Como poeta y narradora, María Negroni es una de las figuras más sobresalientes de la literatura argentina contemporánea. Sus libros son dispositivos —me gusta pensarlos como artefactos armados de una carga explosiva sutil pero enérgica—, que ponen en primer plano la obsesión por encontrar lo trascendente del hecho artístico. Provista de palabras y, sobre todo, de silencios, Negroni ha perseguido la estela de Emily Dickinson, Eric Satie, Joseph Cornell, Susana Thénon, el gótico, el tango, el noir, Islandia y las sagas nórdicas.
En su nuevo libro, El corazón del daño (Ed. Random House) —no se puede hablar de “novela” o al menos no ingenuamente porque reúne muchos géneros: falsa autobiografía, novela de aprendizaje, poesía y prosa poética, breve ensayo sobre la escritura—, Negroni pone bien adelante sus intereses literarios y aborda la cuestión más singular de su trabajo: cómo se construye un escritor, de qué materiales literarios y autobiográficos está hecho, cómo suma su voz al eterno diálogo de la literatura, en qué laberintos se pierde.
—Si tomamos la oposición entre literatura y vida, ¿la poesía es quien las reúne?
—Yo no diría que esa dicotomía esté resuelta. Para mí, ha sido una pregunta constante y este libro la actualiza haciendo una especie de arqueología de la escritura. No creo que la poesía sea la síntesis; cuando digo literatura y vida también digo poesía y vida. En mi vida personal esa dicotomía la vivo a los ponchazos y la trato de resolver como puedo. Pero siempre me ha costado mucho esa integración, siempre he pensado que es difícil encontrar el equilibrio.
—¿Se escribe gracias o a pesar de la vida?
—Yo podía escribir porque no podía escribir. Estaba todo dado para que no pudiera. Desde jovencita, siempre hubo cosas que me impedían escribir: me iba del país, tenía hijos chicos, tenía que trabajar, tenía que estudiar, tenía que hacer mil cosas. ¿Cómo se hace para ir al gimnasio, al supermercado, atender a los hijos y ser como Baudelaire? ¿Cómo se hace para vivir y al mismo tiempo tener una amante muy exigente, como la escritura? Una amante casi tiránica muchas veces. En el libro menciono una frase que creo que es Edmond Jabès, que dice: “Cuántas páginas tiene el libro: tantas páginas de soledad”. La escritura es muy exigente.
—Hablás de Jabès y en tus libros hay siempre un sistema de citas. ¿Cómo funcionan en la escritura? ¿La cita mueve la escritura, es la extensión de un pensamiento?
—La cita va con el pensamiento, al mismo tiempo. No hay una estructura de citas; son citas de autores que me acompañan permanentemente: Clarice Lispector, Jabès, Celan. Los tengo presentes porque la cita es como una iluminación, una especie de ranura de luz. No se puede decir de otra manera que con esa cita. Lo que he aprendido con el tiempo es que la literatura se hace con la literatura. Hoy estaba leyendo un poema de Sor Juana Inés de la Cruz que en el último verso dice: “Es cadáver, es polvo, es sombra, es nada”. ¡Es Góngora! Los libros, los poemas son variaciones de variaciones de variaciones.
—Lo que decía Borges: la originalidad no existe.
—Exacto. Son como olas. Esa es la imagen que tengo: olas que vienen y van. George Steiner decía que los poemas nuevos no son más que poemas momentáneamente olvidados.
Borges es una catástrofe para la literatura argentina, pero una catástrofe extraordinaria. Desarmó todo. Rompió el tablero. Si no fuera por él, todavía estaríamos con la pelea de qué es ser un escritor nacional.
—¿Por eso buscás el silencio?
—El silencio es fundamental. Aquí podríamos hablar un poquito de la poesía, porque, de todos los géneros, la poesía es la que más busca el silencio. Primero, porque es consciente de lo que se escapa siempre al hablar. Tiene una relación conflictiva con la palabra. Antes que usándolas, está peleando contra las palabras. Busca lo inasible, lo que se va. En el deseo de tocar eso que no puede, la poesía roza un límite donde no hay nada. Hay un poema de Gelman que dice: “¿Qué sabe el poema? Nada”. Tres veces dice “Nada”. Al acercarte a esa nada —que es un todo, el vacío siempre está lleno— te acercás al silencio. Mi sueño dorado como escritora, mi sueño imposible, es escribir un libro sin palabras, como el famoso libro blanco de Mallarmé.
—Hablabas de Lispector, Jabès y Celan, y yo traje a Borges, que en el libro aparece en relación a tu libro de poemas Islandia. ¿Qué importancia tiene para nosotros “El escritor argentino y la tradición”?
—Le estaremos eternamente agradecidos a Borges. Borges es una catástrofe para la literatura argentina, pero una catástrofe extraordinaria. Desarmó todo. Rompió el tablero. Si no fuera por él, todavía estaríamos con la pelea de qué es ser un escritor nacional. Y él abrió una puerta que es un permiso enorme. Nosotros no tenemos fronteras: quién nos dice de qué podemos escribir, sobre qué, cómo, quién es quién para decirnos eso. Yo, por lo menos, le estaré agradecida de por vida. Porque, además, la cosa del deber ser de la literatura “nacional”: cualquier deber ser es una cárcel.
