“Pienso que hay eternidad en la belleza”. Esa frase, ese enunciado, esa sentencia que rebota entre las redes sociales como un flyer salió de la boca de Borges en la década del sesenta durante una conferencia en la Universidad de Harvard. Allí estuvo en seis ocasiones entre 1967 y 1968 para hablar de poesía. Se trata de una reinterpretación de un verso de Keats: “Lo bello es gozo para siempre”. Para Borges, lo que una vez se experimentó como belleza puede seguir siéndolo y todos podemos volver hacia ese lugar. Está pensando casi de forma excluyente en la poesía: un buen verso es imbatible. Pero, ¿cuál es el valor del poema para Borges?
En su enorme producción literaria, este género es el que más trabajó: son trece libros en total pero, además, es de la forma que empieza a publicar, que se da a conocer al mundo y a la escena literaria local. Fue Fervor de Buenos Aires su ópera prima, un poemario publicado en 1923 por la Imprenta Serrantes cuando él tenía apenas 24 años. Era una pequeña edición de autor de 300 ejemplares con una ilustración de Norah Borges, su hermana, en la portada. Según el crítico Juan Arana, “es entre las obras de Borges una de las que registra mayor presencia de los problemas filosóficos perennes”.
Por entonces, Borges era un asiduo lector de Schopenhauer, Kant, Berkeley y Hume, y logró hacer de toda esa maraña teórica una postal poética de textos entrañables. “Pienso que nunca me he alejado mucho de ese libro; siento que todos mis otros trabajos sólo han sido desarrollo de los temas que en él toqué por primera vez; siento que toda mi vida ha transcurrido volviendo a escribir ese único libro”, dijo en una entrevista y, si bien publicó ensayos y cuentos, la poesía ha sido el género que le permitió desarrollar una estética singular. Alguna vez él mismo la definió como “poesía intelectual”.
Junto a los dos libros de poesía que le siguen, Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929), forma una trilogía donde se establece, según James McKegney, “una marcada unidad del sentimiento” mediante “la trazada geografía poética de Buenos Aires”. Pasaron 31 años hasta que Borges decidió volver a publicar un nuevo libro de poesía. Fue El hacedor de 1960, que cuenta con el poema “Arte poética”, que funciona como una especie de manifiesto, donde dice: “ver en la muerte el sueño, en el ocaso / un triste oro, tal es la poesía / que es inmortal y pobre. La poesía / vuelve como la aurora y el ocaso”.
Los poemarios que le siguen contienen versos verdaderamente alucinantes, motivo por el cual muchos lectores de Borges prefieren su poesía a sus narraciones o textos ensayísticos. Esta es la lista: El otro, el mismo (1964), Para las seis cuerdas (1965), Elogio de la sombra (1969), El oro de los tigres (1972), La rosa profunda (1975), La moneda de hierro (1976), Historia de la noche (1977) y La cifra (1981). El último, Los conjurados, se publicó en 1985. Al año siguiente moriría lejos de su país, en Ginebra, el 14 de junio de 1986, producto de un cáncer que había sido detectado hacía poco tiempo.
Sobre el final de una de las conferencias en Harvard dijo que “cometemos un error muy común cuando creemos ignorar algo porque somos incapaces de definirlo. Si estuviéramos de un humor chestertoniano (creo que uno de los mejores humores en que sentirse), diríamos que sólo podemos definir algo cuando no sabemos nada de ello. Por ejemplo, si tengo que definir la poesía y no las tengo todas conmigo, si no me siento demasiado seguro, digo algo como: ‘poesía es la expresión de la belleza por medio de palabras artísticamente entretejidas’. Esta definición podría valer para un diccionario, pero a nosotros nos parece poco convincente”.
“Hay algo mucho más importante”, continuó, “algo que nos animaría no sólo a seguir ensayando la poesía, sino a disfrutarla y a sentir que lo sabemos todo sobre ella. Esto significa que sabemos qué es la poesía. Lo sabemos tan bien que no podemos definirla con otras palabras, como somos incapaces de definir el sabor del café, el color rojo o amarillo o el significado de la ira, el amor, el odio, el amanecer, el atardecer o el amor por nuestro país. Estas cosas están tan arraigadas en nosotros que sólo pueden ser expresadas por esos símbolos comunes que compartimos. ¿Y por qué habríamos de necesitar más palabras?”
Ahí radica la fuerza de la poesía en Borges: el lenguaje ingresando en un terreno imposible para erigir edificaciones artificiales que den cuenta de una sensación que jamás se podrá traducir. Sin embargo, y por eso mismo, “todo el mundo sabe dónde encontrar la poesía. Y, cuando aparece, uno siente el roce de la poesía, ese especial estremecimiento”. Cierra aquella conferencia con una cita de San Agustín: “¿Qué es el tiempo. Si no me preguntan qué es, lo sé. Si me preguntan qué es, no lo sé”. Borges deja un silencio, hace una pequeña pausa. “Pienso lo mismo de la poesía”, concluye y se encienden, eufóricos, los aplausos.
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