Entre 2006, cuando ganó el Oscar a la mejor película extrajera, y 2008, cuando terminó su gira de estrenos internacionales, La vida de los otros, de Florian Henckel von Donnersmarck, conmovió a los públicos del mundo con su historia tristísima sobre un espía de la Stasi, la policía secreta de Alemania Oriental. Gerd Wiesler, o HGW XX/7 según firma sus informes, es uno de los 100.000 agentes que, con la colaboración de otros 200.000 informantes, vigila, para que otros castiguen, los diversionismos ideológicos que amenazan el socialismo alemán, una sociedad a la que cree justa y buena.
Pero la misión de escuchar a una pareja de artistas le carcomerá esas creencias; será la última de su carrera hasta entonces envidiada. Verá lo que nunca había querido ver y ya no podrá borrar esa realidad dolorosa. Pasará los cinco años que faltan hasta la caída del muro de Berlín castigado en una oficina oscura, espiando la correspondencia insulsa de la población.
La popularidad de La vida de los otros en América Latina le hizo pensar a Claudia Hilb, que por entonces escribía Silencio, Cuba, que su libro sería recibido con una aceptación dolida similar. Era un ensayo corto alrededor de lo que ella llamó “el nudo paradojal” de la revolución cubana: “El proceso de igualación de condiciones y el proceso de constitución de una forma política con vocación de dominación total resultan indisociables”.
En otras palabras: los logros de la década del sesenta que mejoraron la vida de la gente, como el acceso a la salud, la educación y la vivienda, venían en el mismo paquete que un sistema de gobierno políticamente opresivo.
La mala situación de Cuba, que tuvo picos dramáticos en los noventa, no sería entonces consecuencia ni del fracaso de la gestión, ni de la caída de la Unión Soviética, ni de lo que en la isla se llama bloqueo y en los Estados Unidos, embargo. En una entrevista que tuvo lugar por zoom en estos días, explicó Hilb a Infobae:
El proceso de igualación de condiciones no sólo fue, al mismo tiempo, un proceso de concentración tremenda del poder sino que difícilmente se lo podría pensar por fuera de esa concentración tremenda del poder. Lo cual pone en cuestión todo lo que uno puede pensar a favor de las revoluciones del siglo XX.
Si todo proceso de igualación radical de las condiciones realizado desde arriba significa un proceso de concentración del poder y un régimen autocrático, ¿podemos seguir tan felizmente apoyando ese tipo de regímenes? ¿O hay algo que tenemos que preguntarnos sobre el modo en que pensamos la revolución, el progreso, la igualdad y la libertad?
Para Hilb, autora también de ¿Por qué no pasan los 70? y Los usos del pasado, había algo personal en esa pregunta: “Quería tratar de entender, y dar a ver al mismo tiempo, dónde se anclaba esa adhesión de mi generación. Me parecía que no se trataba de negar aquello por lo cual nosotros había quedado fascinados con Cuba: la igualación de condiciones, sobre todo el proceso revolucionario de los años sesenta”.
“Muy polémico, tu libro”
Pero cuando Silencio, Cuba salió, en 2010, no causó reacciones similares a las de La vida de los otros.
—Muy polémico, tu libro —le comentó un colega a esta investigadora argentina (CONICET) y profesora de teoría política en la Universidad de Buenos Aires.
—¿Lo leíste? —se entusiasmó.
—No.
Alemania Oriental quedaba convenientemente lejos: en la geografía, en el tiempo, en las afinidades culturales. En cambio Cuba, que desde 1959 se consideraba “territorio libre de América Latina”, que había inspirado una ola insurreccional en los sesenta y los setenta de Argentina a Colombia, de Chile a Nicaragua, de Uruguay a El Salvador, era otra cosa. Aun para la izquierda democrática, Cuba era, y sigue siendo, un tema tabú. Y Silencio, Cuba, que se acaba de reeditar, tras las protestas de julio en la isla, sigue resultando un poco radiactivo.
—Ese circuito de denuncias, los amigos que se delatan entre sí, que se ve en La vida de los otros, parece increíble cuando lo digo respecto del régimen cubano —siguió Hilb—. Pero si uno lee Informe sobre mí mismo, de Eliseo Alberto, empieza: “El primer informe contra mi familia me lo solicitaron a finales de 1978″.
—Usted habla del miedo “como pasión organizadora”, por el cual “lo revolucionario deviene conservador” y en la vida cotidiana se comprende que “nada bueno (y mucho de malo) espera a quien disienta públicamente con el régimen”. ¿Qué significados tiene que el miedo haya sido una herramienta en esta revolución?
