Tengo una espléndida memoria
para el olvido, David.
Alan Breck, en Secuestrado
El hombre que narra es un misterio. Para desentrañarlo, sus lectores recurren a la confesión, la correspondencia privada, las fotos y retratos, el análisis psicológico, el recuerdo de quienes lo frecuentaron, como si conocer al mago les permitiera entender su magia. En el caso de Stevenson incontables biografías intentan definir al hombre desde un sinfín de presupuestos; ninguna lo abarca del todo y, por cierto, ninguna explica el misterio.
Sabemos que Robert Louis Stevenson nació en 1850 en Edimburgo, ciudad cuya arquitectura puebla gran parte de sus relatos y cuyo acento ritma todo verso y prosa suyos. Desde niño sufrió una tuberculosis que acabó matándolo en 1894, y durante las largas noches de dolor e insomnio su fiel nodriza, Cummie, le contaba historias de miedo para alejar el miedo físico que el pequeño Stevenson llamaba “la bruja de la noche”, para no darle su verdadero nombre. En busca de alivio para sus pulmones y después de vagos estudios de derecho, se lanzó a viajar por el mundo, de las montañas de Europa a los mares del Sur. En Francia se enamoró de Fanny Osborne, una estadunidense madre de dos niños, varios años mayor que él; cuando Fanny volvió a su patria, Stevenson fue en su búsqueda cruzando el Atlántico y los Estados Unidos hasta California, para pedirle que se casase con él. Fanny aceptó. En 1890, con su madre viuda, su mujer y sus dos hijastros, Stevenson emigró a Samoa, donde los indígenas le dieron el nombre de Tusitala, que quiere decir “hombre que cuenta cuentos”. Cuando murió, un batallón de samoanos llevó su cajón a hombros hasta la cima de la montaña más alta, donde fue enterrado entre palmeras. Su tumba lleva el epitafio que él mismo escribiera años antes y que acaba con estas palabras: “Aquí yace donde deseaba estar;/ El marinero ha vuelto del mar/ Y el cazador ha vuelto del monte”.
Mi amistad con Stevenson comenzó temprano. Leí sus poesías para niños (Jardín de versos para niños) a los seis o siete años y aprendí varias de memoria, que todavía recuerdo. Vino luego La isla del tesoro en la espléndida edición de May Lamberton Becker, cuya introducción contaba cómo Stevenson había imaginado el libro a petición de su hijastro adolescente, a partir de un mapa esbozado durante una tarde lluviosa. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde y los cuentos de Las nuevas mil y una noches los descubrí años más tarde: el primero sigue siendo uno de mis libros de cabecera, el segundo me hace reír aún hoy con sus descabelladas y trágicas aventuras. Adolfo Bioy Casares me hizo leer sus colecciones de ensayos y me habló largamente de su afinidad intelectual con el autor de Familiar Studies of Men and Books [Estudios familiares sobre hombres y libros] y Virginibus Puerisque y otros ensayos, sin duda uno de los dioses tutelares de El sueño de los héroes y Aventuras de un fotógrafo en La Plata. Bioy (como también Borges, otro de sus grandes admiradores) no entendía por qué Stevenson no era más leído hoy en día.
Stevenson fue uno de los autores más populares de su época. Su literatura (que incluye poesía, narración y ensayo, pero también el sermón, la plegaria y el género epistolar) es sobre todo entretenida, y esta calidad ha hecho que, poco después de su muerte, los lectores del siglo xx tacharan a su autor de “mero cuentista”, olvidando su espléndido estilo, notable por su perfección y discreción. Ahora, cuando pensamos en Stevenson (a pesar de la veneración de críticos tan perspicaces como Borges, Bioy, Graham Greene y Nabokov), nos imaginamos a un escritor de libros para muchachos, categoría en la que malamente incluimos tanto La isla del tesoro como El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. La falta es nuestra.
