Para Susan Sontag la obra inclasificable de W.G. Sebald representaba ni más ni menos que “la grandeza en la literatura”, según escribió en el TLS cuando Vértigo salió en inglés: “Dada la implacable involución de la ambición literaria y el simultáneo ascenso de lo tibio, lo simplista y lo cruel sin sentido como temas normativos de la ficción, ¿qué aspecto tendría hoy una empresa literaria noble? Una de las pocas respuestas disponibles para los lectores es la obra de W.G. Sebald”.
Para muchos de sus familiares, sus amigos y hasta personas con las que apenas él se cruzó en la vida y que de pronto encontraron sus historias más o menos disimuladas en sus libros —porque lo inclasificable de la obra de Sebald es, sobre todo, su deliberada mixtura de ficción y realidad—, era un escándalo, un saqueo, una tristeza.
“Vértigo fue una catástrofe para mi madre”, dijo Gertrud Sebald, hermana del autor, a Carole Angier, quien acaba de publicar la primera biografía en inglés de este escritor alemán que pasó la mayor parte de su vida en el Reino Unido: Speak, Silence: In search of W.G. Sebald. “Ella pensó que él iba a escribir una especie de descripción histórica; no estaba preparada en absoluto para la manera en que él contó ficciones sobre algunas personas y reveló secretos sobre otras”.
Rosa, la madre de Sebald, no volvió a pisar la localidad de Wertach, donde había estado su hogar, desde la publicación de “Il ritorno in patria”, la última parte de Vértigo. Otras personas, como Susi Bechhofer, sobreviviente de la Shoah que llegó a Londres en el Kindertransport (el programa británico para rescatar niños de la Alemania nazi), murió en 2018 sin haber logrado que el editor de Austerlitz, el libro más famoso de Sebald, incluyera una nota en la que dijera que el autor tomó mucho de su historia personal para crear al protagonista.
Esta revelación perturbadora es una de las varias que incluye la investigación de Angier, que se publica a 20 años de que Sebald perdiera el control del auto donde iba —se cree que sufrió un ataque cardíaco— y se estrellara a contramano en el frente de un camión. Murió a los 57 años cuando apenas comenzaba a disfrutar de la fama de sus libros asombrosos, que habían salido a un mundo en el momento de grandes transformaciones históricas —Vértigo, Los emigrados y Los anillos de Saturno salieron en Europa en los años que siguieron a la caída del Muro de Berlín; Austerlitz, el año del atentado contra las Torres Gemelas— para recordar que, debajo de la superficie suave de la civilización había violencia, horrores, muertos.
Un segundo tema que acaparó los comentarios que recibieron a la biografía en los medios del Reino Unido y los Estados Unidos es que el padre de Sebald está en la raíz de su obsesión por los crímenes durante la Segunda Guerra Mundial: fue un militar del ejército alemán y nunca le dijo una sola palabra de lo que había hecho en esos años. Esa “conspiración de silencio” en la que creció orientó su exploración literaria.
El último tema es el hecho de que, siendo Angier autora de dos importantes biografías, una sobre Primo Levi y otra sobre Jean Rhys, y una de las primeras conocedoras de la obra de Sebald en Inglaterra, su investigación haya terminado en una biografía no autorizada.
La viuda y la hija del escritor se negaron a cooperar; el agente Andrew Wiley le recordó que sólo podría citar libros y entrevistas en la pequeña cantidad de palabras que la ley autoriza, ya que no obtendría derechos para más; las numerosas cartas que Sebald envió a una mujer (sólo identificada por su primer nombre, Marie) quedaban vedadas por el potencial reclamo de la familia, así que solo podía parafrasearlas. “Una amistad importante” y “el último editor inglés” de Sebald prefirieron no hablar.
“¿Por qué demonios, con estas limitaciones, persistí?”, plantea Angier al comienzo de su texto. “Persistí porque W.G. Sebald es el escritor más exquisito que conozco; porque acepto el derecho de su viuda a proteger la privacidad de ambos pero no a detener cualquier indagación sobre las raíces de su escritura; porque soy terca como cualquier hijo de vecino”.
Marie, a quien el libro presenta como “una amiga”, y Gertrud, una de las hermanas del escritor, son las fuentes que más cita el libro, que encontró otras voces al volver a andar por los caminos de Sebald.
El gran silencio de las familias alemanas
“Las historias son tan malhadadas, tan fatales, con una descripción obsesiva del sufrimiento, mental y físico”, escribió Angier sobre los temas de Sebald. “Es algo que va más allá de la mera observación; es una visión de la vida, o mejor, de la muerte”. De allí partió: probablemente la clave de la escritura del biografiado estuviera en algún lugar del camino si investigaba en esa dirección.
Era posible, asintió Gertrud. “Sólo escribes si necesitas hacerlo”, le soltó, epigramática.
