Entrevista con Fran Lebowitz: “Si no te gusta lo que digo, no lo escuches, no lo leas, no lo mires. No va a tener efecto alguno en tu vida”

Su rechazo a los antivacunas, los dispositivos de rastreo y los extremos tontos de la corrección política son algunos de los temas que la humorista estadounidense, cuya obra acaba de ser reeditada en castellano como “Un día cualquiera en Nueva York”, recorrió en una conversación hilarante con Infobae Cultura. Por supuesto, también habló de su biblioteca: “Cuando veo un libro en la basura, para mí es como si viera que han tirado a una persona”

Acaban de reeditar en castellano los dos libros de Lebowitz, Metropolitan Life y Social Studies, unificados bajo el título "Un día cualquiera en Nueva York".

Había una vez un aparato que se llamaba teléfono fijo. Servía para que las personas hablaran. Algunas personas se quejaban de llamar mucho a otras y no poder encontrarlas porque no se hallaban donde permanecía, fijo, el teléfono. Cuando se inventó la contestadora telefónica —otro aparato, que se conectaba con cables y atendía las llamadas al tercer ring— se sintieron contentas por poder dejar un mensaje en el que pedían que las llamaran a su vez. Para hablar.

Ese aparato también hizo felices a otras personas, aquellas que querían elegir con quién hablaban y evitar las conversaciones indeseadas. Se quedaban al lado del dispositivo, que transmitía en voz alta el mensaje que dejaba quien llamaba, y escuchaban por ejemplo:

—Buenas tardes, señora Lebowitz, habla Gabriela…

—Hola —alzaban el auricular y respondían, en el caso de que quisieran atender, como respondió Fran Lebowitz a la llamada de Infobae Cultura al telefóno fijo, con contestadora, que posee en su apartamento de Manhattan.

La voz de Fran Lebowitz, en la entrevista con Infobae.

Acaban de reeditarse en castellano sus dos libros, Metropolitan Life y Social Studies, unificados bajo el título Un día cualquiera en Nueva York, con una foto de tapa en la que se la ve echada sobre la cama, precisamente hablando por teléfono. En sus más de 360 páginas, el volumen revive esos textos de la década de 1970 como un bonus track de la miniserie Supongamos que Nueva York es una ciudad, de Martin Scorsese. Cada página brilla con el mismo humor, el mismo ingenio y ese vasto universo de referencias sociales y culturales.

Lebowitz ha tenido una relación muy especial con la literatura desde que aprendió a leer antes de ir a la escuela. Probablemente ella misma esté hecha de lo que ha leído tanto como de células humanas —uno de sus epigramas más conocidos sintetiza: “Piensa antes de hablar. Lee antes de pensar”— y las páginas de ficción, poesía o ensayo sean su medio de transporte por el mundo. Pero a la hora de producir sus propios textos ha bregado contra el bloqueo, hasta que por fin cambió la palabra escrita por las conferencias y presentaciones.

Ella se burla de sí misma en la última postal de Un día cualquiera en Nueva York, cuando cuenta que el agente literario de un escritor comercial exitoso le había conseguido un contrato por su libro siguiente aún no escrito y otro por los derechos cinematográficos, cada uno por una suma millonaria. Al enterarse, ella llamó a su agente: “Está claro que he planteado mi carrera de forma equivocada. Resulta que no escribir no solo es divertido, sino enormemente rentable”, le dijo, y la instruyó para que vendiera 10 títulos —”juguemos fuerte”— inexistentes.

El libro funciona como un bonus track a la miniserie "Supongamos que Nueva York es una ciudad", de Martin Scorsese, con el mismo humor, el mismo ingenio y el vasto universo de referencias sociales y culturales de Lebowitz.

Lo cierto es que lo poco que escribió es tan bueno que le ganó admiradores como Pedro Almodóvar, que alguna vez diseñó a su alter ego, Patty Diphusa, basado en ella. Lebowitz lo conoció en un Festival de Cine de Nueva York: “Siempre he soñado con escribir como Fran Lebowitz”, le dijo el cineasta. “Yo también”, se le escurrió ella del elogio.

