En la cárcel de Plötzensee, durante los tres días que pasó a la espera de que lo ahorcaran, el 19 de diciembre de 1942, desde que el Tribunal Militar del Reich dictara su sentencia, Arvid Harnack, uno de los líderes de la resistencia alemana contra Adolf Hitler, le escribió a su esposa, Mildred Harnack, recluida en otro sector del mismo edificio:
Si en los últimos meses logré la fuerza para mantenerme interiormente sereno es porque siento un fuerte vínculo con todo lo que hay de bueno y de hermoso en este mundo, un sentimiento que me sopla el poeta Whitman. Aquellos cerca de mí encarnan este sentimiento. Tú en especial.
A pesar del dolor, miro atrás con alegría. Las luces superaron a las sombras. Y nuestro matrimonio es la razón principal. Anoche permití que pasaran por mi cabeza muchos de los momentos maravillosos de nuestra vida, y cuanto más pensaba en ellos, más recuerdos surgían. Era como mirar a un cielo estrellado en el cual la cantidad de estrellas aumenta cuanto más detalladamente se observa.
Tenía 41 años y era una de las cabezas del grupo Harnack-Schulze-Boysen, parte de una red que se sostuvo hasta 1942 a pesar de la complejidad de enfrentar al nazismo en su propia casa. Cuando la descubrió, la Gestapo la llamó Orquesta Roja, para reducir sus acciones al espionaje soviético. Sin embargo, los activistas colaboraron regularmente también con los aliados.
Además de hacer inteligencia, ayudaron a judíos y opositores a escapar del país, crearon y distribuyeron panfletos para denunciar los crímenes, difundir ideas políticas de izquierda e informar sobre las derrotas del Tercer Reich, que se ocultaban. Disimulaban sus escritos en publicaciones sobre el cuidado de los cactus o las técnicas de esquí; “Cómo calentar el hogar con electricidad” denunciaba que los nazis habían sido responsables del incendio del Reichstag.
Mildred Harnack, nacida Fish en Milwaukee, Wisconsin, fue una de esos activistas. Terminó por convertirse en la única mujer estadounidense mandada a ejecutar por Hitler en persona.
Hermann Goering, número dos de la Alemania nazi, “explotó cuando supo que a Mildred no la habían sentenciado a muerte”, escribió Rebecca Donner en All the Frequent Troubles of Our Days, su nueva biografía de esta heroína opacada durante la Guerra Fría. “La palabra prisión le provocó un berrinche furioso, recordó un funcionario judicial de los interrogatorios de posguerra. Gritó que ‘tenía orden del Führer’ de ‘cauterizar este absceso’ y juró que Hitler revocó la sentencia”.
De la Batalla de Stalingrado a la ejecución
Aquel febrero de 1943, cuando Mildred fue condenada a seis años de trabajo forzados, Hitler estaba molesto por la derrota en Stalingrado, que inauguró el ocaso de su utopía criminal. La sentencia le cayó fatal y se negó a firmarla. Ordenó un nuevo juicio. Uno que terminara como él quería.
Después de todo, esa mujer y todos los demás de la Orquesta Roja tenían la culpa de lo que había pasado en el frente de la Unión Soviética, razonó.
Sin embargo, Stalin no había mostrado mayor interés que él en la información que los resistentes, en efecto, le habían hecho llegar antes del comienzo de la Operación Barbarroja. Arvid, que trabajaba en el Ministerio de Economía alemán, y su amigo Harro Schulze-Boysen, funcionario de Goering en la Luftwaffe, habían advertido, entre otras, muchas cosas:
Se están elaborando planes para bombardear los objetivos más importantes. Se acaban de completar los planes para atacar Leningrado, Vyborg y Kiev. El personal de la Luftwaffe procesa regularmente fotografías de ciudades y objetivos industriales.
En el Estado Mayor de la fuerza aérea alemana, los preparativos para las operaciones contra la URSS se están llevando a cabo a gran velocidad. En las conversaciones con los oficiales del Estado Mayor, se cita a menudo el 20 de mayo como fecha de inicio de la guerra. Otros predicen que el ataque está previsto para junio.
