Cuando los amigos de Caroline Noble supieron que Raymond d’Esquerre iba a pasar un mes en la casa que ella tenía en el Canal antes de embarcarse hacia Londres para cumplir con sus compromisos de la temporada de ópera, consideraron el hecho como una prueba más de lo llamativamente perversa que puede ser la realidad. Que además fuera mayo, y el más templado y floreciente de todos los mayos de cielos azules y blancos que aquella costa hubiera conocido en años, reforzaba el sentimiento de que en todo ello había algún error.
Se enteraron de que d’Esquerre se había instalado en la posada que estaba junto al huerto de manzanos, justo detrás del glorioso jardín de Caroline, y de que casi a cada hora la voz del tenor y el acompañamiento de ella al piano se podían escuchar flotando a través de las ventanas abiertas y por entre las ramas de los árboles. El Canal, de un azul acerado puntuado por velas blancas, se abría espléndido si uno miraba por la ventana de la posada. El jardín a la izquierda y el huerto a la derecha jamás habían estado tan exuberantes en primavera, y florecían con vehemencia, como si se tratara de un homenaje a Caroline aunque ella fuera la última mujer a la que pudieran atribuírsele hechizos como los de Freya, la diosa nórdica de la fertilidad; la última mujer, como sus amigos decían, en poder apreciar y disponer, para el gran tenor, de un lugar como ese.
Por supuesto que admitían que a Caroline le gustaba la música –o al menos que debía gustarle– pero incluso eso, como para todo lo demás, era una persona fría e indignantemente práctica; en eso, como en lo demás, ella consideraba que podía tener todo bajo control. Quién sino ella, siempre dueña de sí misma, ella, que jamás perdería la cordura y seguiría dirigiendo a jardineros y empleados como siempre, podría ser quien fuera a retenerlo. Otros sospechaban que eran esas precisamente las razones por las que había logrado convencerlo de hospedarse allí. Y eso los molestaba aún más.
La imperturbabilidad de Caroline, su capacidad y su éxito exasperaban a la gente porque sabían que todo lo había logrado sola. Había respondido siempre a las cosas que la vida le exigía con temple, y de esa forma se había labrado un lugar de poder y dominio. Esas eran las razones, suponían todos, por las que había logrado casarse con Howard Noble. A las mujeres que no sobrellevaban la vida como Caroline, que no manejaban tan bien ni su fortuna ni a sus maridos, que no se creían tan saludables y no se veían tan bien, o que no podían manejar a sus hijos con tanta facilidad o darle un toque de distinción a todo lo que hacían, les gustaba decir que Caroline era materialista y la describían como alguien seca y severa.
Esta impresión de cálculo, de seguir reglas tan firmes como definidas que Caroline daba a los demás estaba lejos de ser falsa; pero haría falta señalar que ninguno de ellos podía conocer las extenuantes circunstancias que la habían llevado a ser de esa manera.
Si Caroline se aferraba al orden y el equilibrio, si desconfiaba de todo lo que tendiera al derroche, no era porque desconociera otras formas o que no fuera consciente de que la vida podía ser de otra manera. Pero se había criado en Brooklyn, en una miserable casita bajo la vacilante administración de su padre, un profesor de música que descuidaba su trabajo para escribir composiciones de las que el mundo parecía prescindir sin dificultad. Su personalidad había sido trabajada por un amargo rencor y una pueril piedad por sí mismo, y pasaba los días desdeñando las labores con las que se ganaba la vida, al tiempo que se ofrecía penosamente devoto a las que lo llenaban de decepción, escribiendo largas partituras que demandaban de las orquestas cualquier cosa menos una melodía.
Como se ve, no era aquel un hogar especialmente alegre donde crecer. Su madre, que había idealizado a su marido como un señor de la música del futuro, había tenido que entregarse a una batalla existencial con palas y escobas, a interminables negociaciones con el carnicero y el almacenero, a la confección de sus propios vestidos y los de Caroline, y a tranquilizar con delicadeza a los postergados alumnos de su esposo.
