Félix Bruzzone: “No existe la familia nuclear típica”

El mes pasado volvió a las librerías “Los topos”, una novela que cambió las formas de narrar los efectos de la última dictadura. Infobae dialogó con el autor acerca de su escritura

"Los topos", de Félix Bruzzone, volvió a las librerías con una nueva reedición (foto: Magdalena Siedlecki)

Con una nueva reedición que llegó en el mes de julio a las librerías, Los topos, de Félix Bruzzone, mantiene todavía las fuerzas extrañas con las que irrumpió en 2008 en el panorama de la literatura argentina reciente, y en particular, su novedad radical frente a lo que entonces se acostumbraba escribir bajo las consignas de memoria, verdad y justicia. ¿Cómo dar testimonio cuando no hay casi recuerdo posible en el propio lapso de vida sino una memoria construida con lo que contaron otros? De esa imposibilidad, de esa ausencia, tomaba aliento esta novela para dar cuenta de la singularidad de la experiencia que acompaña a toda una generación de hijos de desaparecidos, pero también y sobre todo, para actualizar las posibilidades de la ficción.

Un hijo de desaparecidos que gasta la indemnización del Estado en viajes a playas tropicales, su enamoramiento con una prostituta travesti matapolicías que quiere vengar la desaparición de sus padres, quien además podría ser el hermano del personaje; un posible hijo del que vive alejado o que tal vez fue abortado, el cambio de sexo y un idilio aberrante con un presunto torturador que dispara todo tipo de sospechas. La búsqueda de identidad abre caminos impensados en Los topos, deja a un lado la memoria ejemplar y huye a cualquier final tranquilizador. Infobae Cultura dialogó con el autor sobre esta obra anómala y su vigencia hoy.

–Cuando se publicó Los Topos, hace ya más de diez años, la crítica valoró cómo se corría de los lugares comunes de la literatura testimonial y de un discurso progresista. Beatriz Sarlo comentó que la novela ampliaba el campo de lo escribible sobre desaparecidos. En efecto, luego le siguieron novelas como Diario de una princesa montonera, de Mariana Eva Pérez, y desde otro lugar, Una muchacha muy bella, de Julián López. ¿Cómo ves aquel libro hoy, dentro de ese corpus de testimonios no convencionales?

–Para mí es un poco difícil ponerme en lugar de crítico incorporando a una obra mía. Lo único que puedo contar de Los Topos es cómo la escribí y qué pasaba en ese momento, lo que pasa después no tengo mucha idea. Cada tanto recibo algún comentario, siempre bastante suelto y espaciado. Ni siquiera cuando se publicó me llegaron muchos comentarios.

Creo que es una novela que se leyó bastante en la academia o entre gente que rodea a estos temas de derechos humanos que están presentes en el relato. Sí entiendo que funciona como referencia, pero en el sentido en que el que llega a Los topos descubre que ahí hay algo que es raro, sea por la novela en sí como artefacto o por cómo trabaja estos temas.

Es un libro bastante extravagante dentro del corpus de memoria, verdad y justicia como también por fuera, pero me parece que no llegó a consolidar ni le dio vida a nada, de hecho Julián no lo había leído cuando publicó su novela y Mariana ya venía escribiendo el diario desde antes y desde una línea mucho más militante.

–Había tal vez un contexto de época que permitía abordar de otra manera un testimonio...

–Eso es lo que dice Sarlo, pero no sé si el contexto es el que habilita o es el paso del tiempo que también permite nuevas formas. Lo que sí está más consolidado es la cosa más de denuncia, el tipo de literatura que expresa el horror sin problematizar demasiado que era así, aunque obviamente hay matices. El gran relato es el Nunca más, y estaría bueno que alguien en algún momento se ocupe de hacer su análisis crítico como si fuera una obra literaria, como el germen de todo ese momento de consolidación de cómo narrar la dictadura y sus efectos, porque aparte está propuesto desde ese lugar. Hay toda una serie de operaciones con la construcción de ese libro que instala ese dispositivo de así se debe narrar. Me parece que en mi caso como el de Mariana, Julián, o tantos otros, quedamos más en los bordes. Ahora este año salió Una familia bajo la nieve, de Mónica Zwaig, que también está tocando estos y otros temas de esa época, más en el borde.