Angier recordó que, la única vez que había entrevistado a Sebald, en su oficina de la Universidad de East Anglia, donde daba clases de literatura alemana, ella le preguntó por el vacío, la soledad que transmitía su escritura, y él había arriesgado que quizá intentaba ponerle palabras a “una catástrofe silenciosa”. Con el tiempo ella lo corrigió:
En realidad hubo dos catástrofes silenciosas, ambas sucedidas alrededor del momento de su nacimiento: el genocidio de los judíos y el bombardeo de las ciudades alemanas. Estos fueron los silencios que exigieron ser hablados, los secretos que él se sentiría compelido a explorar.
Inmediatamente después de la guerra, las familias alemanas parecen haber callado en la intimidad, según la reconstrucción de la biógrafa. Durante los primeros ocho años de su vida en el pueblo de Wertach y luego durante varios más en la pequeña ciudad de Sonthofen donde se mudó la familia, los pequeños Sebald no escucharon una palabra sobre lo que había sucedido: ni de los padres, ni en las escuela, ni de otros niños.
Nadie nunca hablaba de los judíos, ni en la casa ni en la escuela. Ni de los judíos de Europa, ni de los de Alemania, ni siquiera de los de Sonthofen donde, a pesar de su ubicación remota en el rincón sur de Bavaria, había habido varios antes de la guerra. Georg Goldberg, por ejemplo, un ingeniero de la forja, cuya hija se había ido de Alemania cuando se le prohibió terminar sus estudios de odontología. Y el doctor Kurt Weigert, el director del Hospital de Sonthofen, quien había sido despedido por razones raciales en 1935.
Winfried —un nombre “pomposo”, que Sebald detestaba— creció sin siquiera conocer una sola persona judía. Al igual que su hermana: “Nunca supe siquiera qué era un judío”, dijo Gertrud para el libro.
Sólo como adulto Sebald supo que su maestro de la escuela primera “había sido echado de su puesto por ser un cuarto judío”, y de ahí salió la historia de Paul Bereyter, incluida en Los emigrados.
“No recuerdo qué hice en la guerra”
Pero la primera noticia de la Shoah que tuvo el escritor fue a los 17 años y le descargó una tonelada de muerte sobre el pupitre. En la escuela secundaria, donde las clases de historia habían hecho quién sabe qué malabarismos para esquivar los crímenes de los nazis, un día proyectaron a los estudiantes un documental sobre los campos de concentración.
Los molinos de la muerte (Die Todesmühlen) fue una obra dirigida por el austríaco exiliado en California Billy Wilder (versión en inglés) y Hanus Burger (versión alemana), producida por el antiguo Departamento de Guerra de los Estados Unidos. Con el fin de educar a la población de Alemania sobre los hechos de 1939-1945, abreviaba parte del material filmado por el Ministerio de Información Británico que sólo se editaría en 2014 con el título Estudio de los hechos de los campos de concentración alemanes.
La película incluía imágenes de la liberación del campo de Bergen-Belsen; también montañas de cadáveres, sobrevivientes esqueléticos, pilas de ropa, juguetes y joyas robadas a las víctimas. Aunque no hace hincapié en la cuestión antisemita, Los molinos de la muerte habla de millones de masacrados, cámaras de gas y experimentos médicos.
“El plan debe de haber sido mantener una discusión sobria del tema a continuación, pero a Sebald esta erupción súbita de muerte en el aula, sin preparación y luego de una vida de silencio, le resultó demasiado para absorber”, narró Angier. “Era una linda tarde de primavera, con un partido de fútbol más tarde, y él no supo ‘qué hacer con eso’, dijo. No era el único: los compañeros de su clase con los que hablé sólo tenían un vago recuerdo de la película, o ninguno”.
Eso fue a comienzo de los sesenta: los adolescentes como Sebald comenzaban a preguntarse qué habían hecho sus padres en la guerra. Él intentó hablar con el suyo, que se había sumado al ejército defensivo que Alemania tenía tras la Primera Guerra Mundial: en la pobreza de la década de 1920, muchos jóvenes lo habían hecho por falta de empleo. Allí estaba cuando Adolf Hitler lo convirtió en la Wehrmacht, y allí se quedó durante la guerra.
“No lo recuerdo”, fue la única respuesta que obtuvo, una y otra vez. “No recuerdo qué hice en la guerra”. Si ese padre le había caído mal desde niño, porque era una figura autoritaria que encarnaba todo lo opuesto del hombre afectuoso que lo había criado en sus primeros años, su abuelo materno, mientras Sebald Sr. ocupaba Polonia o era detenido por los Aliados en Francia, ya nunca más le interesaría siquiera tender un puente de comunicación hacia él.