Para ser alguien tan lleno de opiniones —trabaja de eso, aunque no en las redes sociales, válgale el cielo: nada de la tecnología habitual del millennial promedio invade su vida— es llamativamente reacia al elogio de sí misma. Ella y Toni Morrison fueron grandes amigas, y es capaz de hablar horas de todo lo bueno que tenía la autora de Beloved (”Toni tan humana, tan comprensiva… En sus libros se ve que tenía comprensión incluso para los personajes malvados”), pero basta con preguntarle qué admiraba la premio Nobel de ella para que se escape:

—Lamentablemente no le podemos preguntar. Ayer fue el aniversario de su muerte, un día realmente deprimente para mí —dijo el 6 de agosto, día de esta entrevista—. Dado que Toni tenía esa enorme presencia pública, siempre me resultó difícil que la gente me creyera que era divertidísima. Toni y yo nos la pasábamos riéndonos, todo el tiempo. Toni era realmente divertida.

—¿Pero qué le gustaba a ella de usted?

—Que nos divertíamos juntas, creo.

Políticamente incorrecta

Lo poco que escribió Lebowitz es tan bueno que le ganó admiradores como Pedro Almodóvar, que alguna vez diseñó a su alter ego, Patty Diphusa, basado en ella. (Brigitte Lacombe)

Como buena neoyorquina, Lebowitz nació en otra parte (Morristown, Nueva Jersey) y se adoptó mutuamente con la ciudad de la que es una emblema hace ya 50 años. Algunas de sus crónicas, tan delirantes como observadoras, surgen de su relación con Nueva York; otras tienen una irreverencia mordaz y misantrópica por la que la han comparado con Dorothy Parker, y por la que acaso podría sonar estridente en la actualidad.

El artículo “Banca especializada” bromea sobre un “Primer Banco de la Mujer” que “cierra durante dos o tres días al mes” y en el cual se aplica la “intuición femenina”; también sobre un “Primer Banco Nacional de las Locas” que ofrecerá cheques “con la letra de ‘Somewhere Over the Rainbow’”. En una “¡Guía Fran Lebowitz para un mayor conocimiento de sí mismo mediante cambios de color!” (que se burla sobre un comercial de pulseras que interpretan el ánimo de las personas) el color beige rojizo interpreta “es usted un indio norteamericano que se aburre” y el color mulato, que “uno de sus padres se está volviendo negro; si sus padres ya son negros, uno se está volviendo blanco”.

—¿Cómo cree que se leen hoy sus textos tan indiferentes a la corrección política?

—Tú has podido leerlos. Pero sí, hoy la gente se ofende, no se da cuenta de que uno puede hacer bromas sobre muchas cosas. ¡Aun en el momento en que escribí algunas de esas cosas la gente se enojó! No sé muy bien qué decir, ya que no son más que mis opiniones humorísticas. No son acciones. Hay una diferencia entre decir algo y hacer algo, en primer lugar. Y como siempre digo —y a nadie le importa— yo no tengo poder. Si no te gusta lo que digo, no lo escuches, no lo leas, no lo mires. No va a tener efecto alguno en tu vida. No soy la alcaldesa de Nueva York, no soy la presidenta de los Estados Unidos, no escribo las leyes. Si no estás de acuerdo conmigo, pues no estés de acuerdo.

La miniserie "Supongamos que Nueva York es una ciudad", de Martin Scorsese, ha tenido gran éxito sobre todo entre el público joven.

—¿Disentir es más difícil ahora?

Este es un momento de tremenda intolerancia. Para mí lo realmente malo del exceso de corrección política es que algunas de esas cosas son tan tontas que hace que quienes lo objetan puedan actuar como si las cuestiones de fondo no existieran. Si la gente se vuelve delirantemente sensible sobre los tipos de peinados, por decir algo, entonces la gente puede quedarse eso y actuar como si no existiera algo llamado racismo. Que existe. Esta clase de cosas permiten que el sector opuesto, que para mí es la derecha, se burle de algo que, en esencia, es importante.

