Adelanto de “Todos los demonios están aquí”, de Marcelo Figueras

Infobae Cultura publica un capítulo de la nueva novela del autor y guionista, en la que combina realidad y fantasía en el marco del estallido social de 2001 en Argentina

Cinco

La città dolente

1.

Pons asumió en el Jenseits el 5 de noviembre. Esa mañana lo despabiló el calor, antes de que el radio-despertador detonase. Mientras se duchaba, lo alivió pensar que escaparía a tiempo de la ciudad-trampa.

Llegó a las ocho a la estación de Tigre, donde repartió el dinero que llevaba a mano. Los críos lo olían a distancia como tiburones que paladean agua roja, por eso había separado cambio en el estribo del tren. Poco después saludó a Montero, que seguía calzando sus coquetas sandalias. El trayecto le resultó familiar (ya había visitado el Jenseits varias veces, para estudiar su burocracia y conversar con el personal), pero aun así sucumbió al efecto hipnótico del zigzagueo entre los canales.

Perderse en el Delta equivalía a entrar en un mundo diferente. Donde no llegaban los ruidos de la urbe y otras realidades revelaban su sonoridad extraterrestre. Donde el tiempo se llamaba a un alto y presentaba batalla, harto de fugar hacia adelante.

Hubo un acto en la explanada del instituto. Desde lo alto de la escalinata, Kefover lo presentó como el nuevo vicedirector, ensalzándolo como si fuese la reencarnación de Albert Schweitzer. Cuando le tocó hablar, Pons se atuvo a los objetivos que se había planteado: ser breve (para no aburrir a la concurrencia, invitándola a desmadrarse), prescindir de las humoradas (sus personajes habían quedado en el Alvear, o sea en el pasado: ahora que era una autoridad no podía actuar de modo que moviese a la anarquía) y mostrarse positivo.

“Todos tenemos derecho a una segunda oportunidad”, dijo. Se había tomado el trabajo de urdir un discurso que prolongase la tradición del Jenseits. Kefover le había explicado que el instituto permitía a sus pacientes elegir el nombre por el cual querían ser conocidos. Aquel o aquella que quería seguir siendo quien era, podía apegarse a su nombre de siempre. Pero los que ansiaban reinventarse tenían derecho a hacerlo. “El objetivo —concluyó— es ayudarlos a que asuman este lugar como la bendición que es: una que quizás no merezcamos del todo, pero a la cual sería necio dejar pasar, o desperdiciar. Estamos acá para ayudarlos... y ayudarlas... a dar el salto hacia la vida que siempre ansiaron y la realidad les escamoteó”.

A su derecha, Kefover asentía con entusiasmo. Más allá se había alineado el staff profesional, empezando por el profe Percute, a cargo del taller de laborterapia. (En realidad se llamaba Cúper, como el jugador de Ferro. Pero como llevaba el nombre P. Cúper bordado en el pecho, Pons lo asoció a la creación de instrumentos y se lo grabó así en su rígido: Profesor Percute.) A su izquierda, Pistorius abortó un eructo. Parecía a punto de descomponerse.

Se esmeró para retomar el hilo y poner un moño al asunto. La compostura con que los pacientes se comportaban lo ponía nervioso. No recordaba haber participado de una ceremonia más ordenada en su vida. En una misa cualunque había más toses y carraspeos. Incluso en los actos del colegio de Iván, que era privado y por eso milicoide, los chicos se mostraban más inquietos que esa carrada de locos. El único que había interrumpido a Kefover (un tipo de anteojitos redondos, que empezó a chillar algo que Pons no llegó a oír) fue abordado por Sodano y forzado a abandonar la fila.

Pons ya había confirmado la homogeneidad del grupo. Había pacientes altos y bajos; calvos, lacios y enrulados; con rasgos delicados, fieros, convencionales. Pero todos rondaban la treintena, la plenitud de su vida. Y aunque alguno tuviese tez aceitunada (¡como la suya!), pertenecían sin excepción a la raza caucásica. No había nadie allí con rasgos aindiados: lo que en Buenos Aires se llamaba negro, aunque no lo fuese.

Endilgó esa comunión a la peculiaridad del Jenseits. Todavía no había averiguado el precio de la cuota —cuánto se cobraba a las familias, por hospedar a los suyos—, pero imaginaba que ningún cabeza

padre Julio dixit

estaría en condiciones de pagarla.

La mayoría se dispersó al terminar la ceremonia, para pastorear en grupos u orbitar a solas en torno de un sol invisible. Pero algunos se acercaron a saludarlo. Pons estaba tranquilo porque la loca del flequillo stone —que se hacía llamar Patty— permanecía bajo llave: había vuelto a agredir y a ganarse una suite acolchada. De aquellos que lo abordaron, el más descarado fue el de cara de imbécil.

—Hoy es el día de Guy Fawkes —dijo Ojos de Tiburón.

—Perdón, ¿cuál es su nombre? —preguntó Pons, relanzando la charla desde un pie más tradicional.

—Uh, Otis. Yo soy Otis.

Si ese es su nombre verdadero, está condenado a vivir en el subibaja. Sus padres le pusieron nombre de ascensor.

—Tomás Pons, encantado.

Otis no tenía manos. Tenía manoplas a lo Edmundo Rivero, de una aspereza casi mineral.

