, realmente como texto son inverosímiles, entonces, para convertirlas en creíbles tiene que retocarlas. Eso es lo que ocurre, esa es un poco la complicada relación entre verosimilitud y realidad, ¿no?

— Mencionás esto y recuerdo Sangre de amor correspondido, la novela de Manuel Puig, que también surge a partir de un relato real y con técnica de grabador, y naturalmente el resultado final no era la transcripción literal porque era completamente inverosímil.

— Claro, claro, inverosímil, seguramente incomprensible también.

"Historia universal de la infamia
"Historia universal de la infamia es un libro fundamental en mi formación de escritor", dice Andrés Barba. (Eduardo Carrera)

— Y aburrida, tal vez. Hay algo que me gusta mucho, está en la página 75 y dice así: “No sabemos nada, y la historia es mentira y el amor no existe. Pero a veces basta el miedo, el miedo como el hilo dorado de una fábula, para recuperar todas las realidades perdidas. La verdad, la ciencia, el amor. Por cada gesto bajo sospecha el miedo engendra una constelación de ciudades posibles. Dadle miedo a alguien capaz de construirlas y tendréis el mundo”. Me encanta esa frase. Me gusta porque reúne mucho de todo lo que estás señalando. Una de las cosas que te quería preguntar es cómo era hasta ahora tu relación con las biografías, como lector y como narrador.

— Bueno, yo soy escritor de ficción y ensayista, básicamente, pero siempre he sido muy fanático de las biografías literarias. Sobre todo, por supuesto, de las biografías falsas, algunas de ellas borgeanas. Historia universal de la infamia es un libro fundamental en mi formación de escritor. Pero sobre todo de estos autores franceses y anglosajones como Jean Echenoz, Pierre Michon, Emmanuel Carrère, aunque en otro estilo, Thomas de Quincey, Aubrey, Marcel Schwob. Es como una tradición muy francófona la de la biografía. Sobre todo la de la biografía construida a partir de la periferia de los personajes, no tanto esta especie como de novela histórica o de historia como género, que es lo que hacemos nosotros más bien o los alemanes por ejemplo, sino como una especie de biografía de los hechos mínimos. Dando por descontado que es imposible contar una vida humana y contar una vida humana es un afán que no tiene sentido, en vez de dimensionar el fracaso tratando de contar los grandes hechos, tratar de concentrar la vida entera de alguien en un gesto minúsculo. En un gesto aparentemente banal donde se concentra todo. Me parece muy convocante un proyecto así, mucho más que el proyecto idealista de tratar de contarlo todo.

— En Vida de Guastavino y Guastavino lo que uno encuentra es el relato de dos vidas, por lo menos de dos vidas, pero también es el relato del relato, que está permanentemente cruzándose. Y me gustaría que me digas cómo trabaja alguien que toma la biografía como un ejercicio literario para elegir. Porque -como decía Piglia- para escribir tiene tanta importancia lo que uno escribe como lo que uno omite. Y en tu libro tiene mucho que ver esto de las omisiones, vos mismo lo señalabas antes: cómo dejar afuera algo y cómo hacer refulgir aquello que decías “esto tiene que estar”.

— Bueno, para responder bien a tu pregunta, una introducción mínima a quién es Guastavino. Guastavino es un arquitecto, constructor, español, que agarra un sistema español medieval de construcción y lo patenta -que es como patentar la rueda más o menos-, en Estados Unidos. Es un sistema de construcción relativamente económico que tiene la ventaja de ser ignífugo cuando el fuego era era un gran problema de las ciudades en los Estados Unidos. Había incendios bestiales en los que se quemaba la mitad de la ciudad, etcétera. Ese personaje aparece allí con un sistema de construcción que nadie conoce, del que él se tiene que inventar toda una narración, todo un aparato teórico y tiene que demostrarles que ese sistema es efectivo. Es decir, hay ya una narración previa a mi narración de la historia de Guastavino y es la narración que se inventa el propio Guastavino de ese sistema constructivo, que también hay como un relato fantástico. Entonces, a qué me enfrento yo, a un personaje que es en parte pícaro, en parte genialoide, que consigue instaurar un sistema de construcción modernista, que le da un carácter arquitectónico a la ciudad y que, posteriormente, en los años 40, 50 del siglo XX, la propia ciudad de Nueva York elige como identitario. Porque yo creo que eso es lo más importante de este libro: Guastavino llega a una ciudad sin identidad arquitectónica. Una ciudad, un país entero que está decidiendo su identidad arquitectónica en ese momento. Y su intervención acaba resultando esencial, clave digamos. Hay dos partes, una es cómo la ciudad posteriormente elige eso como identidad y cómo este personaje llega allí, construye como un enloquecido, etcétera.