Metropolitan Life y Social Studies fueron publicados hace más de 40 años: ¿cómo los ve hoy?

—Y muchos de los artículos que incluyen fueron escritos en 1971, 72, 73… ¡Es casi un libro escrito hace 1.000 años! Obviamente hay muchos detalles que no tienen sentido para la gente. Traté, sobre todo en la edición británica, de eliminar algunas de estas referencias. Pero lo cierto es que lo que nunca cambia es la naturaleza humana. Y es siempre mala. Por eso es que los libros perduran. Incluso en las grandes novelas de Jane Austen, por caso, los detalles han cambiado pero la gente sigue siendo igual.

Ella misma sigue teniendo las mismas necesidades y deseos que en los setentas, según escribió: “Fumar cigarrillos y tramar venganzas”. Lo contó en la serie de Scorsese, con quien también realizó un documental similar hace 11 años (Public Speaking) y en cuya película El lobo de Wall Street hizo un cameo como jueza. En aquellos años ella se movía de noche entre Studio 54, los conciertos de glam rock de los New York Dolls y los de su amigo contrabajista y pianista de jazz Charles Mingus, mientras escribía en Interview —la revista de Andy Warhol—, Mademoiselle y el Vogue británico.

Contra los dispositivos de rastreo llamados smartphones

"Para mí lo realmente malo del exceso de corrección política es que algunas de esas cosas son tan tontas que hace que quienes lo objetan puedan actuar como si las cuestiones de fondo no existieran", advirtió Lebowitz.

Su público, sin embargo, conoció una Nueva York bien distinta; incluso creció a la sombra ausente de las Torres Gemelas, porque está hecho principalmente de gente joven, centennials y millennials.

—¿Cómo cree que funciona esta fuerte conexión con esas generaciones?

—La verdad es que no lo sé, pero ha sido así siempre. Marty [Scorsese, quien es su amigo] hizo un documental sobre mí hace unos 10 años, Public Speaking, y cuando se estrenó en HBO, me dijeron que la mayoría de la gente que lo miraba estaba en la universidad. No sé por qué pero tengo una intuición, y es que existe un interés tremendo —y viene existiendo hace ya bastante tiempo— en cómo era Nueva York en los setenta. La gente joven me para en la calle todo el tiempo: ‘Ah, ojalá hubiera vivido yo en Nueva York en los setenta, me parece tan genial’. Así que quizá la razón es que yo era joven en Nueva York en los setenta.

—Esas generaciones, además, nacieron digitales, un universo tecnológico al que usted se niega. ¿Qué piensa sobre eso?

Fran Leboviz, en audio de la entrevista con Infobae.

—Verdaderamente no puedo creer que a la gente no le importe su privacidad. Es claro que no les importa. A mí me importa, y siempre me importó. Aquí hace más de 20 años inventaron el sistema de peaje electrónico, EZ Pass. Yo no lo puse, y tengo un auto. La gente me decía: ‘¿Por qué no lo compras? Si no, tendrás que hacer la fila para pagar con dinero’. Y les respondí: ‘Porque no quiero que sepan todo el tiempo dónde estoy’. Me decían: ‘¿Quiénes son ‘ellos’? ¿Qué te importa?’. Y yo: ‘No lo sé. Pero siento que tendría que poder ir a Connecticut sin servicio de vigilancia’.

Lebowitz detesta las cámaras en las calles —”¡Me resultan increíbles! Tendría que ser algo ilegal”— y piensa mucho en lo que significa para las libertades individuales el hecho de que gobiernos y corporaciones conozcan la ubicación de la ciudadanía todo el tiempo. “La gente camina —toda la gente menos yo— con un dispositivo de rastreo en el bolsillo”, definió. “No puedo creer que digan que vale la pena a cambio de que les envíen algo a la casa en cinco minutos”.

—Sin embargo, la contestadora telefónica es un dispositivo tecnológico. ¿Hubo un tiempo en que usted aceptaba nuevas tecnologías y en algún momento dijo “Basta, ya es suficiente”?

Como buena neoyorquina, Lebowitz nació en otra parte (Morristown, Nueva Jersey) y se adoptó mutuamente con la ciudad hace ya 50 años.