Su hijo Heinrich, el único hermano de Caroline, era pintor, y había heredado toda la sensibilidad vengativa de su padre, pero nada de la capacidad servil para dedicarse a su arte. Se juntaba en el pequeño estudio del tercer piso con otros jóvenes tan fracasados como él para burlarse de los artistas cuya estupidez y dedicación, según decían, les habían prodigado reconocimiento. Cuando excepcionalmente trabajaba, Heinrich dibujaba para periódicos por unos veinticinco dólares a la semana. Era demasiado indolente para dedicarse a su arte con seriedad, demasiado irascible y autoconsciente para ganarse la vida y le gustaba demasiado quedarse hasta tarde en la cama y leer poesía sin parar. Además, necesitaba entregarse al éter para poder estar seguro de algo más que de su propia pena. A los 26 años, en medio de un ataque de locura, se pegó un tiro, y todo el asunto destrozó la salud de su madre y la llevó a una depresión que terminó por matarla. Caroline le tenía cariño a su hermano pero sintió cierto alivio cuando dejó de verlo vagar por la pequeña casa comentando con ironía su aspecto miserable, un gorro turco en la cabeza y un cigarrillo colgando de sus largos y trémulos dedos.
Después de la muerte de su madre, Caroline asumió la organización de ese establecimiento en franca bancarrota que era su casa. Los gastos del velorio quedaron impagos, y los alumnos de Auguste escapaban, asustados por los sucesivos desastres y la atmósfera de desgracia que impregnaba el lugar. El propio Auguste se había puesto a escribir un poema sinfónico titulado “Ícaro” dedicado a la memoria de su hijo.
Caroline tenía apenas veinte años cuando tuvo que afrontar este laberinto de dificultades, pero analizó la situación con seriedad. La casa había servido demasiados años como un templo idealista: imprecisos y angustiante años que la habían desmoronado. Su madre había logrado fugarse de Alemania tres décadas atrás con su profesor de música para terminar confinada como una esclava al ámbito de la cocina. Desde que Caroline tenía memoria, la norma en la casa había sido una especie de mística adoración de cosas lejanas, intangibles e inalcanzables. La familia entera se había entregado a sucesivas explosiones de entusiasmo, charlas sobre artistas y obras maestras, para regresar luego a la realidad, al cordero hervido de la cena y a la necesidad de dar vuelta, cada tanto, la alfombra del comedor. Toda esta pirotecnia emocional había terminado por transformarse en celos y mezquindad, en un descuido de los deberes y en un terror cobarde al almacenero de la esquina.
Desde su infancia había odiado esa humillante e incierta existencia de palabras simples y bolsillos vacíos, de ideales poéticos y sórdida realidad, de indolencia y pobreza disfrazadas con papel de regalo. Incluso de muy pequeña, cuando podía permitirse algunos vagos sueños, cuando tenía ganas de quedarse hasta tarde acostada en la cama y jugar con imágenes mentales, o saltar y cantar porque los suaves árboles ofrecían sus tempranas hojas pálidas al resplandor del sol, debía resignarse y con los puños apretados ir a ayudar a su madre a quitar las manchas del chaleco de su padre o planchar los pantalones de su hermano.
Su madre nunca había permitido que se cuestionara nada de lo que Auguste o Heinrich pedían que se hiciera pero al mismo tiempo, desde que tenía memoria, Caroline sospechaba que muchas de las cosas que se hacían en la casa estaban mal. Sabía, por ejemplo, que no era correcto que los alumnos de su padre esperaran media hora antes de que su padre se dispusiera a recibirlos, mientras discutía sobre Schopenhauer con algún socialista barbudo en una mesa de mantel manchado y platos sucios. Sabía también que Heinrich no se podía dar el lujo de ofrecer a sus amigos una cena en homenaje al cumpleaños de Heine cuando debían un mes de lavandería, y cuando él mismo dependía de las monedas que su madre pudiera darle para moverse en la ciudad. Así era como Caroline había aprendido sobre el idealismo y sus inconsistencias, y había decidido que se negaría a las difusas e ineficaces respuestas que ofrecía a las filosas preguntas de la vida.