¿Qué dejar fuera? Bueno, pues esa es la pregunta del millón, ¿no? Si yo te preguntara ahora qué es esencial y qué es circunstancial en tu vida, pues de algunas cosas lo sabrías seguramente pero de otras no lo tendrías muy claro. Porque uno no sabe si algo es esencial o banal hasta que no ha comprobado las consecuencias de esas acciones. Uno piensa a veces que ha hecho algo banal y luego tiene una importancia absolutamente determinante en su vida.

— Bueno, en los perfiles, las siluetas y los retratos, como periodista uno pone el ojo casi a la manera en que un psicoanalista pone el oído, ¿no?

— Exacto. Sí, sí, sí. Sobre todo porque el propio interesado, quiero decir, nosotros mismos, hacemos una narración de nosotros mismos. A veces una narración es fallida porque uno no percibe claramente el lugar de su importancia. Bueno, el propio Cervantes cuando muere piensa que el Quijote es un libro menor, nada más que eso. Fíijate, a partir de ahí todo lo que quieras. Cómo hace uno una biografía de Cervantes cuando él se muere pensando, bueno, al menos he escrito La Galatea.

— Claro, claro.

— Se fue a la tumba pensando el pobrecito en un libro que hoy no leen más que tres cervantistas.

— Y al mismo tiempo en tu caso estamos hablando de dos biografías que uno termina como confundiendo porque hay un mismo apellido, un mismo oficio y una misma ciudad, pero, en definitiva, comienza el padre pero quien termina esa tarea es el hijo.

— Claro. Esa es como una pregunta esencial un poco de todas las artes. De la literatura, de la pintura, de la fotografía: ¿cómo debemos representar la realidad? ¿como la realidad es o como la percibimos nosotros? Bueno, esta es la pregunta kantiana. Cuando yo me encuentro con esta biografía veo que hay dos tipos, padre e hijo, que se llaman exactamente igual, que tienen una empresa de construcción en Nueva York, y que cuando muere el padre, por supuesto sale en prensa porque era un personaje relativamente público, pero mucha gente no se entera, porque estamos hablando de 1905. Y mucha gente cree que Guastavino sigue vivo y es ese hijo, ¿no? Entonces hay como la vida de un arquitecto vampírico que está construyendo en Nueva York durante casi un siglo entero. Entonces, ¿cómo se debe representar eso en una biografía, como si todos supiéramos ‘ah, ahora viene el hijo, este fue el padre’, o como si nosotros también participáramos de ese engaño de que es la misma persona? Bueno, pues, a lo mejor, la forma más apropiada es generar esa confusión también en el texto biográfico. Y yo creo que eso es con lo que es divertido jugar, realmente. Porque, bueno, de eso se trata al fin y al cabo. Ya que todo es inevitablemente una ficción, que sea una ficción que podamos creernos al menos.

Guastavino llevó a Estados Unidos
Guastavino llevó a Estados Unidos un sistema medieval de construcción y lo patentó.

—Hay una escena muy fuerte que tiene que ver con el fuego y con la narrativa que Guastavino tiene que armar acerca de su invento, en la que construye para destruir, por decirlo de algún modo.

— El sistema de construcción que Guastavino intenta llevar a los Estados Unidos no es un sistema de construcción cualquiera. A pesar de ser un sistema muy antiguo, del siglo XIV, siglo XV, no está muy bien datado, es un sistema de construcción relativamente humilde. Se llama la bóveda tabicada. Era una bóveda que se construía muy rápido y básicamente era para hacer cubiertas, bóvedas y bueno, espacios abovedados tipo mercados, cosas así. Eso implicaba que no tuviera un gran aparato teórico, a diferencia de otros sistemas arquitectónicos que sí lo tenían. Por lo cual no había forma de demostrar que esas bóvedas podían soportar el peso, que era mucho que podían soportar, o que fueran ignífugas. Entonces, básicamente, lo que le ocurre a Guastavino es que la única forma de demostrar que esas cosas son posibles es haciéndolas.

