Dana y Dave son dentistas, tienen alrededor de 35 años, viven en una ciudad pequeña de Estados Unidos a mediados de los 80 y son padres de tres nenas de entre 7 y 2 años. No solo viven juntos, también trabajan juntos en la clínica odontológica que montaron cuando planificaban un futuro. Buscan vivir bien, pero el trabajo y el cuidado de las chicas los dejan exhaustos. Hay agotamiento y hastío. Un día Dave cree entender que Dana está enamorada o tiene un romance con alguien y la vida -los proyectos, el futuro en común- se desarma en un instante. Esta historia existe, fue escrita y tiene un nombre, La edad del desconsuelo (The Age of Grief). Su autora se llama Jane Smiley.
Rachel tiene poco más de 50 años y cinco hijos, pero no los crió a todos aunque sí lo hizo en un comienzo, hasta que luego de un tiempo de serle infiel a su marido, Pat, decidió contarle lo que le estaba pasando y la reacción del hombre herido en su orgullo fue llevarse consigo a los chicos lejos, muy lejos, para que ella pagara con esa soledad su culpa. Nadie imaginaba que Rachel no era feliz, la postal de la familia Kinsella era en apariencia perfecta. Con los años, Rachel comienza a ver a sus hijos; alguno va a vivir con ella, otros ya nunca lo harán. Algunos le siguen mostrando amor, otros no consiguen hacerlo. El presente del relato es el momento en que varios de los miembros de la familia se reúnen en la casa materna porque uno de los hijos regresa de la India. El encuentro resulta un momento clave en la vida de todos. Esta historia también existe, se llama Un amor cualquiera y también fue escrita por la estadounidense Jane Smiley (Los Ángeles, 1949). Ambas novelas fueron publicadas en los años 80 del siglo pasado. Un amor cualquiera (Ordinary Love) fue editada originalmente junto con Good Will, recientemente traducida como La mejor voluntad, por la editorial Sexto Piso -igual que las otras dos- y posiblemente llegue a América latina en los próximos meses.
Los tres relatos de Smiley que en lo formal parecen historias chiquitas y sin alardes conforman una trilogía conmovedora sobre la familia, el fracaso matrimonial, la maternidad y el fin del amor. Nacida en California pero criada en Saint Louis, Missouri, Jane Smiley es autora de más de una docena de novelas, varios ensayos y también libros de ficción para adolescentes, es profesora de escritura creativa (ella misma estudió en la Universidad de Iowa) y además de prestigio y el amor de sus lectores fue también ganadora de un Pulitzer a comienzos de los 90.
En la actualidad vive en California y por experiencia propia sabe qué significa un divorcio (en realidad vivió esa experiencia en tres ocasiones) y también conoce de cerca lo que sucede en los grupos familiares atravesados por el duelo que provoca el final de un proyecto en común. Tan inusual como su vida privada resulta que uno de sus últimos libros, en realidad una saga, esté dedicada a sus cuatro maridos. “Debo mucho a cada uno de ellos. Con el primero viajé por Europa, llevó a cuestas la máquina de escribir y me explicó muchísimas cosas porque sabía mucha historia. El segundo ha sido un padre maravilloso para mis hijos y sabía todo lo que uno puede saber de cultura pop. El tercero tiene la memoria más apabullante que uno puede tener y como es veterano del Vietnam me contó muchas cosas que incluí en el libro directamente. Mi cuarto marido me ayuda mucho con mi trabajo y tenemos un matrimonio divertido y agradable”, explicó -entre risas- al diario El País de Madrid.
Infobae Cultura le envió a la escritora días atrás un cuestionario a propósito de la publicación de sus novelas en español, que ella respondió en profundidad y amablemente, y con generosa celeridad. Lo que sigue es esa conversación a la distancia y por escrito, en la que afortunadamente es posible apreciar la calidad humana de Smiley que sus lectores disfrutamos en sus novelas.
- Recién ahora se publicaron en español dos novelas suyas escritas en los años 80 que tratan sobre los vínculos y las relaciones familiares. Me gustaría saber si se imagina contando esas historias de manera muy diferente hoy, tantos años después.
-Posiblemente sería así, porque creo que tengo una perspectiva más amplia a los 71 años que a los 35. Cuando escribí The Age of Grief, acababa de terminar de escribir The Greenlanders, que trata, esencialmente, del fin de una pequeña civilización, por lo que es más o menos apocalíptico. Yo misma estaba en un estado de ánimo algo apocalíptico, divorcio de por medio, daba clases. También era cierto que tenía dos hijas de tres y cinco años, y creo que cuando tus hijos son pequeños, pero ya activos, estás muy consciente de lo que les puede pasar (y una de ellas efectivamente se cayó por las escaleras porque estaba mirando un libro, se rompió la clavícula). Pensé en mis treinta años como “la edad del desconsuelo” porque mi perspectiva era más amplia y yo misma era mucho más consciente de lo que podía salir mal de lo que había sido a mis veinte. Más adelante escribí libros más divertidos como Moo, Horse Heaven y Perestroika in Paris.