—Trato de pensar —robando a Montesquieu y a Hannah Arendt— qué hace que el régimen pueda mantenerse en su forma y su naturaleza sin suscitar (bueno, hasta el 11 de julio último) grandes manifestaciones de oposición, cuando lo que se palpa es un descontento generalizado, una falta de adhesión voluntaria. No es el miedo desnudo porque no se basa en el terror: es un miedo impreso ya en las conductas. Son situaciones de micro denuncias, como las que se vivían también en los países del Este.
La historia y la economía de Cuba crearon formas específicas. A finales de 1960, tras una serie de atentados y las amenazas de una invasión (que se concretaría, con ayuda de los Estados Unidos, al año siguiente), se crearon los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), que luego pasarían a cumplir funciones sociales, tanto de servicio a la población como de control. Y tras la crisis monstruosa derivada de la caída de la URSS, el Período Especial, un sistema de moneda doble (que duró hasta 2020) y mercado negro llevó a todos los cubanos a la ilegalidad para sobrevivir.
—Conductas como inventar y resolver, que son lo que los cubanos llaman la lucha cotidiana, están siempre acechadas por el miedo: si alguien te denuncia, te puede causar un problema real. Eso, sumado al control de los CDR y las visitas de la seguridad del Estado a las casas, crea un ambiente de micro controles en el cual todos saben que en cualquier momento pueden tener problemas con el régimen. Ese humor que articula el régimen le daba mucha estabilidad.
El nudo paradojal
Hilb comenzó por estudiar los avances en la igualdad en los sesenta, la primera década de la revolución, y encontró que se dieron a la vez que la figura de Fidel Castro se asimilaba a la revolución, mientras se aniquilaba la autonomía del movimiento estudiantil primero, del sindicalismo después (una clave para eliminar beneficios históricos, como el treceavo salario o el pago de horas extras) y por fin cualquier forma de oposición, incluida la del ámbito de la cultura.
—Usted escribió: “El deseo de libertad se transforma en aceptación de servidumbre, la emancipación en opresión, el entusiasmo y la virtud en temor y adaptación”. ¿Cómo sucedió eso?
—La igualación de condiciones y la concentración de poder no sólo ocurren simultáneamente sino que es muy difícil pensar que este proceso tan radical de destrucción de ciertas formas de organización (para lograr mejoras en el campo de la salud, la educación, etcétera) se pueda lograr sin este otro proceso de concentración autocrática del poder. Por eso, el último capítulo del libro se llama “Para terminar con el sí, pero...”.
Cuando Hilb escribía Silencio, Cuba, estaba obsesionada con “lo que Claude Lefort llama, a través de [Étienne de] La Boétie, la reversión del deseo de libertad en deseo de servidumbre”, contó. “¿Qué hace que en determinado momento esa búsqueda de libertad termine anclándose en un partido o en un liderazgo y suscite, en aquellos que adhieren a esa búsqueda, una nueva forma de servidumbre?”
Para ella no es un tema de psicología individual, sino político. Pensó en el general Arnaldo Ochoa, fusilado por un caso de narcotráfico que difícilmente pudiera ignorar el gobierno cubano, pero también pensó en los procesos de Moscú durante el estalinismo. “Uno puede encontrar diferentes explicaciones de por qué los revolucionarios terminan reconociendo una culpabilidad que saben que no tienen, pero que tiene que ver también con que si la revolución no puede equivocarse, de algún modo tendrá razón incluso cuando me pone en el lugar de traidor”.
La enigmática frase con que Ochoa aceptó su sentencia a morir en 1989 podría interpretarse en esa línea: “Hoy soy más revolucionario que nunca”.
En el caso de los simpatizantes en general que se someten al verticalismo de un partido o de una organización al punto de renunciar a su capacidad de pensar por sí mismos, Hilb ve un fenómeno más complicado, vinculado a la insatisfacción con los regímenes democráticos, que no dan respuestas a cuestiones como la igualdad. “Yo misma, en el momento de elegir mis palabras, debo luchar contra los intentos de suavizar mis afirmaciones”, escribió en el libro. ¿Cómo criticar a un sistema que al menos lo intentó sin que eso se vuelva en contra?
“Frente a un régimen de tipo nazi, de tipo fascista, para mí es fácil decir las cosas más duras”, razonó. “Frente a un régimen que concitó mi adhesión —fuerte, muy fuerte—; que concita la adhesión de la izquierda, cuya adhesión está basada en un discurso de igualación y en un proceso real de igualación en muchos momentos, no me resultaba fácil”.