—Y digamé, Otis... ¿Guy Fawkes? ¿El que quiso dinamitar el Parlamento inglés?

Otis permaneció impasible. Era su manera de decir que sí.

—Personaje interesante —dijo Pons, por decir algo.

—Pero terminó mal.

—Lo mandaron a la hoguera, ¿no? Usted no se preocupe. ¡Acá no va a arder nadie!

Pons aprovechó para desmarcarse, pero otro le salió al cruce. Era el gordito que lo había saludado al pasar, la primera vez que pisó el Jenseits.

—Bienvenido —le dijo, inspirando la ilusión de sostener una conversación normal—. Yo soy Johnny, mucho gusto. ¡Le deseo toda la suerte!

—¿Johnny? ...Muchas gracias, Johnny.

—Por Otis no se preocupe. Es intenso, sí. ¡Pero usted no es su tipo!

Dicho lo cual se apartó, dejando a Pons con la pregunta en la boca.

2.

—Felicitaciones —dijo Sophía y le dio un beso en la mejilla.

Pons levitó. Un remolino de feromonas se lo llevaba al cielo.

Sophía era la traumatóloga que Montero había mencionado. Trabajaba part time en el Jenseits, donde, aparentemente, los internos tenían propensión a las lesiones en huesos y ligamentos. O bien las fingían, que era lo mismo que Pons hubiese hecho con tal de que ella le metiese mano. Porque Sophía era un minón.

Su tipo era más bien sporty. Algo razonable, dado que lo suyo era la afinación de cuerpos. Había trabajado su físico en el gimnasio, pero sin irse de mambo. A Pons le gustaban las mujeres musculosas, con ciertos límites: prefería la Madonna de Vogue a aquella de Music. Y Sophía estaba en el punto exacto, tensa como cuerda de violonchelo e igual de elástica. Tal vez fuese un poco cuadrada —poca cola, aunque de exquisita forma— pero sus tetas compensaban por arriba.

Pons la había visto de lejos durante su segunda visita. La tercera vez tuvo suerte y se la presentaron.

—Sophía con pe hache —le había aclarado de una—. ¡Vengo de una familia un poco rara!

—¿Fanáticos de la Loren? —retrucó.

—Fanáticos de la filosofía. Podría haber sido peor. Querían bautizarme Sapientia, que significa lo mismo pero en latín.

—Misteriosa y secreta, que Dios preparó para nuestra gloria, antes de que existiera el mundo.

—¿...Cómo dijo?

—Primer libro de las cartas de los Corintios, capítulo dos, versículo siete... Una cita bíblica. Yo también soy raro.

El contacto fue breve, pero bastó para impulsar un cambio en sus fantasías masturbatorias: Luli (Salazar) out, Sophía in. Pons era de los que creían que, cuando se empieza un trabajo nuevo, conviene encontrar algo bello en qué posar los ojos.

—Ya está embarcado —dijo Sophía al terminar el acto. Balanceaba su trenza al caminar, tenía el pelo muy largo, arreglado siempre de ese modo. A Pons lo seducían las trenzas. ¿Por qué habrían perdido el favor de las mujeres?—. ¡Ahora, a hamacarse!

—Si me caigo por la borda, tíreme un cabo —dijo Pons. Le divertía que se tratasen de usted. Sonaba sexy, a diálogo de policial negro.

—¡Cuente conmigo! —dijo Sophía y se apartó.

Pons hizo un esfuerzo para no mirarle el culo. Su madre lo ayudaba. La voz de Marta repicaba en su cabeza, una campana que llamaba a misa.

Santi. Santi. Santi.

3.

Por fin había ido a visitarla no para hacerle un bien, sino porque lo deseaba. Quería contarle lo del Jenseits.

Se lo había dicho a todo el mundo, ya: él, Tomás Pons (¡doctor Popescu!), que podía reír con Dios y María Santísima hasta quedarse afónico, pero de quien nadie —empezando por Dios y su madre— sabía nada que no fuese elemental.

Muchos habían demorado en recibir el chisme de su separación, aquello que transformó a Popescu en Príncipe de las Tinieblas. Esta vez se encargó de que la información circulase rápido. Le dijo a cada miembro del personal con quien departió —profesionales y rasos por igual— que había recibido una oferta de esas que no se rechazan; y ellos propalaron la noticia. Durante sus días finales, lo felicitaron hasta empleados cuyo nombre no había llegado a incorporar.

—Se nos va para arriba, doctor —le decían. Y aun cuando lo conocían apenas, sentenciaban—: ¡Ya era hora de que le tocase una buena!

Pons nunca los corrigió. Compartía, sí, la idea de que lo suyo era un ascenso merecido. Pero no confesó la sospecha que alentaba respecto de su cambio de suerte. En su fuero interno, el sol había vuelto a salir antes de que Baumann formulase la oferta de integrarse al Jenseits. La bendición le había llegado cuando dejó de lado su depresión y trató al Estigmático como a un ser humano. El loco había funcionado como un talismán. Tenía ganas de pasarle una cadenita por los agujeros de las manos y colgárselo del cuello.

Pero para eso, claro, debía encontrarlo.

Iván percibió su alegría al vuelo, tan pronto oyó su hola en el teléfono.

