La editorial Siglo XXI no publica novelas; las pocas excepciones que pueden encontrarse en su catálogo son clásicos latinoamericanos anteriores a los 70. De modo que cuando constaté el interés de la editorial por publicar mi obra sobre la vida turbulenta de Dardo Cabo, sentí un gran orgullo. Después de todo, La vida breve de Dardo Cabo, se trata de una novela, mi primera novela, dígase de paso, y aunque el lector podrá comprobar que tiene mucho, muchísimo de ensayo, también percibirá cuánto ese ensayo empapa la novela, y no meramente se yuxtapone a ella. Escribir una novela para dar cuenta de la vida de Cabo fue la elección de estrategia narrativa más importante en esta tarea. Tenía por cierto otras alternativas; por ejemplo encarar una biografía convencional; o regresar, sin alegría, al texto académico (artesanía a la que dediqué mi vida profesional y que ya me había fatigado); las descarté sin vacilar.
Pero la opción por la novela no fue simplemente adoptada por falta de otras. No; la invitación a la novela –descubrí– estaba allí esperándome, sugerente, en un rincón en sombras de mi mente, quizás desde largo tiempo atrás. Me dejé seducir sin importarme por las consecuencias. Fue de aquellas decisiones que uno toma sin saber si con ellas les facilita o les complica la vida a los lectores. Eso lo dirá el tiempo. Pero siento que uno, en el momento cero, hace lo que debe hacer, y no lo que presume le hará más llevadera la vida al lector. Mi imperativo fue el de conjugar tres dimensiones, evitando que se desplegaran desentendidas unas de las otras, alcanzando a entrelazarlas lo más ceñidamente posible: las dimensiones biográfica, histórica y conceptual. Estas tres dimensiones, en el texto, aunque el lector las puede distinguir, aparecen remitiéndose constantemente unas a otras.
La dimensión biográfica está desplegada bajo el signo de la elipsis. Cosa que no podría haber hecho en una biografía convencional. Para mí se trataba de ir a lo importante, entendiendo por importante aquello que a mí me importaba: aquello que dotaba a Dardo Cabo de su especificidad, la combinación de rasgos, de marcas, que lo sacaba de alguna de las series consagradas –la serie de los héroes revolucionarios, la serie de los aventureros de la violencia– para devolverlo a la vida, en toda su riqueza de acontecimientos, creación, heridas, responsabilidades, amor. En otras palabras, del bronce olvidado a la vida, de la infamia atribuida, a la vida. La solución fue la elipsis porque ella me permitía la remisión inmediata a lo histórico y lo conceptual, pero, sobre todo, porque lejos de colocar en un plano secundario lo que es omitido, la elipsis no hace sino resaltarlo. Lo relatado, siempre y cuando sea del modo más sucinto posible y sus perfiles estén bien delineados, transfiere su propia elocuencia a lo que no es dicho.
Prosiguiendo: abordar lo histórico fue, lo confieso, un incierto tanteo durante los primeros meses de los dos enteros años que me llevó escribir este libro. Una cosa era patente: me interesaba lo histórico porque involucraba a Dardo, pero me interesaba Dardo porque involucraba lo histórico. Yo no elegí un proceso histórico como tema de mi novela, elegí a una persona para ocuparme de ella. Quizás, como alguien que me quiere atinó a observarme, para ajustar cuentas con mi propio pasado. ¿Y por qué Dardo para eso? Por la relevancia de lo que tenemos en común y de diferente. En breve: somos hijos únicos, nuestras madres murieron violentamente, fuimos alumnos pupilos de colegios de élite, atravesamos crisis religiosas, abrazamos el populismo radical de los 70 como fervorosos militantes, fuimos grandes lectores (continúo siéndolo), inclinados por la pluma (ídem) y para ambos la mujer ocupó (continúa ocupando en mi caso) un lugar extremadamente relevante en la vida.
En contrario, a Dardo el mundo se le cayó encima en menos de seis meses: bombardeos de 1955, muerte de su madre allí mismo, pérdida del Colegio San José, derrumbe del régimen peronista y desamparo de su padre, un componente de la élite del régimen. En contrario, Dardo era peronista desde siempre (su paso por Tacuara es más bien incidental) y de un modo u otro, distintas formas de violencia –la defensiva de los 50, la estética de los 60, la revolucionaria de los 70– lo acompañaron como la sombra al cuerpo. No fue mi caso. De modo tal que si mi amigo tiene razón y quise ajustar cuentas con mi propio pasado, la elección de Dardo y su vida novelesca no estuvieron mal. Hay mucho para discutir con él porque hay una ancha base en común (cosa que no me ocurriría con muchos de sus y mis contemporáneos). No se ajustan cuentas con uno mismo sin contar con los otros.
Luego el libro se independiza, se desprende de sus raíces, y se defiende solo si puede, ante los lectores, que han de juzgarlo por un valor intrínseco –el autor no tiene casi derecho a meterse con ese juicio. Pero Dardo no era “una espada sin cabeza” (dicterio en su momento destinado al general Lavalle); sus veinte años entregados a las pasiones y los peligros del proceso histórico se entremezclaron con convicciones y pensamientos por momentos caóticos pero jamás carentes de filo y contrafilo. La historia y la turbulencia conceptual hicieron de Dardo a Dardo, y de no haber sido así este libro no tendría sentido. Y aquí, para ir terminando, aparecen reunidas esas dos dimensiones: la histórica y la conceptual, conciliando sendas estrategias narrativas. El libro se dedica obstinadamente a defender una hipótesis: la existencia de una variante del peronismo, el peronismo plebeyo –término del que estoy convencido de no tratarse para nada de un pleonasmo– y del que Dardo fue una figura fugazmente conspicua sin quererlo y probablemente sin saberlo.
El peronismo plebeyo se puede identificar en un conjunto actos –que pertenecen a la historia– y asimismo de concepciones, ideas y creencias muchas de las cuales se nos presentan en Dardo, cuya cabeza recogía a su modo la tradición doctrinaria del peronismo (en su tiempo todavía fresca) y de muchos autores en sus márgenes, y se entremezclaba con los debates –no siempre limitados al empleo de las palabras– de la época que le tocó vivir. Pero yo, que vengo sobreviviendo a Dardo desde 1977, y muy dedicado a la vida intelectual, además, no debía, en mis debates indispensable con él, correr con tanta ventaja. Me atreví a enriquecer el bagaje de conocimientos de Dardo, que defenderá –quizás al modo del personaje de “El milagro secreto” de Borges –en un tiempo fuera del tiempo, sus mismas convicciones de siempre sin haberlas alterado un ápice, sus mismas ideas sobre el peronismo, la violencia, el pueblo, la democracia, la historia vivida, etc., pero con los mejores argumentos posibles después de haber leído y meditado cuarenta años sobre lo humano y lo divino en una biblioteca infinita. Delante de contradictores también sólidamente pertrechados y que no le concederán un tranco de pulga. Algo perfectamente verosímil, como comprenderá el lector.
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