Hace mucho tiempo que conozco a Silvina Ocampo. Hasta recuerdo mejor que ella ciertos acontecimientos de su vida: su bautismo, por ejemplo. En esta ceremonia yo era, después de ella, el personaje más importante, como que era yo quien la sostenía sobre la pila bautismal, no sin vivas inquietudes por la manera como se comportaría en el trance y como me desempeñaría yo misma. Para asistir a ese bautismo había cerrado mis cuadernos de escolar y mi diario, donde ocupaba lugar preponderantemente mi resolución de escribir Libros. Libros con una ingenua mayúscula.
En nuestra familia este género de ambición no había desvelado a nadie, que yo sepa. Y sin embargo la tinta estuvo presente en ese bautismo, pues manchaba los dedos de una de las hermanas: la que sostenía a la otra.
Si Silvina Ocampo tuviera necesidad de disculpas, yo vendría a acusarme públicamente de haber puesto en contacto su cabeza con la tinta de mis manos en ese preciso momento. Pero estimo que no es ese el caso que en modo alguno se trata de una enfermedad contagiada.
Hace años había yo empezado a escribir unos recuerdos de infancia –recuerdos que duermen en un cajón y que quizá publique–. Se me ocurrió preguntarle a Silvina si le gustaría ilustrarlos. Contestó que sí; pero todo quedó en proyecto.
Descubrí más tarde que Silvina tenía, en efecto, algo mejor que hacer que ilustrar mis recuerdos. Tenía que contar los suyos propios, a su manera. Y es lo que un día me trajo.
“Sentían que llevaban corazones bordados de nervaduras como las hojas, todas iguales y sin embargo distintas en las láminas del libro de Ciencias Naturales.”
Estos recuerdos, relatados bajo forma de cuentos y mezclados de abundantes invenciones, habrían podido ser los míos; pero eran distintos, muy distintos de tono, muy distintos de découpage, “como las hojas, todas iguales y sin embargo distintas en las láminas del libro de Ciencias Naturales”. Desde el fondo de un pasado común, vivido en la misma casa, inclinado sobre el mismo catecismo, abrigado por los mismos árboles y las mismas miradas, estos recuerdos me lanzaban señales en el lenguaje cifrado de la infancia, que es el del sueño y el de la poesía. Cada página aludía a cosas, a seres conocidos, en medio de cosas y de seres conocidos, como en nuestros sueños. Como en nuestros sueños, rostros sin nombre aparecían de pronto en un paisaje familiar, y voces extrañas resonaban en un cuarto cuya sola atmósfera era ya un tuteo.
Este juego de escondite, esta coalición de una realidad que se ha vuelto irreal y un sueño que se ha vuelto realidad nunca me ha impresionado tanto como en Viaje olvidado.
Precisamente porque conociendo el lado realidad e ignorando la deformación que esa realidad había sufrido al mirarse en otros ojos que en los míos y al apoyarse en otros sueños, me encontré por primera vez en presencia de un fenómeno singular y significativo: la aparición de una persona disfrazada de sí misma.
Los cuentos de Silvina Ocampo son recuerdos enmascarados de sueños; sueños de la especie de los que soñamos con los ojos abiertos. Máscara de Ginger Rogers sobre el rostro de Ginger Rogers, como en “Al Compás del Amor”. La amistad o la enemistad de las cosas inanimadas –que dejan de serlo– pueblan estos relatos como poblaban nuestra infancia o como pueblan la vida de las tribus salvajes.
A su manera –emparentada con la de los dibujos animados, pero en un territorio que depende de otra jurisdicción–, el enrejado del ascensor (“tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste…”), la claraboya (“de ese verde de los frascos de colonia”), las casuarinas (“que parecían recién llegadas de un viaje en tren, y sin embargo contenían en sus hojas de alfileres una sonoridad muy limpia, bañada por el mar”), la casa de campo (“con trechos inmensos de playas desiertas donde se asomaban los árboles y los ladrones”) desempeñan un papel activo. Hasta más activo, quizá, que la planchadora Clodomira (“que rociaba la ropa blanca con su mano en flor de regadera”), Cipriano (“que saltaba a través de los arcos con galope de caballo blanco”), Juan Pack (“que duerme con una invisible raqueta en la mano”), Eladio Rada (“que hubiera tenido tiempo para dormir la siesta y para pensar en la mujer con quien quería casarse si no hubiera sido por el miedo a los ladrones”), Libia y Cándida (“que estaban acostumbradas a verse con un ojo torcido y con la boca hinchada en un espejo roto”). Se tiene la impresión de que los personajes son cosas y las cosas personajes, como en la infancia. Y todo eso está escrito en un lenguaje hablado, lleno de hallazgos que encantan y de desaciertos que molestan, lleno de imágenes felices –que parecen entonces naturales– y lleno de imágenes no logradas –que parecen atacadas de tortícolis–. ¿No serán posibles las unas sino gracias a las otras? ¿Es necesaria esa desigualdad? Corrigiéndose de unas, ¿se corregiría Silvina Ocampo de las otras? Es ese un riesgo que a mi juicio debe afrontar. Antes de renunciar a la destreza, es preciso que se haya tomado el trabajo de investigar qué porcentaje de negligencia entra en la composición de sus defectos y qué pereza la lleva a no ser más exigente consigo misma cuando todo nos demuestra que puede serlo.
En literatura las “maladresses” no deben ser involuntarias. Es como para la gramática. Si se quiere sacarle la lengua, hay que mirarla antes cara a cara. Dicho esto, agreguemos que los más grandes escritores se han distinguido siempre por haberle sacado la lengua a la gramática, después de haberla mirado cara a cara. Pero si se empieza por sacarle la lengua… la gramática no se entera que se trata de ella, y parece uno sacarse la lengua a sí mismo.
Viaje olvidado es un primer libro en que encontramos cualidades y defectos equivalentes. Estos defectos ¿son el reverso indispensable de las cualidades? ¿Sería posible aumentar las unas y disminuir las otras? Solo Silvina Ocampo puede contestar a estas interrogaciones dándonos un nuevo libro.
Pero sin esperar más, podemos decir que así como Lucía llevaba en los pliegues blancos de su vestido amapolas del jardín, las sillitas verdes de fierro, las cuatro palmeras y las siestas estiradas en los cuartos húmedos de la casa vieja, así lleva Silvina en las 186 páginas de sus cuentos una atmósfera que le es propia, donde las cosas más disparatadas, más incongruentes se acercan y caminan abrazadas, como en los sueños.
Agosto de 1937
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