—Qué contento suena, doctor —le dijo—. ¿Consiguió novia?

Quizás por eso había aceptado acompañarlo a visitar a Marta. Aun cuando no llegase todavía a la categoría de cool, Happy Pons era mejor compañía que Gran Jefe Nube Negra.

—Che, ma, estoy cambiando de trabajo —le dijo a Marta tan pronto agotaron los saludos unilaterales—. Voy como vicedirector, a un loquero privado. Queda en el Tigre, una casa preciosa. ¡Y me pagan muy bien!

En el taxi había desarrollado una versión más extensa del mismo discurso, pensada para impresionar a su hijo. Le había dicho que el Jenseits era una institución internacional, como si esa policromía constituyese un valor en sí misma. Y luego de reiterarle la necesidad de discreción

tu madre y yo estamos separados, no tenemos por qué saberlo todo del otro

le contó que ya había pagado la rimera cuota de un auto nuevo. Un Alfa Romeo. A sacar, cero ka eme, tan pronto cubriese el veinte por ciento de su valor. Se sentía tan seguro, que había decidido ignorar el consejo de Baumann y las agorerías de Castro. Nada de pedir licencia en el Alvear, hasta que viese cómo venía la mano. Había renunciado de una, cobrando los proporcionales de aguinaldo y vacaciones. Con eso pagó la seña del Alfa y todavía le quedó un vuelto.

Iván se mostró impresionado. Lo cual correspondía, porque hasta Pons lo estaba. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien. Tenía ganas de sacar la cabeza por la ventanilla y cantar a los gritos. La melodía de Springsteen se le había pegado en el taxi anterior, con el que había ido a buscar a Iván. Sólo que, de haberla gritado, habría perdido la mesura del original para parecerse a un estribillo de cancha.

Uh uh uh I’M ON FIRE!

—Te puedo llevar a pasear, un día. Por el Tigre. ¡Si querés! —dijo a su madre. Le salió sin pensarlo, pero de todos modos no corría riesgos. Para que eso ocurriese Marta tenía que aceptarlo. Y las probabilidades de que volviese a decir algo más complejo que Santi, Santi, Santi eran tan pocas que...

—Ahora te toca a vos, Santi —dijo Marta.

Había hablado sin dejar de mirar el jardín. Pons era incapaz de repetir qué había dicho, porque la sorpresa obliteró su mente; sin embargo la frase había existido, porque Iván tenía la misma expresión demudada que Pons creía tener.

—... Pa. ¿Oíste? —dijo Iván.

Pons volvió a mirar a la vieja. Seguía sentadita, como si nada fuera de lo ordinario hubiese pasado.

—¿Qué dijiste, ma?

Marta reiteró la frase sin cambiar de postura.

—Ahora te toca a vos, Santi.

¿Era su impresión o esta vez la había dicho a menor velocidad, como si hablase con un idiota?

—¿Qué cosa, mamá? ¿Qué es lo que me toca: llevarte a pasear?

Marta Gómez de Pons lanzó un suspiro

es verdad, me trata como si fuese un pelotudo

y movió la cabeza. Hacia un costado. En dirección a su unigénito. Cuya mirada buscó, con dos pupilas del tamaño de carbones.

—Cerrale la puerta —le dijo. Su voz era firme. Como la que Pons atesoraba en su memoria: el timbre resonante que cantaba Lakmé encima de la otra Pons, la soprano Lily de los discos.

—... Ma, ¿de qué puer...?

—No lo dejes salir —lo cortó en seco—. ¡Sos nuestra esperanza!

En el silencio al que Pons se vio reducido, Marta se persignó y retomó su cantilena: Santi, Santi, Santi. Cuando el jardín volvió a llenar sus ojos, olvidó el rezo y ya no dijo más.

Durante el viaje de regreso, Iván y Pons hablaron poco. Las interpretaciones sobre las frases de Marta se les habían agotado. ¿A quién quería que le cerrase la puerta? ¿Por qué le tocaba a Pons ahora, quién había perdido —o desperdiciado— el turno anterior? ¿Y a quién más involucraba en su locura, quiénes formaban parte de ese nosotros que tenía esperanza en él?

Queselevasé —dijo Pons, imitando al jefe de enfermeros del Alvear—. Está gagá, la pobre. ¡Ni ella debe saber qué quiso decir!

Pero si su interlocutor hubiese sido distinto de Iván, habría compartido el pensamiento que le quemaba.

Marta no era la única persona que, durante el último tiempo, le había expresado una obsesión por las puertas.

Marcelo Figueras (Foto: Alejandra López)

4.

Hubo una fiesta de despedida. Acudió medio Alvear. Reservaron el restaurante entero y aun así hubo que habilitar mesas sobre la vereda. Pons no se sentó en un mismo lugar más de diez minutos. Circuló toda la noche como cumpleañera: imitando a Popescu y expresándose con música al estilo Commendatore, a pedido del público.

No faltó nadie, ni el Turco de maestranza. De las emociones de la noche, aquella fue la más profunda: los empleados más humildes habían aceptado pagar el precio de esa cena, y con gusto (Estela, la secretaria de Taber, había negociado un menú fijo, pero aun así el Café de la Plaza seguía sin ser una opción económica), con tal de homenajearlo en la medida que consideraban justa.

