“Hay que tener un ojo puesto en la inteligencia francesa y el otro clavado en las entrañas de la Patria”, fue la consigna de Echeverría. Piglia sostendrá que la mirada estrábica es la verdadera tradición nacional: un ojo en la literatura universal, en el aleph; el otro en la sombra de los bárbaros, en el destino sudamericano. Así, la literatura nacional, buscando emanciparse de la literatura española, nació abrazándose a la literatura francesa. El mejor escritor argentino del siglo XIX, quien además llegó a Presidente, es Sarmiento. Él acuñó la frase más famosa de la literatura argentina: “las ideas no se matan”. Pero en esta frase se condensa, quizás, toda la literatura argentina, que se estaba inventando. Porque Sarmiento cita mal la frase original (“On ne tira coups de fusils a les idées”) y, además, la atribuye erróneamente a otro autor.
Así, el comienzo de la literatura argentina es indisociable a la literatura francesa pero, al mismo tiempo, nace unida al error, a la traducción, a la cita, al plagio, a la falsificación, a la urgencia, a la libertad ficcional. Echeverría viajó a París en sus veinte años y trajo a nuestro país una novedad: el Romanticismo. En 1837 escribe uno de los textos fundacionales de la literatura argentina: La cautiva. Lo primero que se lee en su poema es también literatura francesa, en este caso una cita de Hugo: “Ils vont. L’espace est grand” (Ellos van. El espacio es grande).
En La Cautiva Echeverría mitifica el llamado desierto argentino, que no es otra cosa que el lugar en donde viven los indios, a quienes Echeverría propone eliminar. Su objetivo será cumplido algunos años después, cuando el aparato de violencia del Estado asesine a las comunidades originarias y reparta sus tierras, fundando así la Argentina que conocemos. ¿Será que reescribiendo uno de los textos que funda nuestra nación podremos refundarla?
En Las Cautivas, obra que estrenaré el viernes 10 de septiembre en el Teatro de la Ribera, dependiente del Complejo Teatral de Buenos Aires, un malón irrumpe en una boda en medio de las pampas y secuestra a la novia, una joven mujer francesa llamada Celine. Ya entre la tribu, en pleno festín, Celine será protegida por una heroína inesperada: una india llamada Rosalila. Las dos mujeres se fugarán juntas a través de la extravagante geografía nacional. Atravesarán soles, lluvias, hambres, peleas, un tigre, un mono, dos soldados, una niña enferma, varios ríos.
Si el origen del teatro, la tragedia griega, se propuso fundar mitos; Las Cautivas, en su retorno al origen de la literatura argentina, propone repensar la mitología nacional, siempre marcada por la admiración positivista francesa y la negación indigenista latinoamericana. Escribió Borges, en su célebre Poema Conjetural, “al fin me encuentro con mi destino sudamericano”.
Reescritura del clásico de Echeverría, nuestra Las Cautivas le debe mucho al modo en que Copi reescribe el Martín Fierro en su Cachafaz. A la vez, los nombres de las protagonistas homenajean a las de As you like it de Shakespeare. El Atala de Chateaubriand también es revisitado en nuestra aventura, que le debe todavía mucho más al Eisejuaz de Sara Gallardo. El mapa de las influencias tiene más calles, pero vayan estas como pequeña guía o austera gratitud.
Las Cautivas se ofrece como una refundación, como una metafísica, como una naturaleza, como pura ficción y como el afán de regresar a un lugar que hemos perdido definitivamente. Si Argentina fue un país fundado por libros, si sus primeros mandatarios eran, a su vez, escritores, si la clase política expresaba sus ideas a través de la literatura, si el origen nacional es inseparable de la escritura: ¿por qué la Historia tendría más valor que la Literatura en la creación de eso que solemos llamar Argentina?
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