Félix Bruzzone (Magdalena Siedlecki)

–Tuviste entonces la intención de abordar tu historia por otro lado...

–Yo hice lo que podía hacer, no hice el trabajo de meterme en ese canon sino que hice lo mío. Eso por ahí sí tiene que ver con lo que dice Sarlo, con cierto espíritu de diáspora y dispersión post 2001. Hay quienes directamente se fueron del país y me parece que, dentro de mi generación, éramos más jóvenes y no teníamos tanta información, no estábamos tan al tanto de cómo era el asunto. Obvio que yo sabía un montón de cosas que había leído y demás, pero no era un especialista.

–Después de Los Topos escribiste una novela con otro tipo de experiencia en mente como Barrefondo. ¿Te sacaste ahí cierto peso de encima de tener que escribir sobre tu historia como hijo de desaparecidos?

–Yo había dado por agotado todo ese momento, por lo menos por un tiempo. Barrefondo me sirvió para oxigenar un poco y meter otras cosas y escribir otra novela que es más policial, o con algunos elementos del policial. La escribí más o menos rápido, me preocupé más por la voz del personaje que por la trama. Quise agarrarme directamente de otra voz, de un sujeto que tuviera otro tipo de sufrimiento más del aquí y ahora, aunque tiene su historia el personaje también. En esa novela estaba Fargo de fondo, que es una de mis películas favoritas. Todos los personajes están un poco tarados y condenados a terminar mal, y esa era un poco la lógica de la novela. Quise voluntariamente hacer algo distinto, por más que tenga que ver con una experiencia mía directa de aquella época que no era recordar sino ponerse a desmenuzar un poco el aquí y ahora.

–Incluso Los topos se sitúa en el presente, el personaje no parece estar muy tomado por el pasado, más allá de que repercute de un modo más inconsciente...

–Sí, lo que pasa es que después termina haciendo ese viaje hacia el pasado que termina siendo un viaje hacia el futuro. Y ahí se le disloca un poco todo y se enloquece. Él en el presente estaba bien, cuando se fue para atrás la cagó (risas).

–Si no me equivoco, lo que más incomodó en su momento fue la ambivalencia que atraviesa la novela, y en particular que admitiera un final feliz junto a un presunto torturador como el Alemán. Carlos Gamerro dijo que esa posibilidad la hacía más interesante y subversiva a Los Topos que pensarla como una repetición de la historia de los padres. Sin embargo, la novela es además ambigua, creo que no adhiere a ninguna de esas dos lecturas, ¿o, como cree el personaje en sus delirios, “todo puede ser”?

–El final feliz es para el personaje, que lo vive así, y el lector por ahí no. Ahí se genera un vacío de sentido, ¿está loco o qué pasó para que pueda ser feliz? Queda todo un poco abierto. Después había otra lectura de Elsa Drucaroff, que decía que el final se podía leer como una interpretación de lo que pasó finalmente: todos terminamos más o menos felices yendo a comprar al shopping y los represores siguen sueltos por ahí; más allá de los juicios que haya, siempre va a ser muy poquito en comparación con lo que debiera ser en relación al proceso de memoria, verdad y justicia.

Pero creo que tampoco es eso, no era mi idea hacer una representación de lo que nos pasó como sociedad, aunque evidentemente se presta a eso también. De hecho hubo gente que la tomó como algo militante, de denuncia, como miren las consecuencias de todo esto. También es eso la novela, pero al mismo tiempo no lo es. Es una novela difícil de agarrar, yo cuando la escribí no sabía bien qué estaba haciendo y cuando la terminé necesité de mis editores para poder terminar de acomodarla sin saber bien qué era.

Después cuando empiezan a aparecer las lecturas tenía razón en no saber bien qué era, porque nadie la pegaba, era difícil de darle justo. Entiendo que con cualquier obra literaria pasa lo mismo, pero me daba la sensación de que con esta siempre me encontraba muy extrañado con la lectura. La novela no termina de ubicarse bien, ni yo mismo la podría ubicar bien.

