La pasión por la lectura, la correspondencia con sus amigos, el itinerario que incluye Buenos Aires y París, su rol como periodista o las conversaciones como forma de proyectar vínculos con autores y autoras que admiraba son parte de la biografía sobre Alejandra Pizarnik que escribió la poeta, ensayista y traductora Cristina Piña hace 30 años y ahora retoma a partir del trabajo con la escritora, fotógrafa y cineasta Patricia Venti, quien sumó diarios, cartas y cuadernos de la gran poeta argentina a una obra que permite releer un mito, pero, sobre todo, un universo creativo.
Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito es el título de un libro que se compuso primero con insumos como cartas y conversaciones de Piña con la hermana de Alejandra, Myriam Pizarnik, pero también con sus amigos, y el encuentro con Venti sumó el contenido de sus diarios completos depositados en la Biblioteca de la Universidad de Princeton y los testimonios de su familia paterna en París.
¿Cómo fue el reencuentro con el material después de 30 años? “Fue descubrir todo lo que faltaba. Me había manejado con el testimonio de sus amigos y cartas que me facilitaron, era poquísimo frente a todo el material que teníamos ahora”, responde Piña.
En el encuentro con ese material cambió su mirada sobre Pizarnik porque explica que se fue encontrando con “la prosista, autora de una correspondencia y un diario riquísimos y una serie de inéditos”. “Ella muere en el 72, y en 1982 aparece Textos de sombra y últimos poemas, y se van a ir agregando una serie de inéditos que llevan a cambiar de manera radical la visión de Alejandra. Se va ampliando su figura más allá de la poeta impresionante”.
Sobre la experiencia del trabajo conjunto a partir de una primera versión de esa vida, Piña cuenta que si bien su coequiper aportó muchísimo material de investigación hubo otros matices que consolidaron juntas al viajar a París. “No coincidían nuestros puntos de vista –explica–, pero eso aportaba mucho a nuestras idas y vueltas, se generó un diálogo permanente sobre el material ya escrito. Yo la escribí para darle una unidad de estilo, pero fue una tarea de a dos”.
En el libro, recientemente editado por Lumen, puede leerse desde su desarrollo como poeta hasta su rol como periodista o su deslumbramiento por la pintura. La autora de Los trabajos y las noches, Extracción de la piedra de locura y El infierno musical fue colaboradora del diario La Nación y la revista Sur como crítica, pero hay un hecho que recuperan Piña y Venti que la marcó en su intento por dedicarse al periodismo: una entrevista a la actriz Mecha Ortiz.
En 1954, por un requerimiento de la Escuela de Periodismo a la que asistía emprende una entrevista con Ortiz, quien, según reconstruyeron las autoras, desplegó una serie de preguntas acerca de sus lecturas que terminaron con la afirmación “¡Cuando haya leído todo lo que debería, vuelva a verme!”.
Al repasar la anécdota, Piña afirma que “es cierto que Pizarnik no se amilanó pero tampoco hizo más entrevistas periodísticas. Sus entrevistas con Simone de Beauvoir y Margarite Duras no tenían nada de cuestión periodística, eran diálogos con escritores, como después puede tener con Jorge Luis Borges, con Roberto Juarroz y otros que van a aparecer publicados en Venezuela en la revista que dirigía Juan Luis Cano”.
“Se dio cuenta de que no le interesaba el periodismo, sino la escritura”, sintetiza la biógrafa.
Al año siguiente, en 1955, se publica su primer libro de poemas La tierra más ajena, con 19 años, y va cobrando fuerza su tarea como traductora y su pasión por el surrealismo y el existencialismo. Esta posibilidad expresiva es, para las autoras de la biografía, clave para la construcción de la poética de la escritora nacida el 29 de abril de 1936 en el Hospital Fiorito de Avellaneda.
Ese vínculo con la pintura la llevó al taller del pintor Batlle Planas y a un espacio emblemático de Avellaneda que era Gente de Arte. Al mismo tiempo el camino de la poesía se consolidaba y se transformaba en publicaciones como “La última inocencia”, dedicado a León Ostrov, con quien se psicoanalizaba y mantuvo una correspondencia que integra el Archivo Pizarnik de la Universidad de Princeton y publicó en la Argentina la editorial Eduvim (Editorial Universitaria de Villa María).
También de esa etapa es Las aventuras perdidas (Altamar, 1958) que estuvo dedicado a su compañero del grupo literario Poesía Buenos Aires, Rubén Vela.