- En sus dos novelas el centro está puesto en las relaciones amorosas y en el final o la amenaza de final de esas relaciones. ¿Siente que había entonces una intensidad diferente en las relaciones de pareja, que la posibilidad de un divorcio era más dramática, por decirlo de algún modo?
-Así en general, no lo sé. Mi madre estaba divorciada y yo sabía que su divorcio había sido beneficioso para mí. También sabía que podían pasar cosas malas, porque cuando estaba en la universidad mi padrastro, mi abuelo y mi tío murieron (todo por razones de salud). Cuando tuve una familia propia, entendí mucho más claramente los traumas por los que habían pasado mis familiares, y tal vez temía que me pasaran cosas parecidas. Pero realmente no creo que tuviera una idea del panorama general.
- En Un amor cualquiera, la protagonista, Rachel, es una mujer bastante más grande que lo que era usted en el momento que la escribió. ¿Recuerda cómo buscó entender el modo de actuar de una mujer mayor? ¿Se manejó con la intuición, se imaginaba cómo actuaría usted misma años después o había alguna historia real detrás de esa novela?
-Un amigo me había contado una historia sobre algo así que estaba sucediendo en su familia. Su madre tenía entonces unos veinte años más que yo. Enseguida pensé que era una historia fascinante; imaginé todo, cambiando tantos detalles como pude, pero tratando de ceñirme a la esencia de la historia. Luego se los mostré a mi amigo y también a su madre, y les pregunté si les molestaba que yo publicara ese relato, y dijeron que no, que en absoluto. No me resultaba difícil imaginar cómo sería tener cincuenta y tantos años, porque había estado observando a mi madre y a mis tías durante toda mi vida, mientras escuchaba sus historias.
- Como muchos, leí La edad del desconsuelo el año pasado, en plena pandemia, ya con el virus como amenaza real. Fue imposible no reflejarse en las páginas de su novela en la que todos caen con la gripe…¿recibió comentarios sobre esto?
-No… La verdad es que esa parte de la novela se basó en un episodio de gripe en mi propia familia, cuando las niñas eran pequeñas.
- Tanto en La edad del desconsuelo como en Un amor cualquiera aparece el mundo tal como era más de 30 años atrás, sin celulares, sin redes sociales, sin dispositivos para calmar la ansiedad de la ausencia. ¿Extraña esos tiempos en los que solo restaba esperar que alguien se comunicara con uno?
- Si y no. Disfruto de mi teléfono y valoro mucho el hecho de que cuando salgo a caminar por el campo, si tuviera algún problema podría (o podría ser posible) llamar a mi esposo. Pero entiendo que para muchas personas -y niños- los teléfonos son un sustituto de la interacción personal y creo que eso es una lástima. Pero cada forma de tecnología tiene sus ventajas y desventajas, y tenemos que acostumbrarnos a eso.
- Otro de los temas interesantes y clave de Un amor cualquiera es la relación de los hermanos gemelos -Joe y Michael- y, sobre todo, la mirada de la madre sobre su relación especial. ¿Ha sido usted madre o hermana de gemelos?
-No, pero cuando era niña -era hija única-, estaba obsesionada con una serie de libros para niños llamada “Los gemelos Bobbsey”, y quería ser gemela; pensaba que mi gemela sería mi mejor amiga y mi constante compañía. En sexto grado conocí a un par de gemelos. Los gemelos siempre me han fascinado, y el amigo cuya historia terminó convertida en mi novela era él mismo un gemelo y yo estaba muy interesada en la naturaleza de su relación con su hermano. Todo era mucho más complejo de lo que había imaginado, así que aprendí de él.
- El momento de la revelación de la historia de la separación en Un amor cualquiera es profundamente conmovedor. ¿Recuerda cómo trabajó esa escena en el marco general del plan de narración? ¿Cuando comenzó a escribir ya sabía que iba a existir una escena así? ¿Qué fue lo primero que tuvo en su cabeza de esa historia?
-Casi todo lo que he escrito, por fuera de Heredarás la tierra (A Thousand Acres, una novela de 1991 con reminiscencias de Rey Lear con la que ganó el Premio Pulitzer y que fue publicada en su momento por Tusquets) comenzó con una pequeña idea y luego se unió armando mientras trabajaba en la historia. Me gusta sorprenderme tanto como me gusta sorprender al lector. Utilizo la narrativa para explorar los personajes, para ver qué cosas les ocurren que no esperaba al pensar en ellos por primera vez. Entonces, no, no sabía que habría una escena como esa al comienzo, pero disfruté mucho cuando apareció.
- ¿Y cuál fue la primera imagen que tuvo de Dana y Dave? ¿Cómo se le ocurrió contar la historia de esa pareja?