—Lo vamos a extrañar —fue la frase que oyó más veces. Las demostraciones de afecto contribuyeron con su ánimo ya sensible, que hizo eclosión durante las palabras de agradecimiento (“¡Que ha-ble, que ha-ble!”) y lo forzó a luchar contra el nudo de su garganta.

Como era visible que estaba conmovido, le concedieron el silencio que parecía necesitar para reunir fuerzas. Al fin suspiró, levantó la cabeza y dijo:

—... B-ba-a-m.

Las risas y aplausos no fueron sorpresa. Se trataba de su público, al que había calibrado durante años. Por eso creyó conveniente anunciar que, a partir de entonces, dejaría atrás al payaso para hablar en serio.

—Mi madre dice, dijo siempre: Todo vuelve. Es católica practicante... o más bien militante... y por eso, cuando repite todo vuelve habla de retribución divina: Cielo e Infierno, esa clase de cosas —prosiguió, de pie y con champagne en la mano. El sitio estaba abarrotado, habían entrado hasta los de la vereda—. Pero yo, tal vez por obra de un malentendido, creí siempre que todo volvía también en esta vida; que, aunque no salga en los diarios y se enteren pocos, los hijos de puta reciben lo mismo que dieron, puertas adentro de sus autos blindados y sus palacios. ...Un ingenuo, ya lo sé. Pero en algo hay que creer, ¿o no?

Iván, que lo conocía bien, lo agarró del brazo para ayudarlo a seguir.

—Lo que quiero decir es que, aunque la regla del todo vuelve no se cumpla a rajatabla, como ocurriría en un mundo mejor... verlos a ustedes acá, y recibir tantos mimos, sugiere que algo bueno habré hecho. Y eso me pone contento. Porque me va a ayudar a convencer a este chico que está acá, al lado mío, de que nunca voy a tener mejor herencia que dejarle que el afecto y el respeto que alcancé a construir.

Quiso rematar con una gracia (en rumano, “mil gracias” se decía multe multumiri), pero la emoción le hizo una zancadilla. Iván lo salvó con un abrazo. Su corazón bueno latía aún más fuerte que el de Pons, bajo el domo de los aplausos.

Cuando Taber y Estela se acercaron a despedirse, Pons les pidió otro número de teléfono de Baumann. Lo había llamado para agradecer, pero una grabación le anunció que esa línea ya no pertenecía a un abonado en servicio.

—El único que tengo es el de la tarjeta que me dejó —dijo Estela.

—Yo lo conozco apenas. Es amigo de Torlaschi. Un compañero mío de la facultad, que al final se dedicó a la docencia. Hace años que no le hablo, pero Estela puede ubicarlo —dijo Taber.

—No se moleste. Pregunto en el Jenseits, alguien debe tenerlo —dijo Pons, pero sin energías, porque su cabeza se había ido a otra parte.

Todo el mundo sostenía que dejar el Alvear había sido una decisión temeraria. (Empezando por Castro, que había sacado más fotos que en los quince de su hija y en ese momento estaba a sus espaldas, diciéndole a Iván: Tu viejo es un grosso... Un campeón. ¡Tenés que estar or-gu-lloso de tu papá!) Pons se había defendido, argumentando que Taber nunca la objetó. Y dado que era amigo de Baumann, su apoyo valía por partida doble.

Pero Taber acababa de decir que Baumann era amigo de un tal Torlaschi y no suyo. Había confiado en el viejo del bastón por carácter transitivo: porque creía que también Taber confiaba en él. En ese instante de duda, se preguntó por primera vez si había hecho bien.

Castro le entregó su cámara y le pidió que lo fotografiase con Iván. Pero Pons privilegió el pergamino que le habían dado Rosa y Laurita, firmado hasta por los tres que habían faltado a la cena.

Mientras leía las dedicatorias, olvidó todas sus dudas.

5.

El primer día se le fue en recorridas. Tenía un despacho precioso: no tan grande como el de Kefover pero tampoco tan escueto como el de Pistorius, con una biblioteca que Baumann no había vaciado, un paragüero dorado con paraguas y todo y un escritorio que olía lindo. Pero antes de aquerenciarse prefirió marcar presencia en todas partes: las salas, los talleres, el comedor. El personal —a excepción del afectado a la cocina, claro— comía ahí mismo, en simultáneo con los huéspedes. Pons disfrutó del menú, simple pero delicioso: jamón con melón, colita de cuadril con papas a la española, flan casero. Se le ocurrió que se trataba de una comida especial, en ocasión de su debut.

Pero al día siguiente la reemplazó otra igual de rica. Doña Sodano no cuidaba su aspecto, pero tenía una mano de oro. Una mano que, lamentablemente, los internos no apreciaban. Pons los veía a diario, comiendo lo mismo que él pero con cara de disgusto. La medicación solía devastar la química de las papilas.

Durante el debut no tuvo suerte en su mesa. Quedó flanqueado por Kefover y Campoy, el hombrecito anticuado que dirigía el taller de pintura. Este Campoy (“Como Ana María, la actriz. ¡Aunque no somos parientes!”) había sido agradable y didáctico cuando se acercó a verlo en acción. Más que técnicas, lo que trabajaba con los internos era la expresión de sus sentimientos profundos. Pero a la mayoría le costaba asumirlos.