—Es verdad. Pero cuando inventaron la contestadora telefónica, pensé que era el mejor invento de la historia. Porque yo solía decir: “¿No sería genial que cuando el teléfono suena uno supiera quién es? Así no tienes que contestar si no quieres hablar con la persona”. Eso es lo que me encanta de la contestadora telefónica. Cuando inventaron por primera vez la clase de computadoras que se pueden tener en la casa, que llamaban ‘procesador de palabras’, una amiga, que era guionista, se compró una y le encantó; me dijo ‘Tienes que venir a mi apartamento y ver esto’. Y cuando la fui a mirar le dije: ‘Bueno, es una especie de máquina de escribir muy veloz’. Que, en aquel momento, era exactamente eso.

—¿Eso no le interesó?

—Yo no tenía una máquina de escribir. No sé escribir a máquina, no la necesitaba. ¡No tenía la máquina vieja, siquiera! No es que odie la tecnología. Soy una de esas personas que odian cuando una máquina se rompe. Desde luego, no sabía que el mundo entero se volcaría a estas máquinas. Ahora es demasiado tarde.

No tiene computadora, desde luego, ni conexión a internet, ni televisor con cuentas para streaming, ni asistente de voz; ni siquiera ha usado el microondas que encontró en el apartamento al mudarse, el primero que tuvo en su vida. Escribió, y escribe, a mano, con una lapicera.

Supongamos que Nueva York es una ciudad

“La gente camina —toda la gente menos yo— con un dispositivo de rastreo en el bolsillo. No puedo creer que digan que vale la pena a cambio de que les envíen algo a la casa en cinco minutos”, dijo Lebowitz. (Brigitte Lacombe)

Como se nota en el libro, y como dijo en la serie de Scorsese, para Lebowitz Nueva York sigue representando el sentimiento de una época como en otros momentos lo hicieron París o Florencia.

Debido a la internet, la geografía se vuelve menos importante para la gente. Por ejemplo, me han llamado de Dubai para contarme que han visto la serie en Netflix. Pero a la vez tiene que haber algo todavía con respecto a estar en un lugar específico, porque la gente sigue queriendo ir a ciertos lugares. Así que tengo la esperanza de que quede algo de realidad en el mundo. Pero para mí, sí, todavía existe la realidad, y Nueva York todavía se siente así.

—En su libro se repite “Pasar 72 meses en Los Ángeles” como penalidad para algunas contravenciones. ¿En qué se oponen Nueva York y Los Ángeles?

—Bueno, Nueva York es una ciudad. Los Ángeles, no. Es un lugar, desde luego, pero no es una ciudad. En Los Ángeles la gente maneja de un lugar a otro: una ciudad, en cambio, es un lugar donde se puede ir caminando a los lugares; una ciudad tiene metro, una ciudad tiene taxis que se pueden parar. No conozco las estadísticas así que no estoy haciendo una declaración factual, pero la mayoría de la gente que vive en Los Ángeles vive en casas, no en apartamentos. Eso es una gran diferencia, hace que todo esté muy extendido. No digo que no sea agradable para vivir, la gente lo encuentra muy agradable. Sólo estoy diciendo que yo no quiero hacerlo.

—¿Cómo fue su experiencia como flâneuse durante la crisis del COVID que golpeó tanto la la ciudad de Nueva York?

En la Nueva York de los setenta Lebowitz se movía de noche entre Studio 54 y los conciertos de New York Dolls y Charles Mingus, mientras escribía en Interview, la revista de Andy Warhol (en la foto).

—En el pico de la pandemia en muchos países la gente tenía prohibido circular por las calles, pero eso no se puede hacer en este país. No es posible decirle a la gente que no puede andar por la calle, ni hacer que muestren documentos: es inconstitucional. Así que caminé mucho, sola, incluso en lo peor del confinamiento, y la ciudad estaba vacía. Y quiero decir eso exactamente: vacía. En pleno día, en Times Square, podía escuchar mis pisadas. Nunca se puede escuchar las pisadas en Nueva York, es demasiado ruidosa. Fue algo conmocionante.

