De mi experiencia de profesor con Borges —de eso quiero hablar aquí—, de la presentación que intento hacer del “gran escritor nacional” a chicas y chicos de 16 ó 17 años, puedo referir que nunca me vi, digamos, forzado a ofrecerlo así, de ese modo, como el Borges “monumental”. Tampoco armo una unidad de mi programa que se llame “Borges” (lo digo porque hay manuales o, incluso, antologías particularmente armadas sobre ese criterio, lo cual no está mal, claro). Sepamos, para calmar la ansiedad, que la organización de la materia Literatura en algunas jurisdicciones, cuya propuesta curricular he consultado, tampoco es enfática con este escritor (en realidad, creo que con ninguno; si hay algo que predomina en algunos diseños curriculares es una especie de nómina de recomendaciones de literatura por la cual un autor o autora reciente está en el mismo escalón que un autor consagrado). Claro que todos los escritores tienen derecho a compartir la gran mansión de la literatura, pero me refería a algún vínculo posible entre escuela y ese concepto algo envejecido: el “gusto”, que debe ser entendido, según nos enseñó Pierre Bourdieu, como una relación entre la institución escolar y el desarrollo de una cierta aspiración a la cultura como manera de no ser desplazado debido a la “inaccesibilidad” a las obras (sea porque el arte es “suntuoso”, los museos lejanos, o según un parecer poco preciso o simplote, porque algunas obras son “difíciles”). Este último “escollo” nos pone ante una pregunta casi obvia: ¿dónde, sino en la escuela, habría que asumir con uñas y dientes esa dificultad para volverla más amigable? ¿Por qué otra cosa debería medirse la acción pedagógica? La escuela, por lo menos la escuela de la que habla (críticamente, claro) el sociólogo francés, “instruiría en códigos” que abren la entrada a esa comprensión de lo artístico, aunque sea dificultosa.
Mi primera experiencia con Borges como lector fue a los 14, con un cuento llamado El brujo postergado, que publicó en la década del treinta, en su libro Historia universal de la infamia. Es un cuento sencillo, de estructura tradicional y nada alambicada, que “reescribe” el “Exenplo XI” de El Conde Lucanor, una colección de historias moralizantes del siglo XIV del infante toledano Don Juan Manuel. Desde ese puntapié de mi propia experiencia lectora es que intento acercar a Borges poniéndolo en constelaciones a las que él se suma y que él también abre en los textos argentinos, anteriores y posteriores a los suyos. Por ejemplo, Sarmiento o Lugones, o tal vez, con zonas más entrañables: su relación con Buenos Aires, su criollismo de almacén, patio y aljibe, que comparte con Alfonsina u Oliverio, mucho antes del Borges que asusta: el metafísico, el filosófico, el analítico. Me interesa mucho un Borges argentino, que lo era, y mucho.
Trato personalmente de huirles a todos esos Borges que lo alejan con juicios que agitan suspiros inverosímiles, afectados, engolados: “¡Ah, Borges!”, “¡Oh, ese texto!”. Por supuesto que, durante el trabajo en el aula, surgen estas cuestiones que circulan socialmente, aunque cada vez menos, es cierto, porque el mito Borges queda reducido a un número insignificante de fans y porque, ciertamente, en el horizonte de expectativas de los padres de muchos adolescentes actuales, Borges es una lejanía tan clara como Zhendong. Hasta hace unos años uno oía en los medios la mención de ese nombre: Borges. Hoy, tal vez el nombre más cercano a Borges que escuchemos, sea Vargas Llosa, y no justamente para hablar de literatura. En relación con la política, de las relaciones (inexistentes) entre los políticos “profesionales” y la literatura, mejor no hablemos... También algunos docentes caen en el prejuicio de decretar que Borges es “difícil” y que “no los va a enganchar” y, entonces, los chicos quedan privados de pasar por un autor como este. Me pregunto con algo de fastidio: ¿por qué la literatura debería solo y únicamente “enganchar”, ser “sencilla”, “cercana”? ¿Podría leer ser algo más desafiante que barrer líneas de letras con la vista? En fin: ¿por qué leer literatura se formula siempre bajo la condena de que debe gustar? Recuerdo el adagio: Leé. Si te gusta, mejor.
A quienes piensen así yo no tengo más que contarles mi propia experiencia como profesor, que es una experiencia de lectura cuyo origen, claro, está en mis maestros, en las líneas que ellos me abrieron, que son líneas críticas o de estudio de la literatura (ese es otro asunto, ¿eh?: ¿a la escuela vamos solo a leer literatura o también a estudiar literatura?). Sobre esas líneas me he apoyado para exprimirle a Borges lo que tiene para decir a los adolescentes.