—Escapan de sus propios deseos —había dicho Campoy—. ¡Viven en estado de negación!

Por eso se la pasaban pintando escenas o paisajes de la isla, o autorretratos, o recipientes llenos de fruta. En cambio, aquellos que estaban conectados con sus obsesiones las reflejaban en los cuadros y producían variante tras variante: llamaradas, payasos, frigoríficos, una Positano recreada de memoria. Y Campoy los alentaba, la idea era que sacasen a la luz lo que habían ocultado en versiones anteriores.

Pero en la mesa se puso monotemático. A Campoy lo obsesionaba la crisis: la impunidad con que Cavallo hacía y deshacía, el significado secreto de la renuncia del Chacho Álvarez, las versiones apocalípticas que brotaban hasta de las grietas. Pons se preguntó si insistía con el asunto porque necesitaba sincerar su propio problema, la inseguridad que atenazaba a todos los argentinos... o a casi todos.

A vos no te va tan mal, petiso. ¡Si ganás en euros, como yo!

Lo aburrió tanto que apuró el flan y se levantó, con la excusa de salir a fumar. Aprovechó el mutis para pasear por la parte trasera de la isla.

Había más parque, más árboles, un depósito de herramientas. Al fondo de todo, lindante con otro brazo del río, estaba la casita de los Sodano. Se preguntó si tendrían dormitorio o boxes alfombrados con heno. Por fuera la construcción era convencional: más bien cuadrada, con cortinas floreadas en las ventanas. Lo único llamativo era lo que al principio confundió con una huerta. ¿No era lógico que madame Sodano cultivase perejil?

Había una huerta, pero estaba pegada a un pequeño cementerio.

El sembradío era objeto de cuidados primorosos: una grilla simétrica dividida por hilos, cada sector exhibía carteles que identificaban lo sembrado. (Estragón y Cilantro, por ejemplo.) El lote mortuorio, sin embargo, estaba cubierto por malezas.

Las primeras dos tumbas databan de 1955. Estaban marcadas por cruces de madera con iniciales: MLS de B y JAB. A juzgar por las fechas, la mayor de los dos muertos —porque el “de” sugería apellido de casada— había vivido treinta y nueve años. JAB, sólo catorce.

Se preguntaba quiénes serían cuando registró la vibración. No le prestó importancia. Los motores que pistoneaban por los cursos de agua formaban parte de la música local. Pero la variación de su intensidad, muy marcada, lo forzó a desviar los ojos de las tumbas que le faltaba chusmear. Y así vio lo que antes se le había escapado, escondido entre las sombras del parque.

Debajo de un nogal exuberante había una cucha. De madera, bien rústica. Se movió hacia ella, los perros se le daban tan bien como los locos. Tan pronto se le aproximase, el picho dejaría de gruñir. Pero a medida que se acercaba, se sentía más inquieto. Había algo que no le cerraba. La distancia lo había engañado en materia de proporciones. De lejos le había parecido una cucha normal, pero a cada paso que daba se convencía de que la cucha era cada vez más grande, demasiado grande. ¿Lo engañaban sus ojos? La apertura que oficiaba de puerta no revelaba más que una oscuridad apretada.

Pons se acordó de Montero, a quien le había preguntado cómo lidiaban los Sodano con todos los locos.

Tienen con qué, le había dicho.

Frenó en seco. Vaciló un instante, sintiéndose estúpido, y después arrancó a caminar hacia atrás. Y no dio la espalda a la cucha ni un instante, hasta que los gruñidos cesaron.

6.

El martes la fortuna le sonrió. A la hora del almuerzo Campoy se demoró afuera, charlando con el gordito que se hacía llamar Johnny, y Pons aprovechó. Tan pronto Sophía asomó en el comedor, la llamó con un gesto y le ofreció el asiento a su derecha.

—Mil gracias —dijo ella, permitiendo que Pons acomodase la silla. Seguía oliendo al mismo perfume, aquel que lo había echado a volar cuando se la presentaron—. Por lo general llego cuando todos están sentados y termino en la punta de la mesa, o en la cocina. Pero hoy Montero se portó... ¡Se ve que él también tenía hambre!

Durante la comida no pudo decir mucho. Kefover monopolizaba la conversación, contando historias sobre el Jenseits. Había sido creado en Alemania, en 1946 (“Uno de sus primeros asesores fue Carl Jung”, puntualizó, convencido de que Pons apreciaría el dato), con el espíritu del sanatorium de Mann en La montaña mágica como modelo.

—El primer Jenseits fue erigido en Potsdam —agregó Lurati, que además de médico clínico se confesaba adicto a los libros de historia—. ¡La ciudad de la Casa Hohenzollern!

—La iniciativa del padre White... el fundador del Jenseits... respondió a una demanda de su tiempo —dijo el contador Pistorius—. En plena posguerra abundaban los necesitados de cuidado... permanente.

—Victor Francis White. ¡Un alma luminosa! —dijo Kefover, retomando las riendas. Y se lanzó a contar una discusión del cura con Jung, momento que Pons aprovechó para perderse en sus pensamientos.

Tenía la sensación de que esa charla estaba montada de modo teatral. Imaginó que la repetían con mínimas variaciones, cada vez que alguien se sumaba al staff. Una forma de adoctrinamiento, que ayudaba al recién llegado a integrarse al Jenseits.