Cuando tuvo bajo control los asuntos de la casa, y pudo dominarse a sí misma, se negó a seguir con su educación musical. Su padre, que había tenido la idea de hacer de ella una concertista de piano, se desilusionó y vio en ello un motivo más para seguir quejándose del mundo. Era joven y linda, y había llevado vestidos usados y guantes sucios y sombreros improvisados toda su vida. Ansiaba como si fuera un lujo el mero hecho de ser como los demás, una persona honesta de la cabeza a los pies, sin nada que esconder, ni siquiera sus medias, y deseaba trabajar para lograrlo. Alquiló un pequeño estudio lejos de aquella casita tocada por la desgracia y empezó a dar clases.
Se las arregló bastante bien, y además parecía ser una de aquellas chicas a las que la gente tiende a ayudar. Las cuentas se fueron pagando, Auguste volvió a componer, y solo se quejaba cuando ella se negaba a que sus nuevos alumnos estudiaran las composiciones para piano de su padre. Empezaron a contratarla en Nueva York para tocar algunos acompañamientos en recitales. Pudo vestirse bien, convertirse en alguien agradable y creer que tenía alguna oportunidad. Iba paso a paso, no pensaba en qué habría más allá, y puso todo el esfuerzo en pensar en su vida tal como era a la luz del día. Había dos cosas a las que temía incluso más que a la pobreza: la parte de uno que entroniza a un ídolo, y la otra que se arrodilla y lo adora.
Cuando cumplió veinticuatro años Caroline se casó con Howard Noble, un viudo de cuarenta que había sido durante una década uno de los hombres fuertes de Wall Street. Entonces, por primera vez, pudo tomarse una pausa para respirar. Había necesitado algo tan incuestionable como aquella fortuna, la posición social, su energía y el vigor de su cuerpo para sentir que podía estar a salvo. Eso le permitió relajarse un poco, sintiendo que ahora existía una barrera entre ella y aquel mundo de problemas y fracasos.
Caroline llevaba casada seis años cuando Raymond d’Esquerre se hospedó con ellos. Había ido allí fundamentalmente porque Caroline era como era, porque él también sentía la necesidad de sustraerse del jardín de Klingsor y las tentaciones, de dejarse estar por un tiempo en un lugar tranquilo cerca de alguien que tuviera un espíritu calmo, la mente fría y un carácter severo. En aquella posada del jardín había podido concentrarse tanto como pocas veces antes en su vida afiebrada. Como le dijo a Noble, Caroline sabía lo importante que era trabajar con seriedad.
Una noche, dos semanas después de que d’Esquerre se hubiera embarcado hacia Londres, Caroline estaba en la biblioteca contándole a su marido el trabajo que le había encargado a los jardineros. Supervisaba el cuidado del terreno personalmente. Más aún: su jardín se había convertido en una parte de ella. Una suerte de preciado accesorio, com un vestido o una joya, que había adquirido una módica fama, y Noble estaba muy orgulloso de eso.
Qué te parece la idea de tirar abajo la posada del jardín y construir allí una nueva casa de verano, al final de la glorieta? Algo más grande y campestre, donde puedas tomar el té en las tardes de calor?”, preguntó su marido.
“¿La posada?”, repitió ella mirándolo enseguida. “¿Por qué? Sería una lástima, después de que d’Esquerre la haya usado, ¿no?”
Noble bajó el libro que estaba leyendo, sonriendo con sorpresa.
“¿Así que vas a ponerte nostálgica? Tiraría abajo el lugar entero solo por ser testigo de una cosa así… Pero no creo que vaya a afectarte por más de una hora”.
“No, yo tampoco lo creo”, agregó su esposa también sonriendo.
Noble agarró el libro nuevamente y Caroline fue hasta la sala de música a practicar un poco. No estaba lista para derrumbar la posada del jardín. Había ido hasta allí en busca de una hora de tranquilidad cada día durante las dos semanas desde que d’Esquerre había partido. Era el más puro que alguna vez se había permitido.Un sentimiento que la avergonzaba pero que al mismo tiempo, como si fuera una niña, retenía y no quería soltar.