Entre las renovadas lecturas y descubrimientos que trajeron los nuevos documentos sobre Pizarnik para Piña está el viaje a París. El primero había sido en 1960 y la estadía se extendió hasta 1964, un período expansivo en el que el estudio y el encuentro con poetas e intelectuales, entre ellos Simone de Beauvoir y Marguerite Duras, la impactaron y conmovieron.
En la biografía que escribió hace 30 años, Piña tituló ese capítulo como “París era una fiesta”, pero ahora su mirada es otra: “Me sorprendió la cara oscura de París, en los diarios aparece una parte oscura y dolorida que faltaba en la biografía anterior”.
En una de las cartas dirigidas a Ostrov escribió: “...creo que es preciso sufrir y andar mucho en una ciudad como Roma, como París, y por todo esto aquí estoy, nostalgiosa de Italia tratando de ordenar y reanudar mi existencia parisina”. Era el 3 de octubre de 1961 y volvía de un viaje por la isla italiana de Capri.
Otro de los aspectos que sorprendieron a Piña fueron “los antecedentes cultos de su familia, porque estaba la leyenda de que venía de una clase media sin mayor formación intelectual y acá se ve que era una familia de clase media pero con formación intelectual importante”.
Si bien su estadía en París incluyó su trabajo para la revista Cuadernos y varias editoriales francesas, también entabló amistad con Ivonne Bordelois, quien había trabajado en revista Sur y con Julio Cortázar, con quien compartía una estética surrealista.
Ya de vuelta a la Argentina, en 1969, publicó Nombres y figuras, reversionó la novela La condesa sangrienta (1971), llegó a las librerías con los poemas que componen El infierno musical, y ganó la beca Fullbright, pero la rechazó porque no quiso hacer el viaje a Iowa que se le exigía.
Pero esta no sería su única beca, ya que la esperaba en 1968 la Guggenheim por la que viajó a Nueva York. Sobre esa ciudad escribió en su diario: “Mi miedo en N.Y. se vuelve extraño por estar mezclado con el desprecio. Pocas veces he sentido tamaño desprecio por un conjunto humano, por una ciudad. Por eso que constituye el ritmo de una ciudad”.
Además, ese mismo año publicó Extracción de la piedra de locura por Sudamericana, y antes de regresar a Buenos Aires pasó por París, donde contó que encontró una “americanización” que dice que le dolió y donde, reconstruyen Venti y Piña, no pudo desarrollar la vida bohemia que buscaba.
En Buenos Aires y en la revista Sur, donde hacía reseñas literarias y traducciones, se consolida su amistad con Silvina Ocampo. De esa época también es la terapia que emprendió diseñada por el psiquiatra Pichon-Rivière.
Sus intentos de suicidio o la internación en el Hospital Pirovano son parte de esas batallas que dio a lo largo de su vida, la que decidió terminar la madrugada del 25 de septiembre de 1972 luego de ingerir cincuenta pastillas de secobarbital en su departamento de la calle Montevideo.
Desde su muerte, muchos la escribieron, la analizaron y la leyeron dando lugar a ese mito del que hablan las biógrafas en este libro.
“Está mitificada la figura de Alejandra como una poeta maldita que sin duda fue, se da la unión entre escritura y vida, y además ese suicidio lleva a mitificar la figura porque se subraya la concepción del absoluto de la literatura que se articula con la vida. Ese mito Pizarnik se fue agrandando con los años y hay muchísima gente que no la ha leído y conoce nada más que lo que se dice de la leyenda de Alejandra: la de la poeta que se suicida entregada totalmente a su escritura”, afirma Piña.
La coautora de esta biografía también publicó Límites, diálogos, confrontaciones: leer a Alejandra Pizarnik y Mujeres que escriben sobre mujeres (que escriben), y al recordar la llegada al mundo Pizarnik cuenta que fue en su adolescencia: “Me dejó tocada y movilizada, me encontré con un universo totalmente deslumbrante, leí todo lo que pude conseguir en ese momento y fue decisivo, ya había comenzado a escribir a los 17 años, pero marcó mi inclinación por la escritura y mi opción por la poesía”, repasa.
En ese sentido reconoce que todos los que pasan por su lectura y son escritores tienen que tratar de no imitarla, porque uno queda pegado a su influencia y genera algo impostado. “Por esa fusión que hay en ella entre escritura y vida, uno no puede seguir su escritura sin inventarse una vida similar a la suya. Desde ese punto de vista, me impactó tanto que he seguido trabajando con su obra a la que considero inagotable, en cada lectura le vas encontrando algo nuevo”, plantea Piña como invitación a volver a leerla.
Fuente: Télam
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