Al menos sirvió para evitar que Campoy repitiese lo del apocalipsis local. Se había acodado en una esquina y comido a todo trapo para alcanzar al resto, que ya promediaba el plato principal. Ese pato a la naranja le demostró a Pons que, a pesar de la simplicidad de su apariencia, frau Sodano era una cocinera sofisticada.

Estaba por llegar el postre, cuando Sophía dijo:

—¡Qué ganas de fumar un cigarrillo!

Pons hizo un esfuerzo para no pararse y gritar, movido por el deseo de primerear a la competencia. Por suerte, no parecía haber más viciosos en el cuerpo médico que su vicedirector.

—Yo tengo —dijo—. Pero fumo negros y sin filtro.

—Me da igual.

Tolerancia a los Gitanes, que había vuelto a permitirse en virtud de su inminente afluencia económica: otro punto a favor de Sophía.

—Aprovechemos —dijo Pons, empujando su silla.

Salieron por la puerta que daba a la parte de atrás.

7.

Usó el Zippo dorado. Pero no corría viento y se quedó con las ganas de rozar las manos de Sophía.

—¿Es mi impresión, o esa charlita de recién... Jung, el bien y el mal... la actúan para todos los recién llegados?

Sophía frunció el ceño, como si lo estudiase.

—Guau. Qué cosa más rara... ¡Un hombre perceptivo! —dijo.

—Se supone que es parte de mi tarea. ¿Hace mucho que trabaja acá?

Perceptivo tal vez, pero sutil... “¿Hace mucho que trabaja acá?” La variante laboral del “¿Venís seguido a bailar a este lugar?” Qué pedazo de...

—Uf... ¡Una eternidad!

—Entonces conocerá el cementerio. ¡El de allá atrás! —dijo Pons, con un gesto en dirección a la casa de los Sodano.

Cementerios. Buen cambio de frente. Seductor, ante todo. Seguro que ya se humedeció toda.

—¿Quién está metido ahí: parientes de los Sodano, o...?

—Las tumbas más viejas son de los dueños originales de la casa —dijo Sophía. Tenía un gap delicioso entre sus dientes frontales—. Una familia de apellido Bellincione.

—¿Belin...?

—Con elle y ce: Be-llin-cione.

—¿Madre e hijo?

Sophía exhaló humo por el hueco entre sus paletas y asintió.

—¿Accidente? Según la fecha, murieron juntos.

—Los mató Bellincione. El marido y padre. Y después se suicidó. La gente de las islas lo tiró al agua, para que se lo comiesen los bagres. Como no tenían otra familia, la casa fue a remate. Y la compraron los del Jenseits. Esto funciona acá desde el ‘56. ¿Usted tiene una familia grande?

—Madre gagá e hijo adolescente.

Sophía le clavó sus ojazos —de un color miel predominante, aunque jaspeados— y sonrió. Pons se la había dejado picando, pero no estaba dispuesta a caer en la trampa. La pregunta sobre su estado civil quedaría para otra vez.

—¿Volvemos?

Ya habría tiempo para saber más. Con un poco de suerte, algún día coincidirían en la lancha de regreso.

8.

Pons se había propuesto ser tolerante con el Jenseits. Tenía instalaciones de lujo, un servicio excelente, ofrecía terapias razonables y protegía la dignidad de sus pacientes. (Y todo eso sin necesidad de apelar, last but not least, a ocho mil euros que predisponían a la flexibilidad.) Pero ciertas idiosincrasias del sistema lo intrigaban, por no decir que encendían sus sospechas. Y Pons se consideraba curioso.

La primera de sus investigaciones se consagró a la medicación que suministraban.

En su mayoría estaba compuesta por las drogas de siempre: haloperidol, clorpromazina. Pero al revisar los protocolos, encontró una marca desconocida.

—Heloperidona —confirmó el doctor Lurati—. Un producto de Bayer, ¿ve el isotipo, acá en la cajita? Lo que pasa es que en la Argentina no se comercializa. Lo traemos especialmente, porque es lo que más se usa en todos los Jenseits. Da un resultado es-pec-ta-cu-lar. ¡Usted ya lo vio!

Pons se preguntó qué dirían en el ministerio, si descubriesen que el Jenseits usaba pastas que no figuraban en el vademécum. Pero no sería él quien levantase la perdiz. Ahí Lurati había dado en el clavo. Entre los internados en el Jenseits debía haber unos nenes que te la voglio dire. Y sin embargo se los veía contenidos, de un modo que no interfería con su lucidez.

El día que la heloperidona se apruebe acá, la van a repartir como caramelos.

Otra cosa rara eran las historias clínicas. A juzgar por los archivos, llevaban décadas escribiéndolas a partir del mismo modelo de estilo.

—Parte de la tradición del Jenseits —dijo Kefover, cuando acudió a verlo con carpetas polvorientas—. Recaudos que se tomaron desde el comienzo, a la luz de las consecuencias de la guerra. Para proteger al paciente. ¡Ayudarlo a que confíe en la institución! Ellos saben que nada de lo que digan acá, en confidencia, va a ser difundido afuera. En consecuencia, nadie podrá emplearlo en su contra.

