El libro Geografía de la oscuridad, de la peruana Katya Adaui, construye en 16 actos, cada uno un relato, una pieza dura y despojada sobre paternidades y maternidades posibles, diversas, que tienen en común la omnisciencia de un mar que, como la familia, refugia pero también espanta.
El mar donde el nadador escapa de un chupón, donde un niño se ahoga. El mar donde un padre le anuncia a la hija que va a morir y le pide que no se lo cuente a su hermano ni a su madre, o donde otro padre chapotea con sus hijos. Las relaciones que despliega Adaui en estos cuentos son dolorosas, la ternura aparece frustrada y muchas veces es caníbal. Hablan de lo que no va a prosperar, lo que no alcanza, como un nudo en la garganta.
Los protagonistas pueden tener entre 30 y 50 años, son contemporáneos que tratan de sobreponerse a sus padres. “Creo que solo podemos dar cuenta del mundo que habitamos, y pensé que estos cuentos serían más honestos si me acercaba un poco a los padres que he conocido y a las personas que hicieron de padres para mí”, dice la autora.
Esto es: un guía espiritual que condensa en pequeños gestos perversiones de enorme poder simbólico; un padre naturaleza que sabe cuidar; un Papá Noel vendedor de semen; una pareja de profesores de matemática, él siempre apurado y sin tiempo, ella sin prisa; o el hijo homosexual de una madre “bicha” y “truculenta” y de un padre bueno y muerto.
Cada cuento parece el planteo de un escenario que el narrador conoce perfectamente, solo que hay cosas que elige recortar, no nombrar. Como si hubiera una anécdota clara a la que le borra ciertas referencias y datos que dejen vacíos. Y esos vacíos cambian la forma de la anécdota, la extrañan. La hacen más misteriosa y tal vez permitan que otro introduzca ahí su experiencia. Tal vez hagan que quien lee esos cuentos por segunda vez, o piense en ellos, complete una foto que aparecía con partes tapadas adrede, aunque esos parches fueran un poco transparentes.
En su mayoría los personajes son hijos hablando de paternidades, en su mayoría los protagonistas y narradores son varones, en su mayoría son relatos de miserias, nimiedades, desamores. Pero también hay hijas que hablan, a veces sobre padres, donde aparece la amorosidad sin interferencias. Y a veces sobre madres, aterradoras y amenazantes, como las de Correr o En lugar seguro.
¿Cuál es la oscuridad a la que alude el título del libro? “Vi una foto aérea de la Tierra de noche y pensé que se parecía mucho a nosotros mismos, también pensé que la deberíamos de llamar oceánica, porque por un lado hay más mar que tierra y por el otro, hay intensa luz y zonas en penumbras. Había escrito bastante sobre madres y poco sobre padres. Y empecé con ese padre pulpo capaz de normar el brillo y la tiniebla, el portero que crea apagones a la gente que lo incomoda en ‘Los pulpos tienen tres corazones’, y eso marcó el clima de todo lo demás”, cuenta la autora.
Adaui nació en Lima en 1977. Estudió escritura creativa en Argentina, donde ahora vive, y es autora de los libros de relatos Aquí hay icebergs y Algo se nos ha escapado, del libro infantil Muy Muy en Bora Bora y de la novela Nunca sabré lo que entiendo.
“He vuelto a Argentina en 2020 y ha sido por amor –dice la escritora que trabajó sobre varios informes de Covid en su país–. Ahorita Perú está jodido, recién pudo juramentar Pedro Castillo, y la derecha se la va a hacer difícil. Voté por él las dos veces, pero con mucha reserva. Vamos a darle el beneficio de la duda”, plantea antes de empezar, como dando contexto a esos relatos que son ficción pero que suenan reales y que publica Páginas de Espuma.
—El mar está superpresente en el libro, ¿hay algo autobiográfico ahí?
-—El mar siempre fue muy importante en mi escritura –soy una hija de la playa pública de Lima que cada vez queda menos, cada vez se privatiza más el mar, está prohibido, pero se hace– y tiene que ver con dos momentos: cuando a los ocho o 10 años me entero que mi abuela paterna había muerto ahogada. Mi abuela rescata a sus nietos, le da un infarto y muere ahogada. Saber eso fue todo un descubrimiento, porque mi padre tenía algo muy voraz con el mar, se metía hasta el fondo hasta que los salvavidas lo sacaban a rastras. Y claro, yo no sabía que su madre había muerto y que nos metía a nosotros hasta donde no había piso, cuando no sabíamos nadar, y la olas nos llevaban, como un desafío. El otro recuerdo que tengo es haberme quedado sola en una pileta honda y que el chaleco se desinflara y yo, sin saber nadar, haber mantenido la calma hasta llegar al borde, como una cosa de no haber esperado lo peor. No sé cómo decirlo, pero me daba cuenta de que había algo como muy pacífico y tranquilo en la posibilidad de un ahogamiento así, me daba cuenta de que si dejaba de luchar iba a pasar todo muy pronto y no me desesperé, sostuve la calma pero pensé en la muerte claramente, y habré tenido cinco años.