(Télam) Félix Bruzzone

–Con el humor que te caracteriza en Twitter, escribiste semanas atrás que de la editorial te habían enviado un libro distinto. ¿Volviste a leer Los topos?

–La verdad que no tuve tiempo. Fue solo un chiste, aunque algunos se lo tomaron literal.

–De todas maneras, creo que sí se presta a nuevas lecturas. Por ejemplo, ahora se podría hacer una lectura trans o no binarie de la novela...

–Sí, sin duda, si hoy la leyera creo que me encontraría con la posibilidad de leerla desde ahí, desde lo que pasa ahora con estas cosas. Puede ser que la tensión sería incluso más curiosa, porque la novela ya tiene esa tensión fuerte entre esos mundos totalmente ajenos como la transexualidad y el cambio de identidad en ese sentido y los problemas de identidad que arrastra el personaje de otra zona que nada que ver, como es la desaparición de los padres. Son dos problemas diferentes, uno es hacia adelante y otro hacia atrás. Hoy se puede comprender mucho más esa tensión, capaz que sería más obvia. Lucía de Leone, una crítica importante de mi generación, también hizo hace unos años una lectura del posible aborto que hay en la novela, cuando estaba germinando el Ni una menos.

–También había en el libro otro tipo de vínculos más frágiles, alejados del modelo familiar...

–Eso era un poco el ruido de fondo de la película de Albertina Carri (Los rubios), que la vi en su momento en el cine pero no la comprendí y me olvidé. Era una película muy nueva en eso también, pero evidentemente estaba ahí y aparecen en el libro otras familias posibles, habida cuenta de que no hay una familia nuclear típica. Aunque sí está la persecución del vínculo de sangre, de hecho termina con el Alemán que parece ser su propia sangre. Hay algo de cerrar con la misma sangre pero de una forma muy extraña, cogiendo con el hermano, con el padre, haciendo cosas que no cierran, como si hubiera también una crítica a la consanguinidad para formar familia. La idea de familias extrañas está, él arma varias familias a lo largo de la novela.

–Según contaste alguna vez, Los topos surgió de la expansión de un relato que iba a entrar en 76. ¿Sentís que encontraste en esa deriva una forma, o un procedimiento para tus relatos? Si bien después trabajaste con otros formatos y géneros como la performance o la crónica, no volviste al menos por ahora a la forma cuento, que es más cerrada.

–Sigo escribiendo cuentos, solo que hasta ahora nunca los metí en un libro. Tampoco los cuentos son demasiado cerrados, se ve que no me encuentro muy cómodo con eso de cerrar mis historias de un modo firme. Trato siempre de dejarle alguna zona al texto donde sea muy difícil pensarlo como cerrado. En Las chanchas, por ejemplo, tengo la trama completamente resuelta, pero en la superficie del relato, en la enunciación, es muy difícil entender qué le pasa a cada personaje. Hay una zona flotante que genera una inestabilidad muy grande en el contacto directo que tiene el lector con la novela.

–En Las chanchas quizás no se notaba tanto, pero siempre escribís más o menos cerca de tu propia experiencia, como si fuera una máquina ficcional...

–Sí, incluso en esa novela, si bien se empieza a abrir mucho más rápido para otro lado. Es un tema de tiempo, hay relatos que se quedan mucho más tiempo rodeando mi experiencia y otros que rápidamente se abren y empiezan a dispararse para otro lado. Esa operación está siempre, ya desde los cuentos, que empezaban con alguna anécdota chiquita de algo que me habían contado o que yo recordaba y después las riendas las tenía cada relato.

Hay una voluntad de narrar algo que es del orden de la experiencia pero en algún momento terminan ganando la partida las propias leyes internas del relato o los intereses que van surgiendo ahí adentro. Yo les suelto la rienda bastante a mis relatos, a veces lo llamo deriva pero me parece que es más rienda suelta que otra cosa. No es una deriva que termina en cualquier lado, el circuito está más o menos previsto.