Sobre todo porque no quería alienar al lector para el que escribió, que no es “una derecha que siempre supo, por razones diferentes a las mías, que ese régimen estaba mal”: a Hilb le interesa dirigirse a la gente que apoya a Cuba por las mismas razones que ella esgrimía en la juventud. “Después del 11 de julio tuve muchas solicitudes de distintos medios, y en general dije que no”, confió. “Porque sé que la aparición en ciertos medios podía ser leída como agua para el molino de la derecha, y no me interesa eso. Quiero que sea agua para el molino de gente a la que le interesa pensar las cosas”.
Cuando el poder y la ley se fusionan
Ella comenzó a pensarlo a finales de los setenta desde una perspectiva que no existía en América Latina: en París, donde se exilió por la dictadura en Argentina, leyó mucho sobre los países del Este de Europa. “Por un lado tenía esa bibliografía de las disidencias del Este y, por otro, estudiaba en el seminario de Lefort, y usé eso para pensar en mis propias adhesiones y las de mi generación a una izquierda que no había puesto en cuestión lo que sucedía en esos socialismos realmente existentes, como se decía”.
En Berlín, de donde su padre había emigrado ante el ascenso del nazismo en la década del treinta, se quedó fascinada con mucha más bibliografía “sobre aquellos que aun en Francia no habían visto nada, como [Jean-Paul] Sartre y Simone de Beauvoir, que habían visitado la URSS”.
—Algunos me preguntan cómo puede ser que [Gabriel] García Márquez apoyara el régimen. Yo les contesto: “¿Y cómo puede ser que Simone de Beauvoir y Sartre fueran a la URSS y no vieran nada?”. Su libro analiza muchas de las cuestiones que, miradas desde otros países, hacen difícil entender la amalgama entre legitimidad y legalidad que se da en Cuba.
En los regímenes democráticos el poder político y la ley judicial se presentan como instancias disociadas, al menos en la letra de las constituciones; en el caso cubano, en cambio, “la ley y el poder no están separados ya que el garante último de la Constitución es el Partido Comunista”. En efecto, el Artículo 5 dice:
El Partido Comunista de Cuba, único, martiano, fidelista, marxista y leninista, vanguardia organizada de la nación cubana, sustentado en su carácter democrático y la permanente vinculación con el pueblo, es la fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado.
La consecuencia de esta fusión entre poder y ley tiene consecuencias muy específicas en lo referente a derechos básicos como el de la libertad de expresión: alguien disconforme con el poder político resulta un infractor a la ley.
“Uno no puede decir que es un sistema despótico porque hay ley”, analizó Hilb, ”pero esa ley está imbricada con el poder de una manera mucho más complicada que en las repúblicas democráticas, en las que podemos protestar —porque a veces la ley no funciona o favorece a los más fuertes— porque el lenguaje para hacerlo está inscripto en la naturaleza misma de ese sistema”.
El comandante carismático
Silencio, Cuba es cuidadoso al no achacar el fenómeno a la excepcionalidad de un líder, lo cual cerraría prácticamente el camino del análisis, y a la vez indagar en el peso de Fidel Castro. Escribió:
Así como no me interesa tomar en cuenta características como la ambición o la voluntad de poder de Castro, sí considero importante tomar en cuenta el impacto de su carisma en la rápida conformación de un poder total altamente personalizado, como así también la particularidad que la permanencia de este elemento carismático, personalista, otorga al régimen de dominación total en Cuba.
Después de todo, tanto con Lenin como sobre todo con Stalin en la URSS, y con Mao Tse-Tung en China, “la consolidación de los regímenes parece por lo menos muy favorecida por la existencia de una personalidad que logra legitimar esa concentración de poder”, dijo. Y el comandante carismático tenía un atractivo enorme.
Huber Matos, jefe del Ejército Rebelde que se distanció de Fidel Castro, fue condenado a 20 años de cárcel y murió exiliado en Miami en 2014, le dijo a Hilb: “Yo era más grande y tenía más experiencia, por eso no sucumbí al encanto de Fidel”. Pero hubo pocos con esa inmunidad.
“En buena parte ese encanto, esa fuerza arrolladora de Fidel, logró que en esos primeros años se deshiciera todo tipo de oposición, sobre todo en el movimiento estudiantil y en el movimiento sindical”, siguió la académica. “La fuerza de la revolución encarnada por Fidel. No es lo mismo el régimen que el egócrata, como diría [Aleksandr] Solzhenitsyn, pero al mismo tiempo la presencia del egócrata le da solidez a esa concentración del poder”.
