William S. Burroughs: el fantasma en la máquina suave

Infobae Cultura publica el prólogo de “Últimas palabras”, la obra que reúne el diario de los 9 meses finales de la vida del gran escritor estadounidense

"Últimas palabras" (Granica), de William S. Burroughs

La compasión y la solidaridad de William Burroughs por y con las criaturas más indefensas del planeta, incluido él mismo, lo convierten en un escritor de identidad arterial. Dentro de un siglo que puso en tela de juicio la noción altanera y exclusiva de “genio”, atribución de que lo había acusado Norman Mailer al autor de este testamento, tal vez por ser el mismo Mailer un celoso buscador del título o la jerarquía.

Un libro póstumo de Burroughs, The Ghost of a Chance, traducido El fantasma accidental al castellano, jugaba con el destino incierto de las especies y, sobre todo, con la expansión de los virus, obsesión burroughsiana por antonomasia.

En Ghost of a chance, el fracaso de perder siquiera un atisbo de éxito en la empresa de obtenerlo, mantiene como título la belleza ligera de esos términos -frases hechas, latiguillos y ritornelli, sintagmas congelados- que empleaba Conrad en los relatos marinos. Y Sinatra, en algunas canciones.

Conrad, favorito de Burroughs, se adapta al tratamiento, la misión del capitán Mission en The Ghost of a Chance. Lo demuestra casi sin denuedo. Se trata del tipo de historias que afectaron e influyeron con grandeza las ficciones de Richard Hughes, Colin MacInnes y el propio Burroughs. Relatos marinos que preceden el sueño en alta mar. Pipas humeantes, venganzas, motines, traiciones. La capacidad de transportar todo eso del Marlow de Conrad antes que el Marlowe de Chandler consiguiera la voz ideal para la elegía sobre la lealtad incondicional llamada El largo adiós.

La aventura es una especialidad bastante recóndita en un escritor que gustaba de ocultarse en sus recursos, como William Burroughs, pero proviene acaso de que la mayoría de los escritores han tenido infancia, al revés de los críticos, como descubrió Charlie Feiling, y han sido lectores precoces de relatos de capa y espada o de tibias y calaveras.

No es raro que Burroughs obtenga algo parecido a una virtud o una merced distinguida en él. Tiene que ver con su encanto, equidistante de los rasgos físicos aun voluntariosos de galán de cine mudo -William S. Hart, Basil Rathbone-, pero dispuesto a ser, con los atisbos verbales del cine de terror, Peter Cushing o Christopher Lee. Independientemente de sus dotes literarias, que, excepto a las de Beckett, no se parecen a las de ninguno del siglo veinte. Los siglos anteriores dependían menos de la amenaza de futuro. O eso pensamos con credulidad optimista hoy.

Por lo demás, él mismo reconoce en este libro las limitaciones de su propio estilo:

“De alguna forma suena inverosímil: algo torpe y nada realista.

No tiene nada de Stendhal, eso queda claro.”

William Burroughs

II

Mayor que el último mohicano beatnik, Burroughs pasó la vida entreverándose con ella. No sé si el que murió hace poco, Lawrence Ferlinghetti, fue el último, pero sí que era menor de edad y de estatura literaria. Gary Snyder sigue vivo y, si se autoriza a participar a los de habla inglesa nacidos fuera de los límites estrictos del imperio de las estrellas, ignoro y me niego a buscar en google, qué fue de Tom Raworth. A Snyder le gustó siempre más la poesía de Oriente, y en eso se asemejaba a otro mayor, Kenneth Rexroth, que instruyó también a Allen Ginsberg y a Jack Kerouac.

A Bill Burroughs, Bill Lee, o como elijamos recordarlo, al revés de que a la mayoría de sus cofrades, excepto Kerouac, le interesaba esa forma continua del verso que suele aventurarse en ser llamada prosa, aunque no descuidara nunca la lectura de poesía, en especial para sus “cut-ups”. Por eso se distinguió, aparte de por su apostura natural de “fantasma del color de la heroína”, el aristócrata de las cifras.