Creemos conocer a Stevenson porque creemos conocer la imagen que proyectó en el mundo: la de un empedernido viajero narrador de historias y un enamoradizo hombre de acción cuyos riesgos (decimos) fueron más corporales que literarios. Confundimos los temas de su literatura con el hombre que los exploró, como si toda creación fuese fiel reflejo de su creador. “Tuve la desdicha de empezar un libro con la palabra ‘yo’ y de inmediato se supuso que, en lugar de intentar descubrir leyes universales, estaba analizándome a mí mismo, en el sentido mezquino y detestable de la palabra”, se quejaba Proust a finales de su vida. Igual queja hubiese podido hacer Stevenson, cuyos piratas y aventureros hacen pensar que su autor era sobre todo un sanguinario maleante y apenas un hombre de letras. En una carta dirigida a Henry James, escrita en 1885 cuando Stevenson frisaba los 35 años, se queja de la impresión que tienen de él sus lectores: “un ‘atlético-esteta’ de rosadas agallas”. Y aclara: “el verdadero R.L.S.” es “un espectro enclenque y reservado”. Lo cierto es que ninguna de las dos definiciones le hace justicia.
Stevenson fue, sobre todo, escritor, es decir, un artesano del lenguaje. Para él, el mundo y las palabras que lo narran tienen igual importancia. No es que las unas puedan remplazar al otro (“Los libros tienen su valor, pero son un sustitutivo de la vida completamente inerte”, dijo en “Apología de la pereza”), pero pueden ser el instrumento que permita explorarlo íntimamente, un instrumento que debe ser refinado, pulido, aguzado. Estilo, arte y artificio le importaron toda su vida. Si eligió ser escritor en lugar de ingeniero como sus antepasados, y construir historias en lugar de faros, no abandonó nunca la ancestral devoción a los métodos y técnicas profesionales, cualquiera que fuera la profesión. La maestría del álgebra y de los logaritmos sobre la cual los primeros Stevenson basaron sus trabajos fue remplazada en el lejano nieto por un profundo conocimiento del diccionario y de la gramática inglesas; para él tuvo tanta importancia el equilibrio de una cierta frase como para ellos el de un cierto puente. “El amor por las palabras y no el deseo de publicar nuevos hallazgos, el amor por la forma y no una nueva lectura de hechos históricos, marcan la vocación del escritor”, declaró (“Fontainebleau”).
El estilo que resulta es impecable, puro. Leer el primer párrafo de su cuento “El diablo de la botella” o cualquiera de los textos de Essays on Travel [Ensayos de viajes] es descubrir lo preciso y claro que puede ser un idioma en manos de un maestro. Su confianza en el poder de la lengua escrita le hace buscar siempre el mot juste que, como su contemporáneo Flaubert, sabe a ciencia cierta que se halla en esa casi infinita combinación de veinticuatro letras, y ningún texto le parece acabado hasta encontrarlo. Es por eso por lo que después de su muerte, y a pesar de que su viuda quemó centenares de sus papeles, fue encontrado un buen número de textos inconclusos, muchos de una perfección admirable, pero que no debieron satisfacer del todo a su exigente autor.
“El estilo es la invariable marca de un maestro”, advierte en “Una nota sobre el realismo”,
y para el aprendiz que no aspira a ser contado entre los gigantes, es, a pesar de todo, la cualidad en la que puede adiestrarse a voluntad. La pasión, la sabiduría, la fuerza creativa, el talento para el misterio y el colorido nos son otorgados a la hora de nacer, y no pueden ser ni aprendidos ni estimulados. Pero el uso justo y diestro de las cualidades que sí tenemos, la proporción de una con respecto a la otra y con respecto al todo, la eliminación de lo inútil, el énfasis en lo importante, y el mantenimiento de un carácter uniforme de principio a fin: éstas, que juntas constituyen la perfección técnica, pueden ser alcanzadas hasta cierto punto a fuerza de trabajo y de coraje intelectual.
Muchas veces alcanzó Stevenson esa “perfección técnica”. Por ejemplo, cuando describe una escena compleja, la muerte del viejo Lord en El señor de Ballantrae o el último día con la burra Modestine en Viajes con una burra por los montes Cévennes, no le basta contarla con verbos aproximativos que luego intentan afinar o remediar una caterva de adverbios y adjetivos. Stevenson dibuja la escena con precisión de cirujano y, al releerla, nos damos cuenta de que ni una sola palabra puede ser remplazada, de que cada palabra es necesaria para mantener la coherencia del párrafo entero. “Cuando contemplamos un paisaje, éste nos deleita”, escribe en “A Restrospect” [”Una retrospectiva”], “pero sólo cuando ese paisaje vuelve a nuestra memoria de noche, junto al hogar, podemos desentrañar su encanto principal de la maraña de detalles”. Así también puede definirse el estilo de Stevenson.