Acaso si le hubieran hablado de la guerra “no tendría que haber escrito sus libros”, especuló la biógrafa. “De allí surgen, a pesar de los esfuerzos públicos por ‘superar el pasado’: del silencio privado de las familias alemanas”.
Sebald se enfureció con su padre, comenzó una serie de lecturas eclécticas, abandonó el catolicismo. Tuvo su primera crisis psiquiátrica, a la que le seguirían dos más a lo largo de su vida: según estableció la biógrafa, fueron episodios de profunda depresión con angustia constante y ataques de pánico. Cambió su nombre a Max, que usaría hasta su muerte, mientras que reservó sus iniciales para la vida profesional.
Los bombardeos aliados contra civiles
“Y estaba el otro secreto, sobre el sufrimiento de los alemanes hacia el final de la guerra”, siguió Angier. “Él también escribiría sobre esto, una vez más, rompiendo un tabú porque se suponía que los alemanes no se podían quejar, dado cuánto más graves habían sido sus propios crímenes”.
Entre 1942 y 1945 los Aliados bombardearon numerosas ciudades alemanas, además de objetivos militares. En ellas murieron niños, mujeres, ancianos: población civil. En Sobre la historia natural de la destrucción, Sebald contó que “sólo la Royal Air Force arrojó un millón de toneladas de bombas sobre el territorio enemigo”, y que varias de las 131 ciudades atacadas quedaron casi totalmente arrasadas.
Se estima que unos 600.000 civiles fueron víctimas de la guerra aérea en Alemania, con una destrucción de 3,5 millones de viviendas. “A cada habitante de Colonia le correspondieron 31,4 metros cúbicos de escombros, y a cada uno de Dresde 42,8″, agregó el texto. “Pero qué significaba realmente todo ello no lo sabemos”.
Eso, también, quedó sepultado por la “conspiración de silencio”. Sebald nunca escuchó hablar del asunto en la casa ni en la escuela. Tenía, sin embargo, un recuerdo: en 1947 su padre, de regreso de la guerra, llevó a sus hijos a ver a sus padres en Plattling, y en el camino la familia pasó por Munich. Describió Angier en Speak, Silence:
El pequeño Winfried nunca había visto una ciudad antes, y observó asombrado los edificios altos y las enormes pilas de escombros entre ellos. Observó ambos del mismo modo, porque su padre no explicó y él sabía que no debía preguntar. Durante largo tiempo luego de eso, dijo Sebald, le pareció “que la condición natural de las ciudades [era] casas entre montañas de escombros”.
De grande denunció que la reconstrucción alemana, que los gobiernos se encargaron de hacer legendaria, resultó “equivalente a una segunda liquidación, en fases sucesivas, de la propia historia anterior, impidió de antemano todo recuerdo; mediante la productividad exigida y la creación de una nueva realidad sin historia, orientó a la población exclusivamente hacia el futuro y la obligó a callar sobre lo que había sucedido”. Los testimonios son tan escasos que en Europa en ruinas Hans Magnus Enzensberger recurrió a periodistas extranjeros.
Nacido el 18 de mayo de 1944 —una fecha que encuentra lugar en sus libros, transfigurada en ficciones—, Sebald organizó las ideas de su obra alrededor de la coincidencia de que, mientras él era un bebé al que su madre sacaba a pasear en un rincón remoto de los Alpes al cual la guerra no tocó, cientos de miles de personas eran conducidas a la industria de la muerte nazi o perecían despedazadas por las bombas de los británicos.
—Es la simultaneidad de una niñez feliz y estos hechos horribles lo que hoy me resulta bastante incomprensible —lo citó la biografía—. Sé que estas cosas proyectan una larga sombra sobre mi vida.
Sebald organizó las ideas de su obra alrededor de la coincidencia de que, mientras él era un bebé al que su madre sacaba a pasear en un rincón remoto de los Alpes al cual la guerra no tocó, cientos de miles de personas eran conducidas a la industria de la muerte nazi o perecían despedazadas por las bombas de los británicos.
Entre la realidad y la ficción
Abandonó Alemania con la excusa de ir a estudiar a Suiza, pero al fin no regresó. Conoció a la austríaca Ute, con quien se casó y tuvo una hija, Anna. Vivieron en Inglaterra donde se convirtió en un oscuro académico erudito, y solamente después de los 40 años comenzó a publicar esos libros fascinantes, a los que se entra con aprensión o con dudas —¿no es una prosa muy lenta? ¿de qué trata realmente?— e imperceptiblemente se desea vivir allí para siempre, escuchando esa voz elíptica que parece avanzar sin saber si es por ahí, porque eso es lo de menos.