Caroline se acostó poco después de su marido, aunque no pudo dormirse. La noche era cálida y asfixiante y presagiaba tormenta. El viento había amainado y las aguas descansaban fijas e inmóviles como la arena. Se levantó, se calzó las pantuflas y cubriéndose los hombros con una bata abrió la puerta de la habitación de su marido, que dormía profundamente. Bajó las escaleras, salió de la casa por una puerta lateral y caminó por la glorieta cubierta de parras que llevaba hasta la posada del jardín.
El aroma de las rosas de junio se sentía en el aire pesado y las piedras que cubrían el camino se sentían frescas y placenteras a través de la fina suela de las pantuflas. Los relámpagos se sucedían desde las gruesas nubes que cubrían el mar, pero la luz de la luna inundaba la costa y un poco más allá la orilla del Canal permanecía tranquila y brillante.
Caroline tenía la llave de la posada y la puerta chirrió al abrirla. Entró en la larga y baja habitación, radiante por la luz de la luna que se derramaba desde la ventana y yacía como si fuera un charco de plata en el suelo encerado. Incluso la parte de la habitación que permanecía en las sombras se veía vagamente iluminada; el piano, los altos candelabros, los marcos de los cuadros y las blancas molduras se advertían tan nítidos en la media luz como los sicomoros y los negros álamos del jardín contra el quieto y expectante cielo de la noche.
Caroline se sentó para pensar un poco. Había venido este lugar para hacerlo cada día de las dos semanas desde que d’Esquerre se había ido pero, lejos de haber llegado a una conclusión, solo había logrado extraviarse en un laberinto de recuerdos –a veces confusos y agobiantes, otras singularmente claros– donde no parecía haber pistas, camino, esperanza ni salida. Empezaba a entender que estaba perdiendo la batalla contra la que había luchado toda su vida. Había caído presa de la confusión que le generaba aquella suntuosidad a la que, desde que era niña, se había negado con determinación; le había abierto las puertas con alarmante rapidez a aquella parte de uno que necesita crearse un ídolo para luego arrodillarse y adorarlo.
Sintió que había sido un error haberle pedido a d’Esquerre que se alojara allí. Estaba furiosa, además, porque creía haberlo hecho como un desafío a sí misma, para intentar librarse de ese miedo instintivo que él le hacía sentí y la desconcertaba. Tuvo dudas antes de que él llegara, pero había resuelto bien tantas otras cosas antes que en el fondo imaginaba que iba a poder manejarlo. Confiaba, hasta con un poco de arrogancia, en su ductilidad y capacidad de resistencia; había logrado tanto a esa altura que se convenció de que no había nada que no pudiera enfrentar, como esos nadadores que se lanzan con temeridad en aguas abiertas confiados por su fuerza y poder, sin tener en cuenta que del otro lado hay un adversario temible, el propio mar.
Y d’Esquerre era un hombre con el que había que tener cuidado. A esta altura Caroline no podía seguir engañándose. Se vio forzada a admitirlo con humildad, ya que desde que se despidió de él no había podido librarse de su influjo. Lo llevaba en la conciencia aún cuando no pensara en él. Hiciera lo que hiciese, su recuerdo se le volvía a imponer, involuntariamente, como su propia respiración, brotando con fuerza hasta que la sofocaba. Sentía algo así esta misma noche.
Caroline se levantó y se quedó de pie, temblando, mirando alrededor en la penumbra de la habitación silenciosa. No había ido de noche hasta la posada nunca antes, y la habitación la inquietaba ahora mucho más que en la tranquilidad de las tardes. Caroline se cepilló el pelo hacia atrás, despejando la frente húmeda, y se acercó a la ventana. Fue dejándose caer hasta quedar con la cabeza apoyada en el alféizar, y mientras se desabrochaba el primer botón del camisón entrecerró los ojos y dejó perder la vista a través del vidrio, en la noche agitada, divisando por entre las copas de los álamos los rayos que encendían los cúmulos de nubes.