El primer edificio importante en el que participa, que es en la Biblioteca Pública de Boston, es un momento importante también en la arquitectura de Estados Unidos porque es donde se empiezan a construir estos edificios públicos con un carácter de palacio para el pueblo, con un carácter muy democrático y muy acorde con el país que estaban haciendo. Guastavino se planta en esa obra que ya está asignada para otro constructor, construye en el solar de enfrente una bóveda y le pone cinco toneladas encima y le prende fuego básicamente para demostrar que eso funciona. No había otra forma. Es como un vendedor de crecepelo, de repente, pero en versión arquitectónica.

Entonces es muy divertida también la historia de Guastavino, porque tiene que hacer todo ese relato. Tiene que convencer de que ese tipo de construcción es esencial. Y lo hace conectando la bóveda tabicada con las grandes bóvedas de la antigüedad. Es decir, para construir la modernidad construyamos como construían los asirios, como se construía en Mesopotamia, como se construía en Roma, etcétera, etcétera.

— Ahora, hablabas de cómo a mediados del siglo XX se recupera la arquitectura o la construcción de los Guastavino como identitaria pero también hubo durante décadas una ausencia importante en la historia de la arquitectura de Estados Unidos de estos nombres. ¿Qué pasó ahí?

— Bueno, lo que pasó es que no eran arquitectos, eran constructores. ¿Cuántos constructores conoces tú en general? Uno a lo sumo. Conocemos a los arquitectos, que son quienes firman las obras y, en realidad, Guastavino no era más que el constructor que se encargaba de hacer las bóvedas y las escaleras. No era el tipo que firmaba la obra. Por eso están en un segundo plano identitario. Cuando descubres que ellos no sólo proveían una solución arquitectónica sino una solución reconocible, porque esas bóvedas no estaban enyesadas, no era simplemente una bóveda sino que era una bóveda con unos azulejos que proponían unos patrones y tal y que luego se hacían muy reconocibles, te das cuenta de que todos esos edificios acaban pareciendo de Guastavino cuando en realidad son de muchos otros arquitectos. Guastavino habría necesitado quince vidas de arquitecto para hacer todos los edificios en los que participa, porque participa realmente en muchísimos, en más de mil edificios.

— Hay una frase que me gusta porque es muy cortita pero señala el modo en que trabajas estas historias y cuando el narrador dice: “Si quieren azulejos enterrémoslos en azulejos, pensamos que piensa Guastavino”. Te divertías haciendo eso, ¿no?

— Sí bueno, ahí se ve lo bien que me lo estaba pasando yo también.

(Risas) se nota.

— Sí, sí. Porque en realidad una biografía es un juguete. Si uno no se aleja de la especulación, si uno no se aleja de poner de manifiesto que todo es inevitablemente una especulación, uno puede reírse a carcajadas primero de sus propios prejuicios como escritor o de lo mucho que intentas manipular ese material para que acabe diciendo lo que tú querías que dijera desde el principio. Pero también te puedes reír de las expectativas del lector, porque todos como lectores tenemos unas expectativas que son un cliché puro y duro. Uno habla del Nueva York de 1890 y todo el mundo está viendo Gangsters de Nueva York en su cabeza ¿no? Inevitablemente. Cosa que es cierta, está lejos de ser falsa.

— U otro Scorsese, o La edad de la inocencia, también ¿no?

— Exacto. Exacto. Sí, sí. Nuestra imaginación está colonizada por el cine en un punto. Pero si le recordamos a nuestra imaginación lo ridícula que es esa imagen cinematográfica, también nos podemos reír de una manera muy interesante poniendo en compromiso la solidez de esas verdades que consideramos como irrefutables.

— Mientras en Vida de Guastavino y Guastavino trabajás con la realidad ficcionalizándola, en República luminosa revestís la ficción de un halo de documental. ¿Qué hay en tu proyecto literario de cruzar ficción y no ficción? Porque, al mismo tiempo, también sos ensayista, tenés ficciones, tenés textos más poéticos. ¿Cómo es ese cruce entre ficción y no ficción?

— Bueno, yo creo, como comentábamos al principio, que la verdad es el tema de nuestro siglo. Yo creo que esa es la gran, bueno, por supuesto la revolución feminista, pero la revolución feminista es como trasversal en un punto y lo afecta todo. Pero, en términos gnoseológicos, el gran reto es la verdad y esta enorme desorientación que tenemos para dirimir lo verdadero y una desorientación que me temo será mayor. Por eso determinar lo cierto, determinar qué consideramos verdad, o cómo nos manejamos con la verdad, o qué repercusiones tiene la verdad, nos va la vida en ello. Y yo creo que, inevitablemente, la literatura queda impregnada de esa especie de labilidad, de elasticidad de lo cierto en la que estamos inmersos hasta el cuello y que es un problema que no estamos sabiendo resolver. Así que es inevitable que los escritores estemos un poco girando como satélites alrededor de ese tema. Haciendo ficciones no ficcionales y no ficciones ficcionales, digamos. Estamos en una tierra de penumbra absoluta en ese sentido.