A los 35 años, durante un viaje a Verona sufrió la tercera y última de sus crisis nerviosas, un momento de paranoia que él mismo describió en “All’estero”, en Vértigo, y que la biografía cifra como el origen de su escritura no académica. A veces él la definía como “ficción documental”. Tenía creación, imaginación, misterio; también historia, memoria y un narrador caminante, tan parecido a él que en Los anillos de Saturno una foto suya, apoyado en un árbol, parece unirlos sin dudas (por no mencionar la de su pasaporte en Vértigo). Escribió Angier:
La principal razón de su fama es que sus libros son inclasificables. ¿Son ficción o no ficción? ¿Son libros de viaje, ensayos, libros de historia o de historia natural, biografía, autobiografía, enciclopedias de hechos arcanos? Su primer editor británico, Christopher MacLehose, estaba tan dudoso que registró Los anillos de Saturno y Vértigo en tres géneros: ficción, viajes e historia.
Con el tiempo los académicos y los críticos —y también los editores y los libreros— aceptaron algo sorprendente pero cierto: él había inventado un nuevo género, en equilibrio en algún punto entre la ficción y la no ficción.
La segunda razón de su fama, completó la biógrafa, es la estrategia de construcción de ese supuesto equilibrio: ubicando fotos y documentos a lo largo de sus trabajos. “Cuando uno abre por primera vez un libro de Sebald parece una biografía: no sólo hay fotos de Edward Fitzgerald y Roger Casement, sino también de Paul Bereyter y Ambros Adelwarth, y de Jacques Austerlitz en la portada”.
Pero demasiadas veces no se corresponden con la realidad. “Si los personajes son ficciones, ¿de quién son las fotos?”, mostró Angier otra de las magias de Sebald. “De pronto, se dan vuelta: si primero crearon una proximidad extraordinaria, ahora crean distancia; en lugar de sentirnos intensamente cerca de las personas retratadas, estamos preguntando: ‘¿Quién eres?’”.
Meses finales con Marie
El mayor éxito que iba a tener, Austerlitz, salió en 2001, el mismo año de su muerte. Es lo más cercano al formato habitual de la novela que escribió. Lo comparaban con Jorge Luis Borges y con Franz Kafka; The New Yorker publicó, como anticipo, el extracto más largo de su historia.
Podría no haber sido publicada nunca: en 1999, mientras trabajaba en el texto, estaba muy deprimido, sentía que no iba a poder. Entonces, en París, durante una conferencia, una mujer se acercó a saludarlo.
Marie había participado de un intercambio escolar a finales de la década de 1950: había pasado dos veranos en la casa de los Sebald en Sonthofen. Ella se había enamorado de él y el episodio le había quedado como uno de los recuerdos lindos de la adolescencia.
Se había recibido de médica, había ejercido su profesión, había criado a tres hijos y se había divorciado. Se lo contó brevemente al saludarlo, tras felicitarlo: quién iba a decir que el Winfried del que se había enamorado de pequeña era ahora un escritor famoso.
La biografía sugiere que Marie se volvió a enamorar de Sebald y que esta vez fue correspondida. Sin hablar jamás de affair o relación, Angier describe la importancia de la “amistad” entre ellos para que Sebald pudiera volver a recuperarse del sufrimiento mental y terminar Austerlitz. Un personaje del libro, Marie de Verneuil, probablemente la evoque.
Durante esos dos años viajaron juntos, se encontraron en varias ocasiones y, como él permaneció casado con Ute, se escribieron cartas, las de él muy largas y detalladas que no se transcriben pero se mencionan: “En una carta a Marie”, “Le envió esta foto a Marie”. Escribió la biógrafa:
Cuando él pensaba en la felicidad, le dijo, pensaba en la idea del regreso. Y siempre tuvo la secreta esperanza de que sus libros hicieran que reapareciera alguien como ella.
La obra de Sebald vuelve una y otra vez a los temas que, según Angier, hacen que una biografía consista en unir vacíos, armar una red: “la falibilidad de la memoria, la muerte o la desaparición de los testigos, el papel dudoso del narrador”. El título mismo de la obra, que se inspira en Habla, memoria, de Vladimir Nabokov (uno de los autores favoritos del escritor), juega con eso: Habla, silencio. Si para cualquier biógrafo esa es la letra chica del contrato, para quien aspire a contar a Sebald lo es aun más: “Porque los huecos en la red de su historia son numerosos”, escribió.
La única ocasión en que lo entrevistó, por la publicación de Los emigrados en Gran Bretaña, cuando ni remotamente imaginaba que sería ella la biógrafa que enfrentaría esos vacíos, él fue “amable, pesimista y divertido” y le dijo muchas cosas que ella creyó de punta a cabo. Completó:
Pero al hacer la investigación de este libro, comprendí que me había equivocado. Había sido honesto sobre sí mismo, chocantemente honesto sobre sus padres, pero sobre su obra me había contado un cuento. Que publiqué en mi entrevista y que ha sido repetido como un hecho desde entonces. Así que yo misma hice uno de los huecos en la red de la biografía. Eso, al menos, le divertiría.
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