“Tal como uno de los recientes doctores me decía: “de haber usado la palabra ‘morfina,’ jamás habríamos obtenido aprobación oficial.

Lo cual eleva el intelecto de la “aprobación oficial,” al menos guiados por consideraciones semánticas”, escribe en uno de los tramos más respetuosos de los incontables tratamientos de desintoxicación.

Había nacido en St. Louis, como -maldita precedencia- T.S. Eliot, y provenía de una garantía genealógica que se enriqueció con máquinas calculadoras. Como firma, Burroughs no dejó nunca de asemejarse a los artistas visuales de estos últimos siglos, de acuerdo con designios que parecían dictados por Brion Gysin, su compañero/amor más perdurable. Solo que esa firma lo precedía y le concedía un prestigio ajeno, paradójico. Cuando yo era niño, existían y se vendían aun esas máquinas calculadoras -la fábrica o su equivalente tenía una sucursal o subsidiaria en Buenos Aires. ¿Duran más los nombres de los escritores que las firmas a secas?

El tipo de escritura que le gustaba a William Seward Burroughs era el de un estilista inglés convencional hasta la artesanía. Nunca se pareció a la que gustó de practicar. Y creo que él nunca dejó de vestirse con saco, camisa y corbata. No es raro que lo enamorara el, a poco también convencional, desaliño o desacato sartorial de Allen Ginsberg, su residencia en la tierra vestido de cuerpo.

La violencia de Burroughs parece desapasionada y fría, como la de alguien que hubiera esperado toda la vida para disimular que aquello que estaba ofreciendo como almuerzo desnudo era una venganza fría. Una venganza de una condición inaceptable para su coleccionada violencia, famosa por la afición a las armas de fuego, en particular las de bajo calibre. Aunque hay fotografía que revela como parte de su educación un rifle como los que se usaban para matar bisontes, vietnamitas e indios.

Con todo lo que acarrea hoy, el remordimiento del uxoricidio no pareció acompañarlo, ni la culpa, la muerte, por sobredosis, de su joven hijo homónimo, quien compendió, de acuerdo con Ginsberg, la Wanderjahre del descendiente en un solo libro, Speed, que en Buenos Aires se llamó Dosis. Este mártir del ácido lisérgico, la droga “siguiente”, generacionalmente hablando, revelaba ya muchos de los poderes de observación del padre, y tal vez de una reticencia que la longevidad, o por lo menos la supervivencia, impidieron contener.

Lucien Carr, Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William S. Burroughs

Aunque tal vez el camuflaje y el argumento definitivo es esta obra increíble, el Testamento, de la que todo lo demás cuelga o pende. La fue dejando a sus espaldas, en cuyo principio parece estar su fin, traducido de la lacónica vehemencia eliotiana al vehemente silencio de Beckett o de Buster Keaton, aunque pertenezca a María Estuardo.

A menudo a Burroughs se lo menciona con esa realeza exenta de realidad que es la esplendente pero no espléndida visibilidad beatnik. Yo mismo, infalible en el error, lo hice. Sin embargo, pertenece a otra tribu: la de los escritores en busca de la Gran Novela Norteamericana, ese lugar vacante desde el reconocimiento tardío de Moby Dick.

Burroughs tiene la habilidad comparativa de su propio hijo, para subvertir tanta casta y tanto linaje emprendido con entusiasmo prologuístico.

Otro detalle repulsivo del escuálido estaba en sus ojos. Se iluminaban de vez en cuando, como lo hacen las compuertas de un horno de turba, que siempre acarrean un Infierno privado”. La observación reserva la fragilidad y la duración de parpadeo (y el jadeo) necesarios.