—El corazón del daño comienza con un acápite de Clarice Lispector, pero por la forma en que está escrito me hacía pensar en Silvina Ocampo. Creo que no la nombrás en el libro: ¿es una influencia importante?
—¡Todo nos influye: la literatura entera! Creo que la conexión con Silvina Ocampo se da a través de la infancia. Aunque ella tiene una peculiaridad única, que es la de tocar la perversión de los niños, la crueldad de la infancia. Eso me parece extraordinario. Yo no lo tengo; esa es la diferencia. Pero tengo una fascinación por la infancia porque los niños tienen un germen revolucionario: están en contra del pensamiento domesticado, dicen lo que es inconveniente. Son amorales en el sentido que le damos los adultos a lo que debe hacerse, debe decirse, debe pensarse.
Cuando los estudiantes me preguntan qué es escribir, yo les digo que es hermoso, es horrible —como dice Lispector—, es tremendo, es un privilegio, es una desgracia, es una mezcla de cosas.
—Hay una serie de palabras que evocás de la infancia y son aquellas que decía tu madre —o la madre de la novela—: tupadre, bigudíes, humor de perros, incordio. ¿El lenguaje se trabaja para desarticularlo?
—Yo diría que lo hacés estallar por el aire al lenguaje, más que desarticularlo. Lo querés vivificar. Las palabras tienen una tendencia a calcificarse. El sentido se calcifica en el sentido común. Entonces, la forma de hacerlo hablar de nuevo es a través de un estallido desde adentro: agarrar una palabra y que esa palabra se esquirle. Vos mencionás a la madre: la madre es el origen del lenguaje. Para todos. Yo escribo: “Mi madre era la dueña del lenguaje”. Si esa premisa es correcta, si el lenguaje viene de la madre y la madre era la dueña de un lenguaje muy rico —muy punzante, a veces muy cruel, pero sobre todo muy rico—, si la madre está en el centro organizador del libro, entonces es como si el libro quisiera dejarme permanecer en la figura de la hija. Porque yo ya me he transformado en madre a mi vez. Pero en un momento, cuando hablo de los militantes de los años 70, digo que queríamos ser eternos hijos. Queríamos pertenecer a la raza de los hijos. Y los hijos, ahí vuelvo a hacer el enganche con lo que decíamos de los niños, son los rebeldes. Son los herederos de Camus: “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no”. La figura de la hija es la que se opone al poder real.
—¿Cómo se rebela uno con la literatura? ¿La literatura es una rebelión ante el destino que fijan otros?
—Te voy a contestar con la frase de una película de Godard. Hay un personaje, que es un campeón de boxeo, y pasan dos personas y lo ven peleando solo. Entonces uno dice: “¿Por qué pelea?”, y el otro le contesta: “Porque un gran campeón es alguien que pelea contra sí mismo”. Eso te da la literatura. Es la mayor riqueza que te da: te descoloca todo el tiempo. Te lleva a una vida donde quizá una de las cosas centrales es la posibilidad de asombrarse. Que no es muy común. Cuando los estudiantes me preguntan qué es escribir, yo les digo que es hermoso, es horrible —como dice Lispector—, es tremendo, es un privilegio, es una desgracia, es una mezcla de cosas.
—Hablamos de la madre en relación a la literatura, pero, si la pensamos como una mujer en su contexto, responde al arquetipo de mujer fuerte que, sin embargo, pone al hombre en el centro. ¿Cómo se entabla un diálogo entre la mujer de entonces y las mujeres de hoy?
—No tengo mucha respuesta para eso. Pero, con respecto a la diferencia de cómo eran las mujeres en ese momento y cómo son ahora, querría decir que, desde una perspectiva más amplia y más comprehensiva, hace cinco minutos que las mujeres tenemos un poquito más de derechos. Es muy nuevo todo. ¿En qué año tuvimos el derecho de voto?
—Desde la década del 40.
—¡No hace ni un siglo todavía! Las mujeres sufragistas inglesas son del comienzo del siglo XX. A Virginia Woolf no le permitían entrar en las bibliotecas. No hablemos de la articulación de los cánones literarios. Todavía es muy nuevo; no creo que estemos en un lugar tan distinto.
—¿Y la figura del autor? ¿Por qué la narradora tiene una biografía tan parecida a la tuya al punto que la novela se confunde con una autobiografía?
—No tengo la menor idea. No sé qué hice con este libro. No lo sé. Lo que puedo decir es que en el epígrafe de Clarice Lispector tiene una clave. Ella dice: “Voy a crear lo que me sucedió”. Es una frase muy cortita, pero hay un hiato, un silencio entre Voy a crear y lo que me sucedió. Este libro es ese hiato. La frase podría haber sido “voy a contar lo que me sucedió”, pero no lo es y eso implica muchas cosas. En primer lugar, que uno inventa también. La memoria es una invención, como dijo Silvina Ocampo. Pero aquí, además, hay una intención de crear algo nuevo con ese material autobiográfico. Y podría llevar la idea un poquito más lejos y decir que lo único que importa en este libro es lo que falta. Lo único que me interesa es esa especie de trabazón, de nudo hecho de palabras. Me gustaría que se lea todo lo que no dice el libro. Eso es mucho más que yo. Porque yo, la autora, soy pequeña, y la literatura es mucho más grande.