—¿Qué cambió desde la muerte de Fidel Castro y la salida de su hermano Raúl?
—Es obvio que [Miguel] Díaz Canel no suscita el tipo de apoyo que había suscitado Fidel, y que de algún modo podría haber heredado Raúl, y que las cosas que se hicieron y que se dijeron contra Díaz Canel me resultan difícilmente pensables si hubiera estado Fidel en ese lugar.
Luego del 11 de julio, por ejemplo, el presidente cubano fue hasta el lugar donde habían comenzado las manifestaciones, San Antonio de los Baños, como Castro había ido, en 1994, a apaciguar los ánimos en el Malecón de La Habana. Aquel el 5 de agosto había sucedido la primera protesta masiva desde 1959, el Maleconazo, que precedió a la crisis de los balseros.
Entonces la gente había escuchado al comandante, que la exhortó a “derrotar a los apátridas”. Ahora, en cambio, a Díaz Canel le arrojaron botellas de agua vacías.
Muchas cosas pasaron en esos 27 años que separan las protestas, entre las cuales se destacan el fugaz descongelamiento de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, la muerte de Fidel Castro y la pandemia de COVID-19 que agravó aún más la crisis económica. Para las generaciones que hoy protestan, el comandante es una figura histórica y la falta de oportunidades es su pan de cada día.
—Sin duda no escribí ese libro para mi propia generación —dijo Hilb—. Escribo mucho más para la generación de mis estudiantes. ¡Y a medida que yo envejezco las generaciones de mis estudiantes son más jóvenes!
—¿El libro se leyó en Cuba?
—Me emocionó saber que unos jóvenes opositores —estas generaciones, creo, se entienden a ellos mismos como opositores más que como disidentes— entraron el libro, y también unos colegas cubanos en el exterior lo enviaron, así que ha circulado en pdf. En Buenos Aires conocí a unos chicos del Movimiento San Isidro (MSI), y a dos los agarraron tratando de entrar con mi libro. No quiero sonar pretenciosa, pero realmente me causa muchísima emoción.
¿Qué queda de nuestro amor?
Hilb citó a Régis Debray para explicar por qué no espera que su libro afecte la mirada que la izquierda tradicional sigue teniendo sobre la revolución cubana: “Nadie se hace católico por leer a Santo Tomás: uno lee a Santo Tomás porque es católico”. Ni este libro ni muchos libros, agregó, tienen ese alcance; en cambio, manifestaciones como las de julio le dan esperanza.
“Puede ser un punto de entrada para que alguna gente que no quiere ver nada empiece a ver algo. Porque cuando tratamos de entender quiénes son los que están agitando ahí, vemos que probablemente es gente más parecida al pibe que repite ‘Estos son todos pagados por el imperialismo’ que a Díaz Canel”, resumió una pasada por las redes sociales de algunos manifestantes.
Lo que hay para ver es muy difícil. “¿Qué queda, hoy, de los vientos de libertad que barrieron con la dictadura batistiana en 1959?”, se pregunta Hilb, al final del libro. “¿Qué queda hoy del sueño emancipador de la fabricación de un hombre nuevo, igualado en su amor a la igualdad y la Revolución?”. Quedan recuerdos, como en la canción de Charles Trenet: ¿Qué queda de nuestro amor, qué queda de aquellos días hermosos / Una foto, una foto vieja de mi juventud. (Que reste-t-il de nos amours / Que reste-t-il de ces beaux jours / Une photo, vieille photo / De ma jeunesse)
La ausencia de un espacio de debate público quizá sea la razón por la que se desea regenerarlo “aunque el precio a pagar es muy alto y los lugares donde hacer esa experiencia son muy acotados”. Puso como ejemplo a Luis Manuel Otero, artista y dirigente del MSI: “Tiene un coraje increíble, entra y sale de la cárcel, tuvo una huelga de hambre muy dura. Hace poco lo vi en una conversación con el escritor Carlos Manuel Álvarez sobre “la falta una práctica de una política democrática de discusión pública que sirva para algo más que poner en peligro a la gente”. Otero fue detenido nuevamente el 11 de julio.
Ese día, mientras miraba las noticias de las protestas, Hilb volvió a pensar en la palabra clave de su libro: miedo.
“Caramba, hay mucha gente que perdió el miedo”, se dijo frente al entusiasmo y el enojo que mostraban las imágenes. “Si la gente pierde el miedo, la fragilidad del régimen se vuelve extraordinaria”, evaluó. “Si se resquebraja el miedo y la gente se anima a juntarse, a hablar, a protestar pueden pasar cosas muy interesantes”.
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