Pons comprendió así que la cláusula de confidencialidad que había firmado ante Pistorius —parte de su contrato— no era tan banal como había creído en un principio.

Todas las historias estaban escritas al modo de los documentos confidenciales. Con el texto tachado, y profusamente, para tornar imposible la identificación de fechas, lugares... y víctimas.

La historia clínica de Otis T. (porque hasta el apellido del paciente estaba censurado) arrancaba así:

T nació y fue criado en (TACHADURA NEGRA). Su madre, (TACHADURA NEGRA), era una fanática religiosa; T alega que abusó de él, vistiéndolo con ropas de niña y llamándolo (TACHADURA NEGRA). Su padre, (TACHADURA NEGRA), era un alcohólico que abandonó la familia cuando tenía cinco. T sostiene que su abuela materna, (TACHADURA NEGRA), lo expuso de niño a prácticas satánicas, incluyendo automutilación y robo de tumbas. El apodo que le puso entonces era (TACHADURA NEGRA). T dice haber cometido su primer asesinato a los (TACHADURA NEGRA), cuando, ante la proposición sexual de (TACHADURA NEGRA), de profesión (TACHADURA NEGRA), T arrolló a la víctima con su propio auto.

Así no entendería nunca qué había querido decir Johnny, cuando aclaró que Pons no era “del tipo” de Otis. No le quedaba más remedio que preguntárselo.

Aunque también, claro, podía preguntárselo a Otis.

9.

Se entregó al impulso y llamó a Sodano. Al jefe de enfermeros le disgustó la idea. No dijo nada, pero tampoco hizo esfuerzo por disimular. Cuestionaba la decisión de recibir a Otis en su despacho del piso alto.

—Mejor en el parque —propuso Sodano—. O, si quiere intimidad, en uno de los consultorios. A puertas abiertas, donde haya gente. Con estos tipos nunca se sabe.

—¿Está medicado como corresponde, o no?

Sodano no tuvo más remedio que asentir.

—Entonces vaya y búsquelo.

Salió mascullando por lo bajo. Ni siquiera se molestó en cerrar.

Otis llegó arrastrando los pies. Pons le indicó que se sentase, delante de su escritorio había una silla giratoria. Tenía el mismo rictus del día anterior, la mandíbula-quilla y los ojos muertos limitaban su repertorio expresivo.

—Por favor, cierre la puerta —pidió Pons.

Sodano lo miró con cara de mal bicho y cerró de un golpe.

Con este hombre, hacer gala de modales es un desperdicio.

—Digamé, Otis... ¿O prefiere que lo llame por su apellido? —dijo Pons, echando un vistazo a la historia clínica que no había terminado de leer. (Demasiado larga. Era uno de los motivos por los cuales la había elegido: era la carpeta más abultada de aquel estante.) Allí no figuraba el apellido... pero Otis no tenía por qué saberlo.

—Otis, nomás.

—¿Por qué piensa que está acá?

Otis volvió a ausentarse. A esa altura, Pons ya sabía que era así como lucía cuando se enfrascaba en sus pensamientos.

—Para eso no hay una respuesta, sino muchas —dijo al fin.

Es más inteligente de lo que parece. O un idiot savant de manual.

—Será cuestión de empezar por una, entonces. ¡La que más le guste!

Otis se removió en la silla. Que se quejó un poco, le faltaba lubricante.

—Estoy acá porque me agarraron.

Dicho eso adelantó aún más su pera y produjo un ruido raro. Como el de un auto al que se le da con la llave, pero no arranca. Era su risa. Otis se reía.

—... Okey, esa es una respuesta. ¡Dígame otra!

—Estoy acá porque maté a mucha gente.

Esta vez no se rio. Pons tampoco.

—Cuando dice mucha, ¿de cuánta hablamos?

La silla volvió a chirriar.

—Ahí se mencionan diez, once —dijo Otis, en alusión a la historia clínica que vio en manos de Pons—. Pero es un error.

—¿Cuántos más?

Otis se encogió de hombros.

—Okey. Van dos respuestas. ¿Hay más?

—Estoy acá porque sufro de esquizofrenia paranoide. ¿Lo dije bien? Eso declararon los psiquiatras, en el juicio.

¿Otis fue a juicio? ¿Por tantas muertes, con esa jeta, y aun así no recuerdo haber leído ni visto nada sobre el caso?

—También estoy acá porque soy piromaníaco. Me encanta el fuego. La forma en que se mueve... ¡No hay otra cosa, en este mundo, que, que... baile así, con esa gracia!

—Guy Fawkes no compartiría su entusiasmo.

—No, claro. ¡Terminó rostizado!

La llave intentó arrancar nuevamente.

—Todo lo que mencionó son, a ver... razones causales. Hizo equis cosas, que generaron equis consecuencias. Mi pregunta apunta, más bien, a las causas profundas. No a lo que hizo, sino a por qué. Y tampoco a lo que dicen de usted... su diagnóstico, esas cosas... sino a lo que piensa, personalmente. Cómo se siente por dentro, cómo se ve.

Cric. Cric. Cric.

—Yo estoy acá porque hice cosas malas. Cosas que hice porque no pude evitarlo. Fue más fuerte que yo. ¿Cómo es que dijeron en el juicio? ...Ah, sí: soy com-pul-si-vo.