—¿Cambió con la vacuna?

—Por supuesto, todo está más abierto. Hasta hace una semana se sentía que esto podía terminar, pero hay gente que no acepta las vacunas. Así que, por ejemplo, en el edificio donde vivo volvieron a poner la indicación de llevar cubrebocas si uno está en los pasillos o en el elevador o en el lobby, por la variante Delta. Broadway va a volver a abrir y no se puede entrar a los teatros sin prueba de vacunación y una máscara. Nueva York hace esto, pero hay zonas enteras en el país donde no sólo no lo hacen, sino que algunos gobernadores, como los de Florida y Texas, dicen que es ilegal que se exija el uso de cubreboca o de vacunas. Mientras la gente siga sin vacunarse, esto va a seguir.

Y agregó:

—Mi sugerencia sería que Jeff Bezos se llevara al espacio a toda la gente que no se vacunó y los dejara allí.

Multimillonarios y antivacunas en el espacio

"Así que caminé mucho, sola, incluso en lo peor del confinamiento, y la ciudad estaba vacía", contó. "En pleno día, en Times Square, podía escuchar mis pisadas".

Ya había rozado el tema de los multimillonarios que construían cohetes cuando se hizo el documental de Scorsese; pocos días antes de esta entrevista, tanto Richard Branson como el dueño de Amazon habían realizado sus paseos por el espacio.

—Jeff Bezos no tendría que estar construyendo cohetes —argumentó Lebowitz—. Ya existe algo para construir cohetes: la NASA. El gobierno tendría que estar haciendo esto. Y el gobierno obtiene el dinero mediante los impuestos. Así que en lugar de pagar sus impuestos, él se construyó su propio cohete. Es ridículo. Y el sombrero de cowboy. Realmente me hizo reír.

—¿Por qué?

—Cuando yo era niña, en los cincuenta, fue el gran momento de las películas y las series sobre cowboys. Los niñitos se vestían como cowboys todo el tiempo. Todos los niños de mi cuadra tenían un sombrero de cowboy. Vi a Bezos y pensé: ‘Es un multimillonario de siete años’. El sombrero de cowboy fue, para mí, de lo más revelador. También revela que en su vida no hay nadie que le diga: ‘¿Sabes qué? No te pongas el sombrero de cowboy’”.

Lebowitz habló de las conocidas condiciones laborales en Amazon y de la paradoja que alcanza aun a las personas que se consideran a sí mismas preocupadas por la humanidad: “Dicen: ‘Sí, sé que la gente en los depósitos de Amazon gana dos centavos y además hace un trabajo físicamente peligroso, pero ¡mira, recibí estos duraznos en una hora!’. Eso es lo único que les importa”.

—En Supongamos que Nueva York es una ciudad usted recordó lo “espantoso” que fue haber trabajado como taxista: ¿cómo ve la irrupción de Uber y otras tecnológicas, el surgimiento de la gig economy?

—¡Es horrible! El problema, a diferencia de cuestiones como el racismo o el género, es que unas 30 personas son las dueñas de todo el dinero del mundo. El problema es que tendría que haber más equidad en lo que respecta al dinero. El problema es que no tendrían que existir los multimillonarios. Es una cantidad ridícula de dinero para que esté en manos de una sola persona. Y no tendrían todo ese dinero si pagaran los impuestos. Muchos años he pagado —y esto es un dato factual— más impuestos que los multimillonarios. No un porcentaje mayor, sino realmente más dinero.

"Mi sugerencia sería que Jeff Bezos se llevara al espacio a toda la gente que no se vacunó y los dejara allí", bromeó, sobre la pandemia y la variante Delta.

—¿Cómo influyó, en su vida y en su humor, el haber sido criada por gente que creció durante la Gran Depresión?

—No sé si en mis libros, pero en mi vida sí hay una conexión. La gente me pregunta: ‘¿Por qué apagas la luz cada vez que sales de una habitación?’. Y eso es porque mi padre, que era un niño durante la Gran Depresión, de una familia extremadamente pobre, nos mataba si dejábamos la luz encendida en un lugar donde no había nadie. Estabas derrochando el dinero. Tengo un montón de hábitos de alguien que creció durante la Gran Depresión aun si ni siquiera había nacido entonces.