Sí, lo sabía, sabía muy bien de qué materia estaba hecha toda esta locura; podía burlarse de ella, pero no por eso la estremecía menos. El poder de aquel hombre no estaba tanto en algo que pudiera tener –aunque claro que tenía lo suyo– o en lo que realmente fuera, sino en lo que era capaz de sugerir. En lo que, de manera ciertamente irresistible, era capaz de ser o de tener –y eso era sencillamente cualquier cosa que uno pudiera desear–. Su atractivo era persuasivo y magnético porque apelaba a la imaginación, y se trataba de algo tan indefinido e impersonal como el culto al idealismo que tan bien practican las mujeres. Su personalidad tenía aquello sin lo que, para muchas, la vida no es más que aserrín: despertaba un deseo al que podían responsabilizar de sus propios errores y desgracias.
D’Esquerre se había convertido en el centro de un movimiento, y la ópera del Metropolitan era el templo de aquel culto. Cuando cruzaba el Atlántico, la temporada era exitosa; cuando no podía hacerlo, los programadoresperdían dinero. Todos estaban al tanto de eso. También se sobreentendía que su talento como cantante tenía poco que ver con el lugar que había llegado a ocupar. La ópera, la orquesta, incluso lo glorioso de su arte, alcanzado con gran esfuerzo, eran apenas accesorios de sí mismo, como el decorado y el vestuario y hasta la mismísima soprano: todos estaban ahí para contribuir a generar una atmósfera, eran agentes en la mecánica de una magnífica ilusión.
Caroline entendía todo esto, no era la primera vez que se exponía a aquel influjo. Había visto el mismo sentimiento en otra gente, en sus amigos, en la sala de conciertos noche tras noche mientras él cantaba y ella se perdía entre la masa del público.
La llegada de d’Esquerre al comienzo del invierno era la señal de largada para una hégira femenina hacia la ciudad de Nueva York. Las noches en que él cantaba ellas afluían al Metropolitan desde mansiones y hoteles, desde los escritorios de las oficinas, las aulas, los comercios, los vestidores. No importaba la condición física ni social: las mujeres aceptaban todo esto con complicidad, como cuando a veces tomaban una copa de champagne para ver qué efecto les hacía. Hermanas de la caridad o cansadas empleadas de comercio lo esperaban con devoción; mujeres marchitas que habían cursado sus doctorados lo adoraban furtivamente a través de sus binoculares; mujeres de negocios y mujeres con tiempo libre, incluso las amazonas que vivían solas en sus edificios de departamentos y resistían el asedio de los hombres. Todas se entregaban al mismo hechizo; soñaban, con las variaciones de las que es capaz la fantasía, el mismo sueño. Sentían el mismo ahogo cuando lo veían pisar el escenario; y, cuando se despedía, entendían que había llegado la hora de volver a soportar el mismo dolor opaco.
Estaban incluso las lisiadas; aquellas que habían llegado con muletas, las que llevaban marcas de viruela en la cara o las estigmatizadas de forma grotesca por crueles manchas de nacimiento. Ellas también se dejaban encantar, igual que cualquiera. Corpulentas matronas volvían a ser, al menos por un rato, delgadas niñas. Solteras gastadas por los años sentían que sus mejillas volvían a encenderse con la ternura de la juventud perdida. Jóvenes y viejas, justas o repugnantes, se rendían a sus ardores –más o menos evidentes– y se acomodaban famélicas a la espera del mendrugo místico con que él las alimentaba en esta eucaristía del sentimiento.
A veces, cuando la sala estaba completa desde la orquesta hasta la última fila de la galería, y el aire se había cargado con el éxtasis de la imaginación, él mismo se convertía en una víctima de su poder abrasador. Porque ellas también actuaban sobre él: podía sentir el ferviente y desesperado deseo que proyectaban. Ese deseo lo agitaba como la primavera inyecta la savia por el tronco de un viejo árbol; él también florecía. Durante esos instantes se permitía volver a creer, volver a desear, aunque no supiera bien qué.
Pero no había sido en aquellos momentos de exaltación cuando Caroline aprendió a temerle. Fue en los ratos de reserva y tranquilidad, incluso en la monotonía que manifestaba entre esos estados de arrebato, cuando sintió que las fuerzas de su compasión la desgastaban, y entendió que ahí se encontraba lo sustancial de su relación. Era la manera tácita con que él aceptaba el desencanto que hay debajo de todo éxito –la incapacidad de un mago para engañarse a sí mismo– lo que despertaba en ella un ilógico y femenino deseo de compensarlo de alguna manera.