Emmanuel Carrère. (EFE/ Marta Pérez)
Emmanuel Carrère. (EFE/ Marta Pérez) Barba se revela cansado de la coquetería de cierta narrativa de autoficción, como la del autor de "Yoga".

— Mencionaste antes a Carrère y pensaba también en Javier Cercas, quien ahora está escribiendo relatos más tradicionales y de género, concasi nada de autoficción. Pensaba también en la última novela de Carrère en donde también por una cuestión legal tiene que someterse a determinadas rigideces y él mismo dice que se trata de una novela. Es un momento en el que el híbrido predomina, ¿no?

— Absolutamente. Bueno, y has citado dos autores que parecen distintos pero se parecen muchísimo, en realidad. A los que he leído y disfrutado mucho y de los que he acabado muy cansado también, y eso que Javier es muy amigo mío. Espero que no oiga esto porque, vamos (risas).

— Yo creo que él también se cansó.

— Yo creo que, sabes qué, tiene que ver un poco por la cuestión narcisista. O sea, ese narrador narcisista que no puede estar al final hablando de su ombligo todo el tiempo. Y, en el fondo, a veces al final ya casi con desgano, ¿no? Yo creo que este libro de Carrère, que es buen mal libro, digamos, con todas las cosas buenas de Carrère que es un buen escritor y sus peores defectos. Al final dices “bueno, esto es la decadencia de un estilo, exactamente”. Cuando el narcisismo, digamos, empieza a infectar lo que de bueno tenía una narración en la que el escritor se hacía presente.

— Igual debo decirte que en Yoga me da la impresión de que Carrère pudo, con ese talento tremendo que tiene, superar esas limitaciones y esas mordazas legales que tenía. Esto que decís de “un buen mal libro” me gusta mucho como definición.

— A mí lo que más me molesta fíjate es la coquetería de la autoficción. O sea, hay una parte de la autoficción que me gusta, y de hecho yo creo que la autoficción obviamente es algo muy de nuestro tiempo inevitablemente, pero hay una cosa que me jode que es la coquetería. La coquetería me parece un vicio feo en la gente en general y en la literatura también un poco. Incluso a muy buenos escritores, no sé, la coquetería me parece que los degrada un poco.

— Entiendo perfectamente lo que señalas. También uno podría preguntarse por qué llegamos a este momento de la literatura y la preponderancia del yo. No estoy tan convencida de que solo tenga que ver con las redes sociales, me parece que tiene que ver también con procesos que siguen los propios géneros, ¿no?

— Claro. Bueno, lo de las redes sociales está bien, lejos de nacer de una gran convicción de nuestro yo nace de una gran duda de nuestro yo. Las redes sociales tienen éxito porque no estamos nada convencidos de nuestra entidad como personas. Es el lugar donde corroboramos aquello de lo que sospechamos un poco. Las necesitamos precisamente porque dudamos de nosotros, no porque creamos más que de sobra en que somos algo creíble, coherente.

— Para alguien que escribió República luminosa, un libro premiado y un libro por el que se te reconoció y todavía se te reconoce mucho, ¿cómo es superar esa instancia? Hablábamos antes de la coquetería y del narcisismo. ¿Cómo fue salir de ahí?

— Es complicado, no es fácil. Uno tiende a hacer algo cuando tiene éxito y es profesionalizar el éxito, es decir, hacer otro libro igual pero con menos gracia. Como onda expansiva. Es una tentación tan clara que inevitablemente uno el primer libro que intenta después de algo que ha funcionado es otra cosa que se le parece, Pero bueno, Pavese creo que era que decía que para seguir produciendo libros que valga la pena leer uno tiene como que alejar y evitar el profesionalismo. Evitar profesionalizarse como escritor, ser un escritor profesional. Es el peor cáncer. Así que, nada, probar un género que sea marciano. Yo creo que por eso acabé haciendo una biografía, porque la mejor manera de no rentar un libro, era escribir una biografía.

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