Ese estilo —preciso, singular, invisible— se presta admirablemente a su pensamiento. Heredero de la severa fe de Lutero y de John Knox, mitigada, es cierto, por la igualmente fervorosa imaginación del norte, con sus brujas, sus demonios, sus elfos y sus fantasmas, Stevenson resume su filosofía en el sermón de Navidad que escribió para su familia en 1888:
Ser honesto, ser amable —ganar un poco y gastar un poco menos, por lo general volver más alegre a una familia por su presencia, renunciar si es preciso y no sentirse amargado, tener unos pocos amigos pero éstos sin rendirse jamás, sobre todo, con esa severa condición: ser amigo de sí mismo—, he aquí una empresa que requiere toda la fuerza y delicadeza que pueda tener un hombre. Posee un alma ambiciosa quien pidiera más, y un espíritu optimista quien esperase que tal empresa fuese exitosa. Hay, sin duda alguna, en la suerte humana un elemento que ni siquiera la ceguera puede controvertir: sea la que fuese nuestra tarea, no estamos destinados al éxito. Nuestro destino es el fracaso. Así es en todo arte y todo estudio; es así sobre todo en el mesurado arte de vivir bien.
Esa convicción de que toda empresa humana está destinada a fracasar no es, para Stevenson, causa de lamento sino de regocijo. Si no estamos obligados al éxito podemos disfrutar de nuestras labores sin sentimiento de culpa y sin temor al castigo, haciendo lo que debamos hacer lo mejor que podamos, disfrutando del esfuerzo y del camino elegido. “Viajar esperanzado es mejor que llegar, y el verdadero éxito reside en el esfuerzo”, concluye en uno de sus mejores ensayos (“El Dorado”).
La filosofía de Stevenson es, sobre todo, alegre, agradecida, y es por eso por lo que Stevenson es uno de los pocos escritores que dejan al lector con una impresión de felicidad. El mundo lo deleita, no por lo que pueda ofrecerle u otorgarle, sino por sí mismo, por su mera existencia, y quiere compartir con quien lo lee esa casi arbitraria dicha. “No hay valor que valoremos menos que el deber de ser feliz”, escribió (“Apología de la pereza”).
Para contarnos el mundo, Stevenson se sirve de su propia biografía, nunca con ostentación, sólo como prueba o anécdota para iniciar o ilustrar una idea. “Creer en la inmortalidad es una cosa, pero primero se necesita creer en la vida”, dice en “Memories and Portraits” [”Recuerdos y retratos”]. A partir de su infancia nos explica la importancia de las pesadillas, y a partir del tono de voz con que Cummie le contaba historias para alentar el sueño nos habla del ritmo propio de cada texto. Tomando como punto de partida su trabajoso amor por Fanny, nos habla de la amistad, del matrimonio, de las obligaciones y deberes del corazón. Haciendo la crónica de sus peregrinajes, nos propone conductas ejemplares frente al paisaje (incluso el paisaje sin atractivos), frente a los desconocidos (cuya experiencia puede iluminar la nuestra), frente a la justicia y (la palabra parece desaforada, pero no en la prosa de Stevenson) el honor. Cada texto de Stevenson es, además de una creación literaria, una propuesta ética.
“Cuando lo has leído”, escribió Stevenson sobre las Meditaciones de Marco Aurelio en “Books Which Have Influenced Me” [”Libros que me han influido”], “te llevas contigo el recuerdo del hombre mismo; es como si hubieras asido una mano leal, fijado la vista en sus valientes ojos, y te hubieras hecho un noble amigo; de ahora en adelante, te atan otros nuevos lazos, sujetándote a la vida y al amor de la virtud”. Estas palabras pueden aplicarse, sin cambiar una sola, al lector de Robert Louis Stevenson.
Mondion, 1° de febrero de 2005
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