Un hogar para 10.000 libros

También tiene otros hábitos que difícilmente provengan de eso, excepto como compensación: sweaters de cashmere; sacos hechos a medida en la boutique de Anderson & Sheppard en Savile Row, Londres, cuya única clienta anterior —sólo crean ropa de hombre— fue Marlene Dietrich; un apartamento en el edificio Chelsea Mercantile, donde un viaje en ascensor equivale al tour de casas de celebrities por Beverly Hills. En Supongamos que Nueva York es una ciudad Lebowitz bromeó —y no tanto— sobre el absurdo valor de la propiedad inmobiliaria por el cual debió hipotecarse para poner en algún lugar su biblioteca de más de 10.000 libros.

—¿Cómo guarda sus libros? ¿En orden por género, o por autor, o según otro criterio? ¿Tal como caen en el piso?

—No, no no. Mis libros están completamente organizados —se jactó—. Primero por categoría, y ficción es desde luego la más sencilla de organizar porque sigue el orden alfabético. Luego hay muchas otras: algunas, las comunes; otras, las que el hombre que organizó la biblioteca llamó ‘tus libros locos’, así que quedó una sección de Libros Locos. Pero más allá de esta categoría, la biblioteca está bastante organizada. La cuestión es que, desde luego, compro libros todo el tiempo, y la gente me manda libros, y otros llegan de las editoriales. Así que cuando no hay un virus mortal contagioso, cada tanto reviso mis libros y saco aquellos que no quiero conservar y los vendo a The Strand.

En Supongamos que Nueva York es una ciudad Lebowitz habló del absurdo valor de la propiedad inmobiliaria por el cual debió hipotecarse para poner en algún lugar su biblioteca de más de 10.000 libros.

Es fácil imaginarla caminando, con sus botas de siempre, desde la Séptima Avenida por la Calle 24 hacia el este, hasta Broadway, y por allí recto hasta la esquina en la 12, donde está la famosa librería, pasando Union Square, unos 20 minutos de paseo, con su bolsa de libros. Porque nunca, jamás en su vida Fran Lebowitz ha tirado un libro.

Estoy totalmente, 100% segura de que no podría tirar un libro. No sólo no podría tirar un libro: cuando veo un libro en la basura, para mí es como si viera que han tirado a una persona. No se debe tirar libros. Si tengo un libro con el que no me quiero quedar, paso una cantidad enorme de tiempo pensando quién lo podría querer. Quiero darle un hogar a ese libro, aunque no quiera que ese hogar sea el mío.

—En la serie usted dijo: “No esperábamos que un libro fuera un espejo, esperábamos que fuera una puerta”. ¿Por qué la gente quiere verse a sí misma en lo que lee?

—En los últimos 20 años, quizá más, ha existido esta idea de que sobre todo los niños, pero no solamente los niños, deberían leer libros en los cuales se vean a sí mismos. Creo que en el origen de esto está Oprah Winfrey. Ella hizo algo genial: lograr que los estadounidenses volvieran a leer libros. Pero también hizo algo malo, que fue hablar de esta manera: “Me encantó este libro, me veo reflejada”. Cuando yo era pequeña y leí Heidi, por ejemplo, un libro del siglo XIX, nunca pensé “¿Por qué no soy Heidi? ¿Por qué en lugar de Heidi no tienen a Fran?”. Los libros sirven para que nuestro mundo se vuelva más grande, no más pequeño. Yo vivía en una localidad pequeña, y apenas aprendí a leer comencé a vivir en el mundo entero.

—¿Recuerda algunos títulos que hayan sido puertas importantes?

—No recuerdo que haya habido un libro en particular que me diera la sensación de abrirme el mundo; sí recuerdo el hecho de aprender a leer. Recuerdo cuando pude leer un libro realmente por mí misma, tenía unos cinco años. Supe, aun siendo tan pequeña, que así iba a tener el mundo entero.

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