Stalin leyó esos materiales y concluyó que las democracias occidentales taimadamente intentaban sembrar discordia entre él y Hitler para romper el pacto Ribbentrop-Molotov. Se quejó de que esa inteligencia no era más que “la construcción fantástica de mentirosos, agentes dobles o enemigos que conspiraban para derrotarlo”, lo glosó Donner, y citó directamente los insultos que garabateó en un documento basado en informes de Arvid y Harro, con fecha del 16 de junio de 1941:
Puedes decirle a tu “fuente” del personal de la fuerza aérea alemana que se vaya a la puta madre que lo parió.
Seis días más tarde, Hitler invadió la URSS.
Veinte meses más tarde, Alemania era derrotada en la Batalla de Stalingrado. A continuación Mildred terminaba guillotinada en el patio de Plötzensee.
El silencio de Harriette
Hasta último momento se entretuvo traduciendo al inglés unos poemas de Goethe. De uno de ellos (Zu unsers Lebens oft getrübten Tagen / gab uns ein Gott Ersatz für alle Plagen; En los días de nuestra vida a menudo nublados / Dios nos dio un sustituto para todos nuestros males) sale el título del libro, All the Frequent Troubles of Our Days.
Dejó su bien más preciado, la carta de Arvid, a su compañera de celda, Gertrud Klapputh, otra activista, quien la conservaría durante su traslado a Ravensbrück, toda su reclusión en ese campo de concentración para mujeres y la pesadillesca liberación que realizó el Ejército Rojo, denunciado por violaciones masivas de las detenidas.
Gertrud le dio la carta a Clara Harnack, la madre de Arvid, y le contó todo lo que sabía de Mildred. Algo de esa información cruzó el Atlántico hasta Chevy Chase, Maryland, en Estados Unidos. Allí vivía Georgina Fish, la madre, quien recibió cada dato con emoción; en cambio su otra hija, Harriette, no quiso saber nada de la historia.
Su hermana, una profesora de literatura, podría haber salvado su vida y la de su esposo: tenía un pasaporte estadounidense y una relación de amistad con la hija del embajador en Berlín. Pero no. Había decidido jugar a los espías y había influido a su sobrina, la joven hija de Harriette, Jane, que en 1944 se había arriesgado a viajar a Berlín en busca de su tía, de la que no tenían noticias hacía ya dos años.
Cuando Jane regresó y la Cruz Roja le envió una carta con el detalle de lo que le había sucedido a Mildred, Harriette ordenó a la familia que se deshiciera de las cartas, las fotos y cualquier cosa que pudiera recordarles a su hermana. Toda la documentación nefasta y dolorosa: debía desaparecer para que pudieran seguir adelante con sus vidas.
Su hermano la obedeció, su hija la obedeció. En cambio Georgina ocultó en el ático un paquete de cartas de Mildred.
Una saga de familia
“Su familia es mi familia”, escribió la biógrafa en All the Frequent Troubles of Our Days. “Nos separan tres generaciones”. Jane fue su abuela; Harriette, su bisabuela y Midred, su tía bisabuela.
Jane le dio las cartas —escritas desde 1929, cuando Mildred dejó los Estados Unidos para instalarse con Arvid en Alemania, hasta días antes de su arresto el 7 de septiembre de 1942, en Lituania— a Donner, por entonces una adolescente, y le dijo que alguna vez tendría que contar esa historia. A Donner le resultó un mandato pesado, y cuando se convirtió en escritora comenzó por otras ideas, propias: la novela Sunset Terrace y la novela gráfica Burnout.
Ya iba a hablar con su abuela sobre la historia de Mildred y el esposo. Un día de esos. Pero la abuela murió en un accidente.
Donner empezó entonces su propia investigación. A medida que avanzaba, comprendió que su familiar había sido una heroína durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces, ¿por qué no había pasado a la historia como tal?
En 1947 una revista de la Universidad de Wisconsin, donde Mildred se había graduado, había contado su historia; se sugería que la institución la recordara con una placa, pero Donner no encontró que el memorial se hubiera concretado.
Olvidada durante la Guerra Fría
Según Shareen Blair Brysac, autora del primer libro sobre Mildred Harnack, publicado en 2000, Resisting Hitler, la universidad encargó a uno de los dos senadores por Wisconsin, Alexander Wiley, que averiguara más sobre el caso; Wiley argumentó no haber encontrado registros oficiales de las actividades de la ex alumna en la resistencia contra Hitler, una salida elegante al problema que presentaba la colaboración de la Orquesta Roja con el espionaje soviético.