Se había dado cuenta drásticamente que él la hacía sentir como si tuviera otra vez dieciocho años, esos años duros que había gastado en dar vuelta los vestidos usados y aplacar los ánimos de los comerciantes, esos años que no había tenido tiempo de vivir. Después de todo, reflexionó, hubiera sido mejor permitirse algo de juventud, bailar un poco en carnaval y vivir ese tipo de cosas cuando son naturales y encantadoras, y no tener que lidiar con ellas cuando el tiempo pasó y se tornaron imposibles, sino humillantes.
Volvió a ver el catálogo de todas las privaciones que se había impuesto; recordó cómo, a la luz del ejemplo de su padre, se había negado hasta el inocente gusto de improvisar un poco al piano; cómo, cuando empezó a dar clases luego de la muerte de su madre, fue negándose hasta el más pequeño capricho hasta reducir su vida a una implacable rutina, tan invariable como la de un reloj. Le parecía que desde que d’Esquerre entró por primera vez en su casa había sido poseída por el suplicante espíritu de una niña, que le imploraba por una hora de vida.
La tormenta llevaba un largo tiempo conteniéndose y el aire dentro de la posada era asfixiante. Todo parecía impregnado de una angustia conmovedora, de un silencio febril, de una intolerable expectativa. La tierra quieta, la flores pesadas, incluso la oscuridad creciente exhalaba el agotamiento de una espera muy larga. Caroline sintió que debía irse, que era un error permanecer allí, que la hora y el lugar eran tan peligrosos como sus pensamientos. Se levantó y empezó a caminar pisando despacio, como si tuviera miedo de despertar a alguien, su figura envuelta en una ropa fina, vaga y blanca. Todavía incapaz de sacudirse la obsesión de la intensa quietud, se sentó al piano y empezó con el primer acto de “La Valquiria”, la última de las piezas que habían ensayado juntos, tocando casi sin escuchar y con aire ausente al comienzo, pero cada vez con mayor intensidad.
Quizá fuera el calor remanente de la noche de verano, o los espesos aromas del jardín que se colaban a través de las ventanas abiertas; pero a medida que tocaba crecía la sensación de que él estaba allí, a sus espaldas, parado en el lugar de siempre. En el dueto del final del primer acto lo escuchó claramente: “Eres la primavera por la que suspiré durante el frío abrazo del invierno”. Cierta vez, al cantar esta línea, él la enlazó con el brazo y le puso una mano justo debajo del corazón, mientras con la otra tomó una de las manos con las que ella estaba tocando, sosteniéndolaen el aire como lo hacía en el escenario con Sieglinde en el momento en que la conducía hasta una ventana. Se sintió orgullosa de su reacción en aquel momento, que no fue ni de rechazo ni de consentimiento; la exaltó su capacidad de autocontrol, que él daba por seguro, aunque quizás existiera una levísima interrogación en la mano que descansaba debajo de su pecho. “Eres la primavera por la que suspiré durante el frío abrazo del invierno.” Caroline levantó rápidamente las manos del piano y apoyó en ellas la frente, sin poder reprimir un sollozo.
La tormenta estalló y la lluvia comenzó a entrar en la habitación, salpicándola con su negro vestido, hasta que se levantó y fue a cerrar las ventanas. Se tiró en el sillón y empezó a luchar contra el pasado, mientras los fantasmas de los muertos salían de la tierra como si fueran brotes de hierba. Las sombras de las cosas que siempre había despreciado se abatían contra ella, triunfantes y sin piedad. No era suficiente: esta vida feliz y ordenada no era suficiente. No la satisfacía, ni siquiera era real. No: esas otras cosas, esas sombras, eran la realidad. Su padre, el pobre Heinrich, incluso su madre, que había podido sostener aquel pobre matrimonio y algunas pequeñas ilusiones en medio de las tareas hogareñas, habían llegado a estar más cerca de la felicidad que ella. Su seguridad se había derrumbado después de todo, y la gente en el jardín de Klingsor había tenido más suerte, a pesar de las estériles arenas con las que habían erigido su paraíso.