Por ejemplo, llamar la atención sobre el oficio de contar, de narrar. Borges presta mucha atención a ese aspecto. Aclara que la historia que va a contarnos la oyó de alguien en una ocasión determinada (La intrusa, por ejemplo) y que ese alguien, a su vez, la había oído de otro/s, y nos previene acerca de lo imprudente que puede resultar esperar exactitud en la ilación o la “realidad” de los hechos que habrá de contarnos. Esa expectativa, que ya nos predispone a querer conocer la historia, se hunde en los orígenes del género que manejó con maestría: el cuento. Los cuentos, en efecto, fueron en principio relatos de experiencias, de viajes, de cambios, y de situaciones efectivas. El factor invención o ficción es muy posterior, y la noción de autor, también. Hasta entonces, estas historias circulaban de boca en boca sin rigor de quién la había inventado ni de observar con cuidado excesivo si una versión era exactamente igual a la otra, es decir, historias muy cercanas al anecdotario. Sarmiento, a quien Borges parece tomarle muchos procedimientos narrativos e incluso palabras (ahora recuerdo “reconvención”), también precisa siempre que puede el informante y el lugar de los hechos que refiere: lo que se decía de Calíbar, el rastreador que describe en el capítulo 2 del Facundo, del que refiere la anécdota de cómo dio con un ladrón al que buscaban afanosamente, por ejemplo, lo que le han hecho saber también sobre un Rosas medio baqueano (”dicen que conoce el gusto del pasto de cada estancia del sud de Buenos Aires), que Quiroga incendió la pieza donde dormían sus padres porque no habían querido darle plata y que ese dato, confirma Sarmiento, “está muy valido”, aunque el autor del manuscrito que consulta lo pone en duda.
Por otra parte, apenas se inicia el Facundo, escribe una Advertencia donde se disculpa por “rectificaciones”, “inexactitudes” que le hacen llegar algunos “amigos” (Alsina, por ejemplo; también Alberdi y Mitre) sobre su libro. En los hechos de Barranca Yaco, cuando relata el asesinato de Facundo, asume ciertas formas de la crónica, a veces policial, con algo de argumentación atormentada ante un hecho que pudo haberse evitado. Sarmiento se lamenta por un Quiroga que desatiende las advertencias de que no baje por Córdoba; Borges, que también se refirió al hecho en su famoso poema El general Quiroga va en coche al muere, en cambio, se mofa del riojano, se divierte con la soberbia declaración de Facundo sobre los cordobeses: hace que los llame “bochincheros”.
Algo parecido en la relación con el Quiroga que diseña en el poema, hace con Otálora, el adolescente de El muerto, que se va a contrabandear al Uruguay a las órdenes de un veterano llamado Bandeira, al que quiere quitarle su lugar de jefe e, incluso, quedarse con su mujer. El tipo de verbos de este relato, las conjeturas sobre lo que ocurre con los hechos, la impasibilidad ante las imprudencias del personaje recuerdan muy pronto el retrato de Quiroga del capítulo 5 del Facundo. Este perfil algo compadrito y pendenciero es también el de Ferrari, del cuento El indigno, una especie de maestro de vida del anciano que le refiere al narrador Borges esta historia de juventud en la que, como en El juguete rabioso, hay un episodio de traición. Borges puede dialogar con Sarmiento en los oficios narrativos, como vimos, y con Roberto Arlt, en algunos temas, como el del Capítulo IV de El juguete rabioso: la traición (tema sobre el que ha vuelto en otros textos). El mito del compadrito, del coraje y del valor son temas muy borgeanos, el criollismo del Borges nacionalista que es una estampa del Buenos Aires que diseñó en sus tres primeros poemarios, y en los que se encuentran, acaso, sus poemas más entrañables y por los que suspiramos todos quienes gustamos de la melancolía: Fundación mítica de Buenos Aires, La milonga de Jacinto Chiclana, Un patio, Las calles...