Mucho más llamativo fue, tanto para Brysac como para Donner, encontrar el expediente sobre Mildred del Grupo sobre Crímenes de Guerra del ejército estadounidense.
Se había abierto en enero de 1946. Y se había cerrado antes del fin de ese año, con una conclusión que no consideraba las garantías mínimas de una civil, sobre todo una que había pasado inteligencia regularmente, durante ocho años hasta diciembre de 1941, al consejero de la embajada estadounidense en Berlín, Donald Heath, y al propio embajador William Dodd, mediante su hija, Martha:
Mildred Harnack estaba, de hecho, profundamente involucrada en actividades clandestinas dirigidas a derrocar el gobierno de Alemania; el juicio (aunque secreto) fue celebrado ante cinco jueces del más alto tribunal militar del Estado y, a la vista de las actividades en las que ella había estado involucrada, se justifica que este tribunal impusiera la sentencia que impuso.
En la década de 1950 Allen Dulles, director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), reconoció que “Occidente no se tomó muy en serio las súplicas de los alemanes antinazis”, aunque tanto su país como Gran Bretaña habían brindado fondos, asistencia y hasta ánimo a los resistentes de Francia, Bélgica y otros países ocupados por Hitler. Entre esos activistas había muchos de la Orquesta Roja, que tenía colaboradores en toda Europa.
Las dos investigadoras encontraron una conexión llamativa entre los verdugos de Harnack y los aliados.
Enemigos del nuevo enemigo
Horst Kopkow, “el nazi que personalmente detuvo a Mildred Harnack y asistió a su tortura”, puso Donner como ejemplo. Los británicos lo detuvieron a fines de mayo de 1945; se jactó de que había “erradicado a la Orquesta Roja” bajo la dirección de Heinrich Himmler, quien se acababa de suicidar en la cara de sus guardianes.
A cambio de una nueva identidad, Kopkow ofreció al MI6 información sobre el espionaje soviético en Europa, incluidos “complots rusos contra intereses británicos”. La Comisión de Crímenes de Guerra de Londres cerró el expediente de Kopkow —quien para entonces era Peter Cordes, gerente de una fábrica textil— al recibir un certificado de defunción del detenido, donde constaba que había sucumbido por bronconeumonía.
Ese mismo mayo los estadounidenses habían capturado a Manfred Roeder, fiscal principal en el juicio contra los Harnack y otros miembros de la resistencia alemana que terminaron con 80 condenas a muerte. Con habilidad, Roeder entregó al Cuerpo de Contrainteligencia del Ejército (CIC) pequeñas dosis de información sobre la URSS, y logró que lo llevaran a una localidad secreta, donde vivió tres años protegido. Cuando Otelo —su nombre en código— entregó la última gota de datos, el CIC acordó que no sería procesado por crímenes contra la humanidad.
Lo devolverían a Alemania; acaso la Justicia del país quisiera reconsiderar el caso. Pero en 1949, exactamente cuando se formalizó la división entre Alemania Occidental y Oriental, pocas personas eran tan interesantes, cerca de Hamburgo, donde se instaló Roeder, como “un alemán que pudiera probar que odiaba a los comunistas más que a los fascistas”, sintetizó Brysac. Su caso fue desestimado porque las pruebas no eran más que “intrigas soviéticas”.
Recuperación de la Orquesta Roja
Los años de la Guerra Fría pasaron sin que a nadie se le ocurriera detenerse en la sutileza de que sí, Mildred Harnack y su marido tenían convicciones de izquierda, y él brindaba información a un agente soviético, pero también espiaban para los aliados y, sobre todo, se dedicaban 24/7 a luchar contra el nazismo. La única excepción fue un miembro de la Legislatura de Wisconsin, Arthur Heitzel, quien propuso que el 16 de septiembre, día del nacimiento de Mildred, se recordara en las escuelas del estado.
En el bloque del Este, a su vez, no sobraban los hijos de las democracias occidentales que apoyaran las ideas del colectivismo económico, así que Mildred fue una suerte de santa laica. Varios sellos de correos Alemania Oriental recordaban a los Harnack y a Schulze-Boysen, y una escuela de Berlín llevaba el nombre de la heroína estadounidense.
