Para la estadounidense Dorothea Tanning (1910-2012) el arte era una puerta. Y no solo en la pintura, como se aprecia en Cumpleaños (Birthday), sino en cualquier tipo de expresión o introspección, por eso desarrolló una obra más allá de los lienzos, también lo hizo en papel con la ilustración, en el diseño comercial; fue escultora, escritora y también realizó decorados y trajes para ballet y teatro.
Autodidacta en sus primeros años, inquieta, recién pudo comenzar a estudiar arte cuando con 20 años se instaló en Chicago, lejos de una familia de clase media que no quería que se convirtiera en una bohemia, donde estudió en el Instituto de Arte de la ciudad. Pero el primero de sus grandes giros llegaría un lustro después, cuando llegó a Nueva York con la ilusión de trabajar como diseñadora publicitaria.
Fue allí gracias a la famosa exposición Fantastic Art, Dada and Surrealism del Museo de Arte Moderno en 1936, donde quedó fascinada por ese lenguaje pictórico como nunca le había sucedido antes. De hecho, su obra inicial es más cercana al impresionismo, pero ya no más. Dorothea, Dotty, sintió la puerta abrirse y no dudó en pasar el umbral.
Pero, hacerse un nombre no era nada sencillo y menos para una mujer, así que por unos años deambuló entre el surrealismo y la pintura más comercial, de algo había que vivir. Para fines de la década se fue a París con el sueño de codearse con los grandes, pero la Segunda Guerra estaba a punto de estallar y los artistas huían de Europa, por lo que regresó a la Gran Manzana. Otro giro.
Mientras trabajaba ilustrando anuncios de moda para Macy’s, el director, enamorado de su trabajo, la presentó a Julien Levin, dueño de una importante galería. Ahora sí entró en contacto con el círculo de dadaístas y surrealistas emigrantes que exponían en el espacio, entre ellos Max Ernst, ex de Leonora Carrington, su alumna, y que estaba casado entonces con la mecenas Peggy Guggenheim.
En 1942 el artista alemán la visitó en su estudio, mientras buscaba candidatas para una exposición de las mujeres en el surrealismo que organizaba para la galería Art of this Century de Guggenheim. El flachezo fue inmediato, de aquel encuentro seleccionó Cumpleaños como también se enamoró, luego de una charla y una partida de ajedrez, de su autora, con quien estaría durante 34 años hasta su muerte en el ‘76. En 1946 se casaron en Beberly Hills en una boda doble con sus amigos, el artista Man Ray y Juliet Browner.
En Birthday, que se encuentra en el Museo de Arte de Filadelfia, EE.UU., una mujer aparece con los pechos descubiertos, seduce al espectador, pero a su vez presenta una mirada perdida y algo melancólica. Si es un autorretrato, no se puede afirmar, pero sin dudas es una obra autoreferencial. Tanning, confiesa en sus Memorias, que buscaba llevar al público “hasta un espacio donde todo se oculta, se revela, se transforma súbita y simultáneamente; donde se pueda contemplar una imagen nunca vista hasta ahora que parezca haberse materializado sin mi ayuda”.
Y las puertas abiertas, en ese sentido, eran “un talismán para defenderse y una vía abierta a la imaginación”: “Te das cuenta de que lo enigmático es una cosa muy saludable, porque anima al espectador a mirar más allá de lo obvio y vulgar”. La mujer es ella, pero a la vez un símbolo de ese poder que le otorgaba la imaginación, que puede dominar a Quimera, rendida a sus pies, ese monstruo híbrido mitológico que aterrorizaba poblaciones y devoraba animales.
La mujeres es a su vez un ser extraordinario, vestida con suaves ropajes que cuelgan, de donde se desprenden ramas, la combinación entre lo sofisticado y lo salvaje, entre la cultura y lo natural.
En la obra de Tanning las puertas aparecen una u otra vez, cerradas, entornadas o abiertas de par en par, como en El juego de la flor mágica (1941), Juegos de niñas (1942), Niña guapa (1945), Un cuadro muy feliz (1947) e incluso en una de sus piezas más celebradas, Pequeña serenata nocturna (1943).
Las puertas están allí, para quien quiere cruzarlas, para quien tenga el coraje de cruzarlas. Y Dorothea Tanning lo tenía.
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