¿Una novela sobre Stalin? No una biografía, no un estudio historiográfico ni el análisis político de un hombre que marcó en forma negativa el siglo XX, sino una ficción. Esa fue la tarea que llevó adelante el escritor Sebastián Robles quien, tras cinco años de investigación y escritura, publicó La máquina soviética (Ediciones Paco), un descarnado retrato fragmentario de la persona que tendría un rol central como adalid de la construcción del Estado soviético y que hoy es objeto de repudios históricos, cuando no minoritarias reivindicaciones, luego de que gobernara el país de los soviets con mano dura, fusilamientos a mansalva y la instauración del terror como método en lo que debía ser la primera sociedad sin clases, socialista. A través de una serie de capítulos que son episodios en sí mismos, y que su autor denomina un folletín, La máquina soviética brinda un fresco que combina realidad y ficción para retratar a Stalin, el hombre fuerte de los primeros años de la URSS, cuyo significado remite, no por casualidad, al “acero”. Infobae Cultura conversó con Robles, que logró construir un personaje central del siglo pasado con talento y una virtud narrativa que el héroe-antihéroe merecía.
—Su libro tiene una estructura que funciona. Pero que también funciona en términos fragmentarios. Cada capítulo podría ser leído en sí mismo. ¿Cómo denomina a La máquina soviética en términos de género literario?
—Conversé bastante sobre esto con Juan Terranova, que es el editor del libro. Yo no uso la palabra novela, ¿eh? Yo creo que es un libro. Si me dicen que es una novela no tengo problema, si me dicen que es un una colección de relatos tampoco tengo tanto problema. Mis dos libros anteriores también los escribí con una mecánica parecida. Mi primer libro Los años felices salió como novela pero en realidad era un libro escrito en un blog por entregas, con una estructura parecida de capítulos breves. El mecanismo funcionaba como un mecanismo de repetición, cada capítulo era hacer lo mismo pero de una manera un poco diferente y un poco diferente y en el medio los personajes iban creciendo. Se vendió como novela. El segundo libro eran relatos que iba publicando en revistas digitales y entonces tuvo la etiqueta de cuentos.
—Visto de ese modo, La máquina soviética podría pensarse como un folletín hecho libro.
—Sí, yo lo pienso así. Además es interesante traer a la actualidad del folletín publicado en tu Facebook personal. Exacto. Trato de pensarlo así porque el folletín nace en la prensa gráfica, Poe publicaba sus cuentos en revistas. Es tratar de hacer lo mismo pero con los soportes de la actualidad. Lo publicaba en Facebook, algunos pasajes en Medium y si me pedían de alguna revista digital mandaba algún otro como anécdotas de Stalin, sin aclarar si era ficción, si era eral, nada de nada.
—Pero se nota que hay una base historiográfica que se encuentra en las bios de Stalin, pero ¿por qué Stalin?
—Mirá, en 2016 yo venía de de publicar Las redes invisibles, que circuló como libro de ciencia ficción. En cierto momento empecé a escribir un artículo sobre ciencia ficción rusa y con la ciencia ficción rusa pasa que las fuentes siempre son muy lejanas. La antología que más circuló en habla española durante mucho tiempo de ciencia ficción rusa era una traducción del italiano que a su vez había sido traducido del ruso, que incluía autores que también estaban muy filtrados por la censura. Entonces me dediqué a inventar mucho. Inventaba autores o tomaba a autores existentes y les inventaba una biografía porque en internet mismo no hay mucha información. En el medio leí una biografía de Stalin de Robert Service, un historiador liberal muy serio, académico, y me atrapó la biografía. Bueno, tiene sus cositas poco demostrables en sus biografías, que tiene de Trotsky y Stalin.
—Tiene algunos episodios inventados, al menos en la que yo leí de Trotsky.