Pero tras la caída del Muro de Berlín, el revisionismo de Guerra Fría trajo nuevas lecturas de la Orquesta Roja, que comenzó a ser llamada, con más respeto, resistencia alemana. Entre ellas se destacó que el 40% de sus activistas eran mujeres, como Mildred, o Libertas, la esposa de Schulze-Boysen, las principales impulsoras de lo que internamente se llamaba el Círculo.
Jim Rutman, el agente literario de Donner, la estimuló a indagar en esa dirección, contó a The New York Times. “Los libros sobre la Segunda Guerra Mundial parecen tener género, son la quintaesencia del libro de papá, digamos. Poner a una mujer en el centro de la historia y complicar las convenciones narrativas habituales parecía muy correcto y muy postergado”.
Como ejemplo, Donner contó que normalmente se llama a Arvid “académico”, porque era un posgraduado de economía, mientras que a ella se la llama “maestra”, cuando en realidad fue profesora de la Universidad de Berlín. “Si hablamos con corrección, la académica fue ella”, dijo la biógrafa, ya que Arvid trabajaba en el Ministerio de Economía.
Mildred
Pero las clases de Mildred sobre historia de la literatura estadounidense se mueven con mucha fluidez de William Faulkner y Theodore Dreiser a la pobreza en Alemania y el ascenso del partido nazi, y la universidad no le renueva el contrato. Donner lo narra en tiempo presente —todo el libro está en presente— de manera tal que la lectura transmite la experiencia de asistir al gradual paso de Hitler de “amateur, chiflado, bufón, tonto semianalfabeto” a canciller de Alemania.
Y luego, en seis meses, la cancelación de la Constitución de Weimar, el fin de la democracia parlamentaria, la fusión de presidencia y cancillería en una oficina de poder total. “Todos sienten la amenaza pero muchos entierran sus cabezas”, le escribe Mildred a su madre.
Ella no. Su nuevo trabajo, en el Berliner Städtisches Abendgymnasium für Erwachsene, la escuela nocturna para adultos de Berlín, le permite reclutar a los futuros activistas del Círculo, que comienzan como participantes de una tertulia política en su casa. A medida que los tiempos cambian, cambian también sus funciones, sus contactos, sus necesidades.
También da clases privadas de inglés. Entre sus estudiantes se destaca Herbert Gollnow, miembro de la Abwehr, la inteligencia militar alemana. Durante una serie de clases en la primavera boreal de 1942, “Gollnow le cuenta a Mildred todo sobre las preparaciones de Hitler para invadir el Cáucaso y capturar sus pozos petroleros”, escribió Donner.
Él la usa (vanamente: termina fusilado) de escudo cuando, luego de un allanamiento en Bruselas, el 14 de julio de 1942 la Gestapo descifra un código y descubre al Círculo de Berlín, por lo cual Gollnow es juzgado como cómplice de la resistencia:
—¿Por qué le contó esos secretos? —le pregunta el sabueso de Hitler.
Gollnow dice que Mildred lo forzó.
—¿Cuál era la naturaleza de su relación con la esposa de Arvid Harnack?
Herbert Gollnow caracteriza su relación como un “vínculo sexual”.
Otro de sus estudiantes privados tiene 11 años: se llama Donald Heath Jr y es el hijo del consejero de la embajada estadounidense. Cada tarde al final de su clase, cuando se despide, Mildred deja caer un papel dentro de la bolsa de libros del niño. Suele contener una fecha y una hora: una cita para que su padre y Arvid se encuentren en una localidad segura en las afueras de Berlín. Los Harnack fueron sus informantes regularmente desde que se marchó el embajador Dodd.
Mildred pasa hambre: “¿Podría enviarnos unas patatas?”, le escribe a su suegra. “Esta noche hemos comido una costosa patata pequeña, que sabe como un milagro después de las castañas”. Mildred destruye su diario cuando le avisan que la Gestapo ha identificado y busca a tres parejas: Harro y Libertas Schulze-Boysen, Adam y Greta Kuckhoff y ella y Arvid. Mildred huye con su esposo a Lituania, ocupada por los nazis, con la intención de cruzar en bote a Suecia.
No logran hacerlo.
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