-Una vez estaba en el dentista y, cuando me estaba yendo, pasé por el consultorio de otro dentista del grupo, una mujer que llevaba tacones altos, lo que me pareció extraño. Mi dentista me vio mirarla y dijo que esa colega (que bien podía ser su esposa) estaba trabajando en la boca de un granjero que había venido después de intentar arrancarse todos los dientes con unas pinzas. Pensé que la historia era demasiado interesante para dejarla pasar.
- Ambas novelas tratan el tema del fracaso matrimonial. Usted ha atravesado también varios divorcios y, de hecho, le ha dedicado un libro a los cuatro hombres con los que convivió. ¿El matrimonio es una institución destinada al fracaso? ¿Por qué seguimos insistiendo entonces?
-En muchas culturas, durante gran parte de la historia de la humanidad, el matrimonio se consideró principalmente un vínculo económico y una forma de que un hombre encontrara a una mujer para producir sus hijos y satisfacer sus necesidades. El amor se consideraba fugaz y, por tanto, no era algo esencial para el matrimonio. En los últimos cientos de años, la idea del matrimonio cambió y comenzó a tratarse de un vínculo emocional, pero, dada la naturaleza humana, es difícil para las personas, especialmente los jóvenes, comprender y mantener ese vínculo emocional a través de los altibajos del matrimonio, especialmente porque, cuando te casas, realmente no conoces ni entiendes a tu pareja. Estoy dispuesta a admitir que todos mis matrimonios fueron experimentos, que todos mis esposos eran hombres decentes e interesantes, pero no fue hasta que conocí a mi esposo actual que realmente conseguí una conexión profunda. Aún soy amiga de mis anteriores maridos, y creo que todos estamos contentos de haber tenido la historia que hemos tenido, pero también de haber terminado con nuestras parejas. Uno de los privilegios del mundo moderno.
- Dave y Pat (personajes de ambas novelas, uno también narrador, el otro casi un fantasma) son hombres que sufren el desdén y el desamor en tiempos en los que solo los hombres tenían derecho a querer salir del hastío matrimonial. ¿Qué relación tenía usted entonces con las ideas feministas (si es que las tenía)?
-Yo era muy feminista; mi madre había sido periodista en un diario, yo tenía una buena educación (en una escuela secundaria mixta y en Vassar, que fue una de las primeras, si no la primera, universidad para mujeres en los Estados Unidos). Era más alta que todos los chicos de mi escuela secundaria y la mayoría de los otros chicos que conocí. Mi madre y mi padre se habían divorciado: nunca se me ocurrió que una mujer no pudiera hacer lo que quisiera. De alguna manera, el feminismo me mostró la verdad sobre la vida de otras mujeres y me tranquilizó sobre mi propia independencia. Mi primer marido (y primer novio) era alguien con quien era muy sencillo estar y no opinaba sobre lo que las mujeres podían y no podían hacer. Tenía tres hermanas que eran muy independientes y unos padres cariñosos y cooperativos. Aún recuerdo cómo me impactó el primer número de MS. Magazine (N. de la R.: se refiere a la revista feminista y liberal fundada por las activistas Gloria Steinem, Dorothy Pitman Hughes y otras feministas de la segunda ola) y cómo pensaba entonces que el feminismo era el verdadero tema de nuestra época.
- ¿Cuándo advirtió que quería ser escritora? ¿Tenía un modelo de cuando comenzó?
-Yo era una ávida lectora cuando era niña y mi madre escribía artículos en los periódicos: ella quería convertirse en escritora, así que siempre supe que era algo interesante. En la escuela secundaria pasé de los libros de series infantiles, como Nancy Drew, a la literatura. Al principio fue difícil, pero luego me encantó y me fascinaron Shakespeare y Dickens. Amaba a David Copperfield y eso me hizo leer a Jane Austen y a George Eliot, así como a algunos autores estadounidenses y a Ole Rolvaag. Gracias a Rolvaag, me interesé en la literatura noruega, y estudié nórdico antiguo en la escuela de posgrado (así como la historia del lenguaje, especialmente el inglés). Había escrito algunas cosas, pero creo que el libro que cimentó mi determinación fue Our Mutual Friend, el último libro completo de Dickens.
- Tomando una frase clave de Un amor cualquiera y pensando en aquel clásico relato de Katherine Mansfield, ¿piensa que existe la felicidad perfecta?
-Creo que eso depende del carácter y la personalidad de cada persona. Creo que las personas que son tranquilas, tolerantes y de mente abierta tienen más posibilidades de ser felices que aquellas que son estrictas y obstinadas. La mayoría de la gente está de acuerdo en que la felicidad proviene de la conexión con el resto del mundo (personas, pero también animales, naturaleza, literatura, arte, música, ideas), así que si tus estándares son demasiado altos, en cierto sentido estás resistiendo la sensación de placer y felicidad. Pero también existe la suerte y las malas experiencias que no son tu culpa, como perder a un padre o a un amigo cuando eres joven, y que pueden tener efectos de por vida. Sé que he tenido suerte en muchísimas formas, por eso aprecio mi felicidad y entiendo que no la gané ni la merezco, simplemente tuve suerte.
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