El ensayo poético Chicas en tiempos suspendidos, publicado semanas antes de la muerte de su autora, Tamara Kamenzsain (1947-2021), habla de un tiempo que no es el de las fechas, el tiempo de la literatura, el de las edades del espíritu, el del lenguaje y las resignificaciones de los feminismos. Escrito en lapso de pandemia y con lenguaje no sexista, Kamenszain retomó las cuestiones que fue desmadejando en toda su obra, como el anacronismo generacional, los legados, los vínculos y su gravitación en la escritura poética o “la novela de la poesía”, los nuevos signos que adquieren las palabras al ser renombradas, el poder de los anacronismos.
Chicas en tiempos suspendidos habla de eso que ya estaba ahí, “y que busca salir hacia un destino nuevo que ya estaba escrito y que al borde de su propia historia revisitada/ nunca se cansó de esperarnos”. ”La palabra femicidio/ no la teníamos/ la palabra muso/ no la teníamos/ la palabra vata/ no la queremos./ Pero la palabra poetisa sí/ aunque nos avergonzaba”, escribió, encerrada en su casa, entre marzo y diciembre de 2020, para el libro publicado por Eterna Cadencia hace unas semanas. Y lo hizo de la misma manera que en muchos otros trabajos, como un híbrido que, en este texto, es poesía y es ensayo.
Murió el 28 de julio, a los 74 años, a causa de un cáncer. Periodista, crítica, gestora cultural en los 90 y docente de la carrera de Artes de la Escritura que ayudó a crear para la Universidad Nacional de las Artes (UNA). Poetisa clave de la generación del 70, Kamenszain compuso este libro en cinco partes: Poetisas, Abuelas, Chicas, Antivates y Fin de la historia. Como “las palabras son todas nobles hasta que se le pega el virus del estereotipo”, dice: “Chicas es una palabra dulce, que no tenemos que dejar de lado/ aunque nuestra edad lo desmienta”. Y se pregunta, por la poetisa santafesina Amelia Biagioni (1926-2010): “¿Hubiera adherido la niña de mil años a lo que reclamamos hoy las chicas de pañuelo verde?”. Y cita a Celeste Diéguez (Chascomús, 1979): “Vos/ dándome cátedra sobre la política nacional/ con disimulado aire paternalista/ yo/ encendiendo un cigarrillo para no encender la molotov que llevo dentro”.
En ese camino reivindica la palabra poetisa, “una palabra dulce/ que dejamos de lado porque nos avergonzaba”, escribe, y que “ahora vuelve en un pañuelo”; el verde de la marea que reclamaba el aborto legal en Argentina podría ser un pañuelo “que nuestras antepasadas se ataron/ a la garganta de sus líricas roncas”. A esas antepasadas las nombra. Son Alfonsina Storni, Amelia Biagioni, Blanca Varela. Juana, Idea, Circe, Amanda, Delmira, uruguayas que no exigían ser llamadas por su apellido, como ella a los 20 años, como las chicas de su generación, neobarrocas de la transición democrática que buscaban, llamándose poetas, “hacerse un lugarcito en los anhelados bajofondos del canon”. Un canon del que quedaron afuera, dice, porque “no sabíamos que los poetas gustaban de volverse vates” y “las mujeres no escribimos para convencer a nadie”.
En una cita que toma de Anne Carson podría haber otra respuesta: “Poner una puerta en la boca de las mujeres ha sido un proyecto importante de la cultura patriarcal desde la Antigüedad hasta el día de hoy. Su táctica principal es una asociación ideológica del sonido femenino con el monstruosidad, el desorden y la muerte”. ”Se me presentó/ como una milagrosa lengua muerta/ y explotando de anacronismo inclusivo”, escribe en su encierro como parte del grupo de riesgo de una crisis sanitaria global en la que todavía ni se hablaba de vacunación, mientras trabaja en paralelo un artículo a pedido que titulará Poetisas del siglo XXI.
Y aunque “es fecundo” el anacronismo del que ella habla, el que toma de Didi Huberman, no deja de preguntarse: “¿Y las chicas de mi generación?/ ¿Merecemos llamarnos poetisas?/ ¿O esa alianza vieja-nueva nos deja fuera?”. Los cortes y quebradas generacionales, los saltos al vacío que cree ver en denominaciones como Los abuelos de la nada, la llevan de esas abuelas versificadoras del amor a “la mueca de bondadoso desprecio” con que “el televisor monolingüe” llama al grupo de riesgo de la pandemia por covid-19. A su propio abuelazgo: “Cuando mis ‘nietes’ me llaman abuela/ con la naturalidad de quien nació sabiendo/ cómo se ordena un árbol genealógico/ no me siento mayor más bien me aniño/ y encuentro mi infancia/ sobreimpresa en ‘elles’”.
Y de ahí a las abuelas que buscaban a sus nietes y terminaron siendo ellas las encontradas por elles, las que hicieron auténtica poesía con real -eso a lo que su psicoanalista llama “lo que hay” o lo que le gana a la poesía cuando se trata de un “antivate” como Nicanor Parra. Abuelas que transformaron esa palabra en “un verdadero grupo de riesgo”, dice, domiciliándose en la Plaza de Mayo, “sabiendo que tarde o temprano sus nietes las irían a buscar”.
Cuando lleva 100 días aislada en su departamento, rodeada por su biblioteca, un encierro que no es de hospital pero que en pesadillas “a veces corporiza situaciones de enfermedad y hasta de muerte”, repite el gesto, la operación tantas veces emprendida y revisita esa literatura que tiene a mano, donde está la de su propia obra. ”Si yo me hiciera ahora un test/ no de coronavirus sino de soledad/ seguramente me daría negativo./ Resultado: NO ESTÁ SOLA”, escribe sobre el tema de la soledad en la poesía, y agradece a esa biblioteca que la acompaña: Rancière, Lihn, Marilia, Hocquard.
Aunque hostigada por la “monolengua” de los medios de comunicación en pandemia, escribe: “No es necesario volverse meloso/ para aludir a la edad/ y menos a la muerte/ y menos todavía a la enfermedad. Es cierto/ que pertenezco a lo que la inteligencia de la caja boba/ llama ‘grupo de riesgo’/ Entonces me pregunto:/ si lo alarmista me deja todavía más asustada/ y lo meloso no me tranquiliza/ ¿cómo hago para no contagiarme?”.
En ese revisitar, Kamenszain vuelve sobre la idea de que todo lo que empieza como poesía termina como novela, es decir, sigue sumando episodios y pasajes a esa obra poética que construyó con “trapitos al sol”, realidades y datos autobiográficos que vates-vates como Borges llamaron “chillonería de comadrita”. Con el título de La novela de la poesía había reunido los poemarios publicados hasta 2012.
”¿Y la enfermedad?/ ¿Y la muerte? -vuelve a preguntar acá- De esos asuntos ya hablé en otros libros/ y no me queda nada más que decir/ Porque en este caso no hay duda/ de que lo que empezó como poesía/ está terminando como una de esas novelas/ donde ni el lamento tanguero/ ni el lamento judío/ ni el otro lamento con el que suelo tapizar/ el diván de mi analista/ alcanzan para que el ritmo/ el rezo/ el verso/ la escansión/ o como quieran llamar/ a ese golpe que corta la prosa/ en pedacitos/ se interponga entre la realidad y lo que sí o sí”.
Fuente: Télam
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