¿Es autobiográfico? Es la pregunta que más recibo de los curiosos que leen mis libros y la primera que me hacen aún antes de leer Nada es para siempre. Es una interpelación que me deja perpleja. ¿No contiene elementos autobiográficos todo lo que se escribe, hasta una denuncia policial o la lista del supermercado? ¿Existe un escritor que imagine historias no contaminadas por ninguna experiencia, por ninguna emoción propia?
Pienso que la creación pura está sobrevaluada, como si producir algo a partir de la nada nos hiciera más semejantes a Dios. Trasladar esa exigencia a la pintura haría que los noventa autorretratos de Rembrandt o los más de cincuenta de Lucien Freud tuviesen menos valor que el resto de su obra.
En términos terrenales, crear no es lo mismo que inventar desde cero. Crear no es inventar el barro, sino saber amasarlo para hacer una jarra.
Por lo menos en mi caso, escribir funciona así. A lo que más se parece mi cabeza es a una multiprocesadora que muele, ralla, mezcla y amasa todo el día y gran parte de la noche. Los componentes que procesa son elementos de mi propia vida y de lo que leo, oigo y veo de las vidas ajenas. En general (quizás sea parte de mi sinestesia), registro y archivo las palabras junto con las imágenes y mientras escribo, las frases salen a la superficie como polaroids, no como un texto escrito.
Cuando me estás hablando no sólo escucho tus palabras con atención porque van a ser un condimento o el ingrediente principal de un nuevo plato, sino que además observo la sombra de tu nariz sobre la boca, el brillo en el borde de tus párpados, el pabellón traslúcido de tus orejas, todo lo que un día dibujaré en una cara que no vas a reconocer, pero que contendrá fragmentos de la tuya.
Para mí, ser un buen escritor no es relatar la historia más extraordinaria, sino saber contar en forma extraordinaria la historia más banal.
Tengo la posición aventajada de ser médica, sin duda una de las mejores profesiones para recibir un baño de vidas ajenas todas las semanas; aunque si no fuera posible ser médico, ser taxista o peluquero también es recomendable para ser escritor.
A veces sospecho que Rabelais, Schiller, Céline, Chejov, Arthur Conan Doyle, William Carlos Williams, Guimaraes Rosa y W. Somerset Maugham estudiaron medicina como pretexto para cazar impunemente material para sus obras,
Es probable que todos los escritores vivan al acecho de las experiencias de otros para mezclarlas con las propias. Lo pensé hace muchos años, en Cartagena, cuando Gabriel García Márquez me invitó a visitar una casa que estaba haciendo refaccionar. En un patio encontramos a una mujer, sola y abstraída, lijando el marco de una ventana. García Márquez se acercó a ella y con suavidad, como para que no se sobresaltara, le preguntó: -¿En qué estás pensando?
Me resultó sorprendente que el propietario de la casa interrogara con interés sincero a una operaria sobre sus pensamientos, pero sobre todo me conmovió ser testigo del momento en que el cazador se acercaba a la trampa y con una delicadeza infinita, como para no romper ni una letra, se llevaba la presa de sus palabras.
Daniel Divinsky publicó en Ediciones de la flor mi primer libro, la nouvelle El gato en la sartén en 1971, cuando yo tenía 23 años. La había escrito en tres meses trabajando sólo de noche, al regresar de mi trabajo como redactora de publicidad. Después me distraje durante muchos años criando hijos, casándome, divorciándome y estudiando medicina, y recién en 2007 publiqué mi segundo libro, los relatos de Secuelas.
Cuando pude poner fuera de la multiprocesadora todo lo que quería decir sobre la medicina y los laboratorios, escribí dos libros: Pandemia (Sudamericana, 2010) y Sana Sana, la industria de la enfermedad (Sudamericana, 2014). Reedité Pandemia en 2020 con el título Pandemia, virus y miedo (Seix Barral) y en 2018 publiqué Mi papá alemán (Seix Barral), mi único libro autobiográfico.
Cuando comenzó el aislamiento por la epidemia de virus Sars Cov 2, salté de alegría. Por fin se hacía realidad mi fantasía más deseada: estar sola, sin hacer nada más que leer y escribir todo el día por un tiempo indefinido. Decliné amablemente invitaciones a cursos por zoom de yoga, meditación, tai chi chuan, chi kun, stretching, coro, masa madre, alimentos fermentados, filosofía, origami y huerta en macetas y en cambio abrí la computadora y exploré archivos que en algún momento había abandonado por falta de tiempo. Dos de ellos me parecían interesantes: el relato real de mi relación con una pajarita, y la narración irónica y cruel sobre una señora y su rodilla enferma.
Trabajé sobre ellos hasta que pasaron del estado gaseoso al estado sólido y aunque no tenían todavía identidad suficiente para ser parte de un libro, sentí que merecían tener un título cada uno: Una madre pájara y La rodilla que habló. En mi viejo blog viejos son los trapos@blogspot.com encontré con extrañeza la última entrada: una catarata febril que había subido años antes durante una experiencia de trauma psíquico feroz y que había olvidado inmediatamente después. De ese post rescaté pocas líneas que me parecieron valiosas y las injerté en un texto nuevo, la descripción minuciosa que una mujer hace del sufrimiento de otra. Así se formó el tercer capítulo, que se titula Dice mi amiga mientras fuma.
Una vez terminadas eran sin duda piezas independientes, pero al leerlas las sentía como trillizos separados al nacer; una unidad biológica ramificada en tres lugares y tiempos diferentes. Los comentarios de amigas y amigos escritores llovían sobre mi cabeza planteando otras observaciones que no había tenido en cuenta:
-Che, ¿no será demasiado zarpado?
-Tiene partes políticamente incorrectas; algunes próceres se van a sentir tocades.
-El tema es muy dramático, pero la ironía lo hace encantador.
Todas esas observaciones me gustaban porque odio lo muy amargo y me empalaga lo muy dulce, tanto en la vida real como en la literatura. Agridulce es para mí el sabor perfecto y el que mejor define a los tres textos de Nada es para siempre.
Un día Paula Pérez Alonso, mi editora, me preguntó:
- ¿De verdad no te das cuenta de lo que tienen en común? ¿No percibiste de qué estás hablando con estos textos?
No, no me daba cuenta de algo que para ella era evidente. Respetuosa y delicada como es, no dijo nada más y esperó. Unos días más tarde la revelación se produjo como un rayo: cada unidad relata el final de una relación, y cada final es un adiós a la distancia, un desenlace sin cuerpo, un duelo abstracto y desapegado como los que casi todos vivimos desde el inicio de la pandemia. Ése es el hilo que enhebra las tres piezas que forman Nada es para siempre.
No termina de asombrarme cómo funciona el inconsciente. Por lo menos el mío, que quizás sea un poco más distraído que el promedio, me permite escribir largamente sobre un tema sin enterarme de lo que estoy diciendo. La lectura de otras personas más despiertas o más sensibles me despabiló y me reveló por qué rescaté esos tres textos del fondo de la computadora, y con qué objeto los amasó mi multiprocesadora interna durante meses mientras se sucedían las penas, las muertes y las despedidas a distancia.
Tengo que decirte algo que no te va a gustar: por más esfuerzos que hagas para que la salud, el amor y la vida duren, un día todo se termina. Pero la misma lógica se aplica a las cosas malas, porque nada es para siempre. Un día, también esta nueva forma cruel de decir adiós sin abrazos se habrá terminado y quedará apenas como una curiosidad de nuestro pasado.
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