La gran cuestión acerca del tipo de escritor que Burroughs es, sin embargo, no la resuelven la serie de novelas imprescindibles, El almuerzo desnudo, La máquina suave, Expreso Nova, tampoco las constelaciones que pueden acomodarse a su alrededor; la dirime acaso, sí, el modo en que la acompaña la figura mítica de Burroughs, su idea única del estilo que no condesciende a las ironías de los buenísimos escritores ingleses que admiraba ---Denton Welch, entre ellos--- ni las pretensiones desmedidas de contemporáneos pasajeros, Malcolm Lowry, seguramente, William Gaddis en la patria propia…

Dos gladiadores de la generación, vale decir menores que William, llegaron más tarde para no proyectar sombras singulares, solo el paladeo eucarístico en la misa entre catecúmenos distintos y distantes. Son Richard Fariña, autor de Being Down so long it looks like up to me (algo así como “Tantos años de estar mal hacen creer que ahora estoy bien”), que murió de accidente, poco antes del de Bob Dylan, en el que una Triumph perdonó a Bob la vida, y que era la pareja de una provisoria pareja del cantautor (palabra que me suena a centauro), Mimi Baez, hermana de Joan. Dylan lo veneraba. Había sido compañero de estudios de Pynchon en Cornell, y Pynchon, de manifiesta pero furtiva lealtad, mantuvo por él también la devoción.

El otro, John Clellon Holmes, cultivó con firmeza y sedentaria salud su grado de pertenencia a la beat generation. Aunque una de sus novelas ejemplares, Go, dista solo en magnitudes que el tiempo hace cada vez más inciertas de las que se dedicaron a fulgurar.

En esa especie de invulnerabilidad de caballero andante de Bill Burroughs, se proyecta siempre una espesura contemplativa nada fatua, presente a menudo en El testamento.

William Burroughs bajo el lente del etnobotánico Dr. Richard Schultes en Mocoa, Colombia, 1953. Burroughs sostiene una liana de ayahuasca

No se pueden hacer pronósticos acerca de la perduración (o perdurabilidad) de la obra. Aquí, allá y en todo lugar, realidad y apariencia adoptan el aspecto y las crueles consignas de un hospital terrestre. “Hasta que el estado de mi lengua se detenga”, solía observar el hombre que imaginó que el arte ---y el de la prosa en particular--- era una religión. Por correr a toda velocidad en la oscuridad por el filo ---no hay que olvidar que también el término “blade runner” le pertenece--- y llegar hasta el fondo de las que parecen a su vez las predicciones apocalípticas más ceñidas de la civilización, Burroughs es o simuló ser un celoso precursor y un practicante feroz.

¿La ferocidad y la compasión son incompatibles?

Un artículo para The Observer de 1987, del entonces joven (y promisorio) escritor Martin Amis, que lo recopilaría después en The Moronic Inferno, un libro dedicado a los predecesores norteamericanos, afirma que Burroughs es, pese a sus atmósferas anodinas y sus generalizaciones triviales, un gran emisor de fragmentos inolvidables. Dice también que el problema de este escritor sobrevalorado y denigrado casi por los mismos admiradores, es su falta de control, si alguna vez en la vida ha querido tenerlo. Como la de alguien que se ha mudado de torre cada vez que le exigieron orden o contención.

Esta provisional y reciente organización del caos en una panorámica continua de la realidad tentacular y absorbente reclama al lector una atención distinta, en estos tiempos en que el fragmento ---al menos el lanzado a la mirada de un conocido o desconocido cuya preferencia es el desarticulado ejercicio de la banalidad y el chisme de la telefonía celular y las redes sociales. Burroughs, el escritor más osado del siglo veinte, el adolescente eterno con ciudadanía de veterano, el hombre que consignaba, con una inmediatez y una alarma superiores incluso a las Pynchon, la conformidad oronda y la inestabilidad de lo creciente y lo peligroso, se ocupa de desaparecer muy lentamente, como una especie de sagrado anticuario que se conformara en rechazar todo lo fatuo, y asimilar a su estilo único de relojero despreocupado lo inabarcable de las dimensiones encarnadas y oníricas del pasado, el presente y el futuro.

Bienvenidos entonces a esta odisea imperceptible que nos informa en todas las direcciones de la riqueza subjetiva de William S. Burroughs.

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