–Mariana Eva Pérez hace poco se lamentó de que su novela fuera tomada ligeramente. ¿Tuviste alguna preocupación similar, de que se hiciera una lectura superficial de tu novela?

–Es difícil hacer una lectura superficial porque pasan cosas medio tremendas en el libro. El personaje las toma con cierta liviandad pero tampoco tanta, de hecho se toma bastante en serio lo que le va pasando. Es una novela que es liviana en su enunciación, en la deriva que tiene, pero después es medio difícil de procesar. Yo pensaba que era mucho más liviana de lo que en realidad es, y después me llegaban devoluciones de gente que no la pudo terminar o le dio asco, cosas que yo no me esperaba ni por asomo que sucedieran, porque para mí son juegos posibles con todos estos tópicos que son muy familiares.

Pero claro, a cualquiera que se encuentra con estos temas por primera vez le parece inconcebible que alguien buscando a su hermano desaparecido se encuentre siendo su amante sin saberlo. Por otro lado, sin embargo, es un melodrama re pavote. Yo cuando lo escribía estaba en esa línea, mirá qué melodrama pelotudo que estoy escribiendo. Pero en realidad como tiene todo el peso de la historia que hay de fondo, que es la historia con mayúsculas, donde hay un montón de familiares buscando a sus nietos desaparecidos, en carne viva directamente, se pone inconcebible.

Diario de una princesa montonera, de Mariana Eva Pérez

–La ficción se concibe a veces como algo ligero, pero también toma sus cartas en esa historia real de búsqueda de los familiares en el sentido de que, al faltar pruebas, se termina imponiendo la ficción y todo lo que uno se puede imaginar se vuelve pesado.

–Claro, la novela jugaba en ese rango. Habida cuenta de que no se puede saber, puede pasar cualquier cosa. No es solamente estar compartiendo una sombrilla con un ex represor en la playa cuando te fuiste de vacaciones, que son cosas que suceden. Lo que no es tan familiar son otro tipo de experiencias, como por ejemplo estar cogiendo con tu hermano y por ahí no sabés. Pero si uno va a los testimonios en los juicios se puede encontrar con cosas así, todo eso forma parte de los efectos de la dictadura, cosas que han sucedido por no saber. Entonces por ese lado me parece que el melodrama venía bien, al no tener el personaje una identidad fija o tan fija como la que supone haber tenido padres que le dijeran quién era, como si eso fuera posible. La novela juega también un poco con esa idea falsa de pensar que si uno tiene padre o madre ya está todo bien.

Julio Premat, un crítico que me interesa mucho, dice que la novela funciona a pesar de los desaparecidos, porque todos nos reconocemos un poco huérfanos en la medida que hay un montón de cosas que no sabemos de nuestros padres. Nuestra identidad es muy difícil de fijar y manejar, conforme pasan los años nos damos cuenta de que vamos cambiando y que es ridículo sostener una identidad fija. Ahí es donde la novela deja de ser sobre el temita, como dice Mariana Eva Pérez, y pasa a ser un relato que usa el melodrama, usa la historia, y un montón de materiales y formas para hacer una novela.

–Ahí es donde encontrás la ficción finalmente, tanto para narrar la historia particular sobre el pasado o cualquier otro tipo de historia...

–Claro, lo que tiene es que tensiona cosas que están en polos muy distantes, tira de puntas muy lejanas como el mundo trans, los desaparecidos, el melodrama, y es una novela de búsqueda y de identidad dentro de todo eso. Si uno se pone a buscar su identidad siendo hijo de desaparecidos hace otro camino. En la vida real pasa cualquier cosa, pero en un relato literario no puede pasar cualquier cosa. Y acá lo que pasa es eso, va al borde de lo inverosímil, pero termina siendo verosímil porque es todo inverosímil en un punto. El verosímil entonces es eso, hacer convivir todos esos elementos en ese conjunto de inverosimilitudes como si fuera una novela bizarra, pero al mismo tiempo no lo es, porque termina construyendo una búsqueda de identidad.

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