Con matices diferentes de los demás pioneros que introdujeron, desarrollaron y cultivaron el psicoanálisis en la Argentina, Enrique Pichon Rivière fue ante todo un “hombre de la cultura” que devino psicoanalista. En contraste con aquellos, el psicoanálisis no fue su meta sino el natural encuentro de un dotado y receptivo personaje, quien atravesando con plenitud la vida cultural de la primera mitad del siglo XX, no quiso ni pudo soslayar un producto de esa cultura –la creación freudiana– que se imponía con vehemencia prometedora y liberadora en gran parte el mundo occidental. Este particular punto de partida resalta justamente los mencionados “matices diferentes”. No es descartable conjeturar que su peculiar crianza en culturas contrastantes haya contribuido a marcar ese curioso destino. Nacido en Ginebra de padres franceses, llega a los 3 años a las inhóspitas regiones de la selva chaqueña y pasa cuatro años viviendo bajo la obsesionante amenaza de los feroces malones de los indios guaraníes; indios que fuera de sus agrupamientos en tales malones eran pacíficos y laboriosos; y que le permitieron al niño Enrique aprender su lengua y familiarizarse con su cultura. A los 8 años pasa a vivir en la provincia de Corrientes y finalmente se instala en la ciudad de Goya donde su madre funda el colegio secundario que lo tuvo a él de alumno.
Ya en su adolescencia, el deporte, la poesía y la pintura constituyen su pasión dominante que se continúa muy pronto con la fascinación y la lectura de los “poetas malditos” como Isidore Ducasse (el Conde de Lautréamont), Rimbaud y Artaud. Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont le van a marcar tempranamente su inquietante interés por la locura y lo siniestro. Luego en Rosario y más tarde en Buenos Aires, mientras cursa (largamente) su carrera de Medicina, trabaja como periodista y participa en forma activa en la bohemia intelectual de la época, donde cultiva la amistad de escritores como Roberto Arlt, pintores y los más entrañables personajes de esa bohemia. No es entonces sorpresa sus contribuciones sobre la literatura, la pintura y sobre la significación psicoanalítica del arte en general. Pero tampoco puede desconocerse su interés por la cultura popular: sus incursiones periodísticas sobre el fútbol, o sobre el tango y el “grotesco”, género teatral argentino, encarnados en los hermanos Enrique y Armando Santos Discépolo. Una vez obtenido su título de médico en 1936, ingresa en el Hospicio de las Mercedes donde pone en práctica su inagotable inventiva innovadora en la atención psiquiátrica; inventiva innovadora que no armonizaba con las anquilosadas estructuras psiquiátricas de la época, que terminan expulsándolo. Es justamente en este ámbito donde se gesta el germen de lo que sería, en 1958, “la experiencia Rosario” en que nacen los “grupos operativos” con las correspondientes nociones de “emergente” y “portavoz”.
Hasta aquí se perfilan su singular faceta de innovador de la psiquiatría y su interés por la articulación de la psicología individual y grupal. Siendo uno de los fundadores de la Asociación Psicoanalítica Argentina, su pasaje por el psicoanálisis en los inicios de los años 40 tampoco fue inocua y deja también su impronta revulsiva e innovadora. A tal punto que se lo podría considerar como el iniciador e inspirador de una corriente, a mi juicio, original que denominaría la “vertiente psicosocial del psicoanálisis argentino” (2003). Figuras como los ya mencionados David Liberman, José Bleger, Willy y Madeleine Baranger, Horacio Etchegoyen, entre muchos otros, plasmaron gran parte de las ideas pioneras que este inquieto creador había dejado en estado embrionario. Sin embargo, tampoco su relación con el psicoanálisis y con la institución que lo albergaba fue del todo armoniosa.
En contraste con la mayoría de los consagrados psicoanalistas de su época, y por qué no, también actuales, que velaban y velan por una definida identidad psicoanalítica y una pureza conceptual no contaminada, Enrique Pichon Rivière, en cambio, no ponía esos límites tajantes o excluyentes; tanto en la clínica como en la teoría. No se centraba en la diferencia entre la atención psicoanalítica y la psiquiátrica, tampoco entre el “grupo” y el “individuo”, ni menos en la exclusividad de las fuentes conceptuales del psicoanálisis. Como ilustrativo de estas afirmaciones se puede citar su trabajo titulado Empleo de Tofranil en psicoterapia individual y grupal (1960). Tampoco su patrimonio conceptual se nutría exclusivamente de fuentes psicoanalíticas, sino además de la noción de praxis que partía del marxismo y de la filosofía sartreana, de la Teoría del Campo de Kurt Lewin, de la Teoría de la Comunicación de G. Bateson y del Interaccionismo Simbólico de George H. Mead, entre muchos más. En cuanto a sus fuentes psicoanalíticas, también puede destacarse la amplia base de autores de la época; pero no puede ocultarse su mayor adhesión a una psicología de las “relaciones de objeto”, en ese entonces lideradas por Melanie Klein y Ronald Fairbairn.
Todo esto indica en nuestro autor una amplia postura pluralista y multidisciplinaria que requería complementarse con un instrumento que organice y dé coherencia a tanta multiplicidad de fuentes; y ese instrumento lo constituye su noción del ECRO, Esquema Conceptual, Referencial y Operativo. Tratando de desglosar la sigla, cuando Pichon Rivière se refiere al término “Esquema” alude a un conjunto articulado de conocimientos; lo de “Conceptual” es porque ese conocimiento está expresado en forma de enunciados con un cierto nivel de abstracción y generalización propios del discurso científico; el aspecto “Referencial” atiende a trazar los límites jurisdiccionales del objeto de indagación; y finalmente la noción de “Operativo” pretende no limitar nuestros esfuerzos solo al tradicional criterio epistemológico de “verdad” sino que conlleva la idea de la producción efectiva de cambios; de ahí la noción de “praxis”.
En síntesis: se puede decir que su ECRO se define no sólo como instrumento de indagación de un sector de la realidad, sino que implica la convicción de que la “tarea” misma opera como un proceso dinámico y constante de transformación, tanto del objeto de la indagación como del sujeto que indaga. A mi entender la noción de ECRO aboga a favor de una revisión crítica permanente de nuestro conocimiento de la realidad interna y externa, previniendo contra la fosilización de las cosmovisiones que conducen al dogmatismo. También aboga por superar la oposición entre el aprendizaje por los libros versus el aprendizaje por la experiencia vital; si se me permite un término coloquial, “la calle”: en condiciones ideales ambos aprendizajes deberían retroalimentarse mutuamente.
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