—Sí, tiene esa fama, pero bueno, lo que me di cuenta más allá de que me atrapó esa lectura es que el libro está bastante mal escrito. Hoy las biografías las escriben catedráticos, especialistas de la academia, Service es catedrático en Cambridge de Historia de Rusia, me parece, pero en los años 60, en los años 50 había una moda que hacía que hubiera novelistas que eran biógrafos, como Irving Stone que tiene una biografía de Freud que está buenísima. Están mucho mejor escritas, pero claro, tienen cosas inventadas. Lo que me di cuenta en la biografía de Service, muchas veces en las notas al pie tenía anécdotas de Stalin que estaban buenísimas, de la gran puta. Entonces me dieron ganas de escribir. Elegí un capítulo de ese libro que no tenía anécdota, justamente eligiendo un dato de ese libro y lo transformé en una anécdota. El dato era que cuando Stalin manda a construir la bomba atómica hubo ciertos problemas porque Einstein estaba totalmente prohibido. Entonces hice la anécdota: Beria va y le dice: “Los usamos y los fusilamos después”.
—Yo leí el Stalin, el gran organizador de derrotas, de Trotsky y accedí, por una amiga que me regaló parte de los libros de su papá cuando murió, Laura Cukierman, como Historia de la URSS que cuando se lee uno dice: “Pará un poco…” Y cuando era chico tenía muchas revistas de la URSS que conseguía en el parque Centenario. Pero el libro de Trotsky no es una biografía propiamente dicha, sino un análisis sobre el ascenso del estalinismo en tanto figura de una capa burocrática restauracionista. Usted, ¿qué biografías leyó?
—Leí una que probablemente sea la más fantasiosa, pero a la vez la mejor escrita, realizada por Robert Payne. No es parte de la historiografía soviética oficial, que de esa leí muy fragmentariamente. También leí a Orlando Figes y leí mucho Wikipedia. Pero no me interesaba en ningún momento documentarme muy exhaustivamente, yo quería hacer un folletín y para eso me alcanzaba un mínimo dato para, desde ahí, desplegar una anécdota.
—¿Leyó a Boris Groys?
—Mínimamente.
—Vio que Boris Groys era un alemán del Este que se formó en la Universidad del Leningrado y estudió mucho y tiene un libro que es genial, pero que es sobre arte, sobre todo que es. Se llama Obra de arte total Stalin y tiene otro libro anterior que publicó Caja Negra donde en cierto momento estudiaba las teorías más maximalistas dentro del bolchevismo, cuando algunos militantes planteaban el derecho al inmortalidad. Y científicos locos, incluso Bogdanov, el creador de la “Proletkult”, que era una organización de más, cuando se va del Comité Central, plantea la rejuventud mediante transfusiones de sangre.
—Sí, tiene una novela de ciencia ficción. Él pensaba que de la manera de alargar la vida se lograba así y murió por una enfermedad que adquirió en una transfusión. Es medio loca esa época, ¿no? Lenin le dedicó un libro donde lo rebatía llamado Materialismo y empiriocriticismo. Esos tipos eran positivistas, tenían pensamiento dialéctico pero no podían llegar a pensar la revolución por lo tanto Bogdanov imaginaba sociedades utópicas en Marte. La idea cierra.
—Stalin sigue siendo controversial. Hay fracciones, incluso dentro del Frente de Todos como el Partido Comunista Revolucionario, que lo reivindican. Los enemigos del socialismo lo postulan como el dictador inevitable de la experiencia socialista, para los trotskistas es la expresión de la degeneración burocrática y restauracionista del capital.
—Es una figura muy escurridiza, por todo lo que decías. Incluso la biografía de Trotsky, que era un escritor brillante, escribió su Stalin que no está tan buena en términos literarios. Se nota mucho la carga del odio que le impide verlo del todo. Es una figura compleja de definir, muy escurridiza, porque el tipo era un asesino de masas también. Pero Trotsky no logra definir al personaje tan complejo. Al mismo tiempo tiene una racionalidad, quería ver qué le pasaba en la cabeza a ese tipo. Empieza siendo un bandolero, un delincuente y nunca deja de serlo en realidad. En un momento se encuentra con la madre, y esto fue señalado en biografías, y le dice a la madre: “Bueno, yo soy como el zar, pero bueno”. Se transforma en ese líder totalitario y además, pero mucho más: es el dueño de la racionalidad, que dice qué está bien y qué está mal. Es el dueño de la razón.
—Los sectores de la izquierda trotskista señalan a Stalin como un traidor a la revolución.
—Yo no sé si llamarlo un traidor a la revolución, es un problema de la revolución. La revolución también necesita de delincuentes.