Los ojitos de tiburón destellaron durante un instante.

—... Okey. Okey. ¿Y qué, ahm... qué le dicen acá, respecto de sus... predilecciones, sus inclinaciones?

Esa vez, como al principio, tampoco dudó.

—Que soy una criatura de Dios. ¡Y por lo tanto, libre de elegir mi camino!

No era la respuesta que Pons había imaginado.

Golpes en la puerta. Sodano entró sin esperar bendición.

—... Con su permiso. Lo llama el director. ¡Necesita verlo!

—¿Ahora mismo?

Sodano consideró que la pregunta había sido retórica.

Otis no se había movido de su puesto. Aunque a Pons le pareció que se había enderezado un poquito. ¿Era su imaginación, o circulaba entre enfermo y enfermero una tensión eléctrica?

—Digalé que enseguida voy.

Sodano cerró con cuidado.

Otis se levantó.

—... Muy bien, Otis. ¡La seguimos otro día! Cualquier cosa que necesite, sabe dónde encontrarme.

La forma en que arrastraba los pies —como si llevase grilletes invisibles— lo volvía lento. Esto dio tiempo a Pons, que recordó su curiosidad insatisfecha.

—... Una última pregunta. Porque acá no dice nada al respecto —lanzó, golpeando sobre la carpeta que repetía el número que Otis llevaba sobre el pecho: 091596—. La gente que usted mató, que le gusta matar... ¿Tiene algún perfil definido? ¿Responde a una tipología, o...?

—Mujeres. Viejos. Chicos.

No gesticules. No reacciones. Que no perciba que estás sudando frío.

—¡Soy de gustos amplios! La llave volvió a retorcerse en la ignición.

Pons no dijo más. Pero Otis, sí. Desde el umbral, mano sobre el picaporte.

—Los tipos como usted me gustan para coger, nomás.

Y adelantó un puñado de dientes, produciendo una sonrisa siniestra.

10.

Esa tarde encaró temprano hacia el muelle. Montero no había llegado aún (cuando amarraba, se lo hacían saber) pero no le importó. Necesitaba alejarse de la casa. Fumar por el camino. Pensar en otra cosa que no fuese la máscara de Otis.

Mujeres. Viejos. Chicos. Soy de gustos amplios.

Había estado a punto de sacar el tema ante Kefover. (Que lo había convocado por una cuestión burocrática, sospechosamente menor.) Sin embargo se contuvo. ¿Qué iba a decir? No quería que lo viese perturbado. Otis era el primer interno al que se acercaba, su inquietud habría sentado un mal precedente. Y tampoco podía aducir que lo habían engañado. Baumann había sido claro: casos clínicos severos. Si alguien había pecado allí, era él. Habiendo podido averiguar más sobre el Jenseits antes de decidirse, había dicho que sí a la guita

en moneda con respaldo, no como el peso.

sin calibrar la responsabilidad que le cabría.

Había sido ingenuo. ¿Qué gente iba a recurrir a un loquero como el Jenseits —caro y remoto—, sino aquella en condiciones de pagar lo que hiciese falta para salvar a los suyos de la cárcel o de un loquero convencional? Eso explicaba las laxas medidas de seguridad. Y el hecho de que Kefover no fuese psiquiatra, o al menos médico, sino abogado: los que allí se alojaban eran clientes, antes que pacientes, y estaban allí por propia voluntad. Si no escapaban no era porque no pudiesen, sino porque no querían.

Dentro del Jenseits estaban a salvo de la justicia.

El instituto era en esencia —creyó comprender— un aguantadero de lujo.

Y él era funcionario de ese aguantadero. Uno de sus responsables legales. Si les caía la cana encima, no podría escudarse en su rol de médico. Era mucho más que eso, figuraba en los papeles como vicedirector. Un cargo que le había llenado los ojitos de luces desde que Baumann formuló la propuesta original.

Me llovió en un momento de debilidad extrema, cuando mi pobre, vapuleado ego necesitaba un madero que lo ayudase a flotar.

Pensó en la conveniencia de recurrir a un abogado hábil en esta clase de cosas, un tránsfuga fino — alguien como su padre.

Ahora es tarde. Bancatelá, hermano. ¡A llorar todo el camino al banco!

El arco de la entrada produjo una sombra. Que sus pies sortearon, como quien atraviesa una frontera que sólo existe como trazo en un mapa.

Leyó la frase nuevamente.

Per me si va ne la città dolente.

¿Latín o italiano? ¿Qué significaba? ¿Por qué la había elegido Bellincione para engalanar la entrada a su fastuoso —y en último término, fatídico— hogar?

Montero estaba ad portas. Todavía no podía verlo, por culpa de la isla de enfrente; pero ya oía al Evinrude.

Pons miró en dirección al Jenseits. No había señales de Sophía. Menos mal. La habría acribillado con preguntas morbosas

¿qué se siente al tocar el cuerpo de un asesino como Otis: náusea, violencia — NADA?

y le habría confirmado, así, lo que

ya había sugerido al sacar el tema del cementerio: que lo obsesionaba la muerte y todo lo que le bailaba alrededor.

—¿Qué tal, el día de hoy? —preguntó Montero.

—Normal —dijo Pons. Y se le escapó una carcajada.

La primera de muchas. No podía parar.

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