El mar es algo definitivamente para mí. En Lima el mar te invade, para bien o para mal, aunque vivas lejos los techos tienen hongos; de chica el olor de las harineras de pescado lo apestaba todo, he visto cómo con los temblores el mar retrocedía y nadábamos entre piedras afiladas. Ese mar es una posibilidad de ahogo, de rasparse, pero al mismo tiempo es la celebración total: todos vamos a la playa en verano, está al pie del acantilado y tiene esa cosa ambigua, como la familia, que te refugia y te espanta.
—El desuso o abandono pareciera una recurrencia. ¿Por qué?
—Hay algo que no sé si tiene que ver con las familias que han atravesado las guerras o que han venido de una pobreza que ya no, pero es como si el placer no pudiera ser completo, como si hubiera que siempre pasarlo un poco mal, esa cosa sacrificial. Yo lo atestigüé en varias familias: que el agua de la casa no llegue al segundo piso, irse de viaje pero escamotear. Pienso ahí en Natalia Ginzburg cuando dice que quizá lo que deberíamos enseñarle a los hijos, teniendo o no teniendo dinero, no es el ahorro, no es la avaricia, no es la plata, sino el amor a la vida. Y parte del amor a la vida, creo yo, es aprender a disfrutar del bienestar. Algunos de los personajes no están del lado del placer, y son los hijos los que le dicen ‘pero disfruta’, son los hijos los que han conseguido algún disfrute y cuando van a compartirlo, a ofrecerlo, a donarlo, no terminan de ser escuchados.
—Lo otro que se repite, y que podría ser una analogía de lo anterior, es la parálisis.
—Volviendo a la Ginzburg, pensaba en el léxico familiar y esa cosa bíblica de cuando Jesús reza y dice ‘una palabra tuya bastará para salvarme’. Los hijos cuando somos pequeños le decimos eso a nuestros padres, todo el tiempo: ‘una palabra tuya bastará para salvarme o para enviarme al infierno mismo, o sea, y yo solo quiero desaparecer, o solo quiero morir, o solo quiero dormir tres días’. El libro atraviesa ciertas zonas de parálisis y de imposibilidad creativa: hijos que tratan de sobreponerse a los padres, que han tenido que moverse, aunque el movimiento solo sea irse de una habitación y cerrar la puerta: eso puede ser un montón para decir ‘ahora empiezo yo mi vida’.
—¿Qué hay en la decisión de no nombrar?
—El gran problema de los que escribimos es saber hasta dónde contamos, no cómo empezar. Los relatos están desadjetivados y las personas casi no tienen nombres porque me interesa mucho cómo el otro termina de rellenar conmigo este cemento fresco.
—¿Cómo le diste forma a Geografía de la oscuridad?
—La sombra nunca surge de la oscuridad, surge de la luz, me interesaba esa zona intermedia en que todo está punto de transformarse en otra cosa. Siempre es un día normal hasta que deja de serlo y estos cuentos se preocuparon por dar constancia del instante en que las cosas van a revertirse, del momento en que algo está a punto de explotar.
—Las maternidades acá son más bien truculentas ¿desde donde trabajaste sus representaciones?
—Hay una ficción que me encanta, Una mujer bajo la influencia, de John Cassavetes, con esa Gena Rowlands que está psicópata y sin embargo es adorable. En un momento está dirigiendo un cumpleaños infantil y pone El lago de los cisnes para que los chicos bailen, entra un papá justo en la parte más tenebrosa de la obra y ella les dice ‘¡mueran niños, mueran para el señor Jensen!’ y los niños juegan y empiezan a decir ‘muertito’, ‘muertito’, ‘me morí’, ‘no, no voy a comer, me morí'’. Es tan ambigua, se esfuerza tanto, que no la puedes dejar de querer. Si bien el padre es una figura presente, un niño que se golpea en la rodilla va donde la madre. Yo veo a niños agarrarle la cara a la madre y golpeársela, ‘¡mirame a mí, mirame a mí!’, o correr hacia sus mamás y abrirle las piernas como queriendo meter la cabeza otra vez ahí y volver; y es imposible y es un horror pero así es. Es un vínculo tan difícil, tan azaroso, que pensé en madres que tuvieran algún encanto (tienen joyas, cocinan) y que no dejaran de ser funcionales. A esos niños por ahí les convendría que no estuvieran, pero ellas están híperpresentes, para bien y para mal. Para que los cuentos sean cuentos tienen que tener esa dimensión de lo humano porque así somos, está en nuestra naturaleza, esa amplia gama de ‘quitar, dar/quitar, dar’. En muchas madres está el amor tragamonedas, ‘te doy, te doy, te doy, te doy-te quito’. Entonces, ‘te quito’.
Fuente: Télam
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