Hace poco leí con los chicos El intercesor, la primera nouvelle de Las esferas invisibles, de Diego Muzzio. En clave gótica, la historia narra la aventura de una expedición desde los fortines, en plena frontera (fines del siglo XIX), retomando la larga tradición de los diarios de viajes y de las guerras de línea en los textos argentinos de aquel siglo. Spoiler alert, ante la ceguera producida por un resplandor intenso y desconcertante que se narra en el (tal vez) momento de mayor intensidad del relato, una estudiante comentó, para sorpresa y orgullo del profesor: “Como una especie de aleph”. Claro, asentimos casi todos. Otro relativizó: “Pero no está todo el universo”. Intervine después de unos minutos: “Pero hay una experiencia en la frontera, con la frontera, con los fortines, de la que ya no se vuelve igual...”. Como la de ese cuento minúsculo pero inagotable para escarbar sentidos (“El cautivo”, que está en El hacedor) o la excursión que emprende Mansilla para instalarse en las tolderías y vivir la primera gran experiencia de dos mundos que son los Ranqueles.
Confieso que no le hago un lugar tan significativo al Borges for export, al de las bibliotecas como laberintos o al de los espejos abominables como la cópula. Sin embargo, si de los cuentos extraños y fantásticos con monos de Lugones y Quiroga uno puede filiar algo del ocultismo de Roberto Arlt en las Aguafuertes o en sus novelas, también se puede estirar esa consideración a los cuentos más especulativos de Borges, que también tienen algo de hermético, insondable, cifrado. El doble, el sueño... la fantástica de los años cuarenta y cincuenta. Entonces se puede acercar Las ruinas circulares, cuento que cautiva ciertamente a los chicos, por la presencia del mago, por ese ámbito originario y algo fantasy, o El otro, que siempre depara un ejercicio muy interesante de escritura ficticia: ¿qué le diría este yo viejo a este yo adolescente que está por terminar la escuela secundaria? Este año El otro estuvo actualizado por la aparición de una publicidad de analgésicos que protagoniza un conocido actor y productor televisivo y que toma, exactamente, el mismo motivo que el cuento del legendario escritor.
El año pasado, cuando arranqué con las vanguardias en la Argentina, junté varios fragmentos en video de Borges hablando de cuando él tenía 20. En ellos decía que era tímido, que quería ser un escritor barroco como Lugones o Quevedo, que miraba a Macedonio Fernández con arrobo. Busqué también varias fotos de Palermo en los años veinte (Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo./ Una manzana entera pero en mitá del campo/expuesta a las auroras y lluvias y suestadas./La manzana pareja que persiste en mi barrio:/Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga). Lo hice pensando en qué medida podían impactar a un grupo de adolescentes de 17 años. Lo hice entusiasmado por contagiar la pasión de la poesía. Las preguntas enseguida fueron por el lado de la ceguera, el hecho de que se fuera a estudiar a Suiza, la guerra... hasta que fui yo el que preguntó: ¿alguno de ustedes escribe? ¿Alguno de ustedes quiere ser escritor? Siempre recuerdo al gran filólogo dominicano que tan vinculado estuvo con nuestro país, Pedro Henríquez Ureña, cuando hago preguntas de ese estilo. Se cuenta que Rafael Alberto Arrieta señalaba que Ureña dedicaba mucho tiempo de su vida al trabajo: era profesor, editor, escritor, académico..., y que leía con minuciosa paciencia los trabajos de sus alumnos, durante largas noches. “¿Por qué pierde tiempo en eso?” le dijo alguna vez. Parece que Ureña lo miró y le respondió con sutil ironía: “Porque entre ellos puede haber un futuro escritor”.
Estoy escribiendo el último párrafo de esta nota. Hace un rato estaba armando una clase y pensando en la respuesta de Ureña y en esa sentencia de uno de los cuentos que más me impactan de Borges y que me sé casi de memoria porque es breve, La trama. La frase dice así: “estas palabras hay que oírlas, no leerlas”: ...un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas). Decía que estaba armando una clase sobre las Tesis sobre el cuento y Nueva tesis, de Ricardo Piglia. Dejé el texto en la página 5, son 8. Estoy en el momento en que Piglia concluye: “El arte de narrar para Borges gira sobre ese doble vínculo. Oír un relato que se pueda escribir, escribir un relato que se pueda contar en voz alta”. El lunes les diré a los chicos que, por afuera, por mi ventana, pasa una voz, es la de un hombre. Afuera llueve y no se oye nada, solo lluvia, pero leve. Se oye, cada tanto, salpicando la tranquilidad de estas calles, un perro que llora. Pero estalla la voz de aquel hombre que tendrá unos sesenta y pico. Habla por teléfono. Habla y le dice a alguien que escucha, pero que escucha algo diferente de lo que yo escucho, aunque oímos lo mismo: “Lo vi, pero no te dije nada”. Levanta la voz, pero la levanta mucho: “Es inaceptable eso”. Casi lo grita: “I-na-cep-ta-ble”.
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