—En cierto momento Stalin asaltaba bancos y trenes para financiar al partido. Si hacemos un paralelo, ¿también eran delincuentes los guerrilleros vietnamitas, los argentinos, los uruguayos, etcétera?
—Yo creo que los buenos escritores también son delincuentes que transgreden normas. Eso yo no lo juzgo negativamente, pero es lo que es. Evidentemente para hacer una revolución tenés que transgredir toda una serie de normas.
—Pero mire esto. Usted menciona el tren blindado que traslada a Lenin desde Alemania a San Petersburgo, en su novela señala que por un acuerdo con el Kaiser. En realidad, las negociaciones para ese tren las había realizado Parvus, un genio de la economía que, además, había elaborado la teoría de la revolución permanente al mismo tiempo que Trotsky, en 1905. Exiliado, conociendo los movimientos del capital por su gran conocimiento marxista, hizo fortunas en la bolsa, además de negocios non sanctos con armas. Y negoció, sin hablar con Lenin que se negaba a ello, el famoso tren blindado. Luego de la revolución de octubre quiso regresar a Rusia, pero la entrada le fue negada porque la directiva decía que no querían tener nada que ver con delincuentes como él. Parvus terminó muriendo en su propia isla en el Mediterráneo en una mansión con decenas de habitaciones.
—Mirá. Bueno, pero eso señala también una imposibilidad discursiva. Creo que era negar a los tipos que de alguna manera también hicieron posible eso, ¿no? Ahí hay un problema que Stalin expresa, porque fue lo que Stalin fue. Me cuesta tomar una postura así muy determinante. Me interesaba del personaje porque me parecía problemático, no entré a escribir sobre Stalin con una idea muy definida de cómo escribir sobre él. Traté de que la propia narración me fuera llevando a algún lugar.
—Claro, es que los capítulos son conclusivos en sí mismos. Pensaba al leer que el último capítulo podría estar al principio o en otro lugar. Sin embargo, la edición que le dio al conjunto se basa en cierta cronología.
—Mientras escribía sabía que en algún momento iba a tener que hablar de las purgas, en otro momento tenía que hablar de la purga de los médicos. Entonces mentalmente iba llenando el casillero y después lo puse en orden más o menos. Antes de escribir este libro por ahí pensaba quién era Stalin y, bueno, era un hijo de puta. Lo sigo pensando ahora. Pero a la hora de escribirlo intenté ir un poco más allá de eso. Me parece siempre que los villanos más interesantes son los villanos que tienen una carga también positiva y hay que animarse a pensar esa carga positiva. A ver, dónde me interpela esto, dónde soy un poco Stalin, dónde lo banco. Y eso no implica que deje de ser un villano, al contrario, implica que le vas a dar más dimensiones a ese personaje que hacés vivir, por lo menos literariamente. El desafío también era de que yo nunca estuviera a favor o en contra de Stalin, no me interesa. Traté de construir un personaje que me interesa y luego ni siquiera me importa si se parece tanto al Stalin real o no, porque yo escritor y no trabajé como biógrafo ni nada que se le parezca. Stalin funciona como villano en el libro y para eso uno tiene que acercarse lo más posible a ese personaje y en algunos aspectos tengo amistad. Por ejemplo, con la madre me resulta simpático. Se trataba de llegar a lugares menos fáciles.
—El último capítulo cierra todo, pero como le decía podía estar más adelante o más atrás, pero concluye al folletín. ¿Cómo llega al final, o qué quiso señalar, si es que quiso señalar algo?
—La granja de dobles de Stalin. Venía pensando en eso y me di cuenta de que el doble de Stalin también era yo porque había estado cinco años leyendo y escribiendo sobre Stalin como loco. Ahí lo que más me importa no es Stalin, sino su doble. También es cierto que hay un antes y un después de Stalin muy claro y un poco mi propia autopercepción de escritor que tenía que abandonar a Stalin en algún momento. Es el capítulo más autorreferencial porque plantea qué pasa después de Stalin. Qué me pasaba como escritor una vez que abandonara a Stalin.
Quizás esa duda literaria de Robles haya sido también una duda que atravesó al siglo XX, y cuyas esquirlas llegan a la actualidad.
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