La posada permanecía en la quietud y el silencio. Luego del llanto, Caroline se mantuvo callada y tanto dentro de la habitación como afuera en el jardín acechaba la oscuridad de la tormenta. Solo de vez en cuando, gracias al resplandor de un rayo, podía verse la esbelta figura de una mujer, rígida en el sillón, la cara enterrada entre las manos.
Hacia la mañana, cuando los truenos dejaron de escucharse y el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre las hojas del huerto se tornó más regular, ella cayó rendida y no se despertó hasta que los primeros trazos rojizos del amanecer aparecieron por entre las ramas de los manzanos. Hubo un momento entre dos mundos cuando, ni dormida ni despierta, sintió cómo su sueño se desvanecía, alejándos de ella, y la ternura en su corazón se enfriaba. Algo pareció resbalarse de sus brazos, un gemido de protesta escapó de sus labios, y ella apenas lo acompañó con un breve aleteo de las manos. Luego abrió los ojos y se incorporó, aferrándose en medio del mareo a los almohadones del sillón, fijando la vista en la desnudez de sus pies fríos, luego en su pecho sobresaltado, subiendo y bajando debajo del camisón entreabierto.
El sueño se había alejado pero su afiebrada realidad todavía la impregnaba, y ella la retuvo como la vibración de una cuerda sostiene un tono. En la última hora las sombras le habían enseñado algunas cosas: le mostraron lo insignificantes que pueden ser el tiempo y el espacio, los sistemas y la disciplina, las puertas cerradas, el ancho océano. Temblando, pensó en aquel cuento de hadas árabe en el que el genio trasladaba a la princesa de China hasta el soñoliento príncipe de Damasco y al alba la volvía a llevar hasta su palacio a través de los aires.
Caroline cerró los ojos y apoyó los codos débilmente sobre las rodillas, hundiendo un poco los hombros. El miedo no venía de afuera sino de adentro. El sueño no había sido una casualidad; era la expresión de algo que había mantenido aprisionado tan cerca suyo que jamás había llegado a verlo, era el lamento que salía de la profundidad de la torre donde el guardia dormía. Solo como resultado de semejante noche de embrujo la cosa podía haberse liberado de esa manera para enfrentarla; tan pesadas habían sido las cadenas, y tan difícil había sido desentrañar su sentido, que ahora sentía cómo la aplastaban en la oscuridad. El hecho de que d’Esquerre estuviera en ese momento al otro lado del mundo no significaba nada. Aunque estuviera allí mismo, al lado de ella, no hubiera podido dañar su orgullo de la misma manera. Ahora mismo no tenía siquiera el atenuante de un impulso externo, y apenas podría haberse despreciado a sí misma un poco más si tres semanas atrás, en medio de la noche, hubiera ido hasta la posada a acostarse en el piso frente a su puerta.
Caroline se levantó con paso inseguro y se arrastró con culpa desde la posada hasta el camino que corría bajo la parra, aterrada de que el personal de servicio hubiera despertado, temblando en el aire frío, mientras los arbustos húmedos del camino le mojaban el camisón y lo adherían a sus piernas. En el desayuno, su marido la miró a través de la mesa con preocupación. “Se te ve un poco cansada, la de ayer no fue una buena noche para descansar. ¿Te gustaría ir a las montañas hasta que pase esta ola de calor? Y por otro lado, ¿era verdad eso de que te daría pena derribar la posada del jardín?”
Caroline se sonrió tranquila. “No, claro que no. No tengo la suficiente fuerza de voluntad como para negarme a la idea de una casa de verano. ¿Le podrías decir a Baker que venga mañana para hablarlo conmigo? Me gustaría que pudiera empezar a trabajar enseguida.”
Noble la miró, en parte divertido y en parte apenado. “¿Me creerías si te digo que estoy algo desilusionado?”, le dijo. “Había llegado a desear que, al menos por una vez, hicieras algo insensato.”
“Es que tuve una noche entera para pensarlo”, contestó Caroline, y los dos se levantaron de la mesa riéndose.
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