Slavoj Žižek: el sueño de Martin Luther King, la hipocresía de Obama y el “estancamiento” de la política estadounidense

Infobae Cultura publica en exclusiva “La audacia de la retórica”, texto que forma parte del libro del filósofo esloveno que acaba de editar Ediciones Godot, con traducción de Marcelo Alonso, titulado “Chocolate sin grasa”

"Chocolate sin grasa" (Ediciones Godot) de Slavoj Žižek

(In These Times, 2 de septiembre de 2008)

En enero, cuando Estados Unidos recordaba la trágica muerte del reverendo Martin Luther King Jr., un profesor de historia urbana de la Universidad de Buffalo llamado Henry Louis Taylor Jr. comentó con amargura: “Lo único que sabemos es que este tipo tenía un sueño. No sabemos cuál era ese sueño”.

Taylor se refería a una borradura de la memoria histórica después de la marcha de King en Washington en 1963, después de haber sido aclamado como “el líder moral de nuestra nación”.

En los años que precedieron a su muerte, King cambió su enfoque hacia la pobreza y el militarismo porque pensaba que el abordaje de estas cuestiones —y no solo la hermandad racial— era crucial para que se alcanzara la igualdad. Y pagó el precio por este cambio, convirtiéndose poco a poco en un paria.

El riesgo para el senador Barack Obama es que está haciéndose a sí mismo lo que la censura histórica posterior le hizo a King: está eliminando de su programa cualquier tema polémico para asegurar su elegibilidad.

En un famoso diálogo de la sátira religiosa de Monty Python, La vida de Brian, que transcurre en Palestina en la época de Cristo, el líder de una organización revolucionaria de la resistencia judía argumenta apasionadamente que los romanos solo trajeron miseria a los judíos. Cuando sus seguidores señalan que aun así introdujeron la educación, construyeron caminos, acueductos para irrigación, etc., el líder remata triunfalmente: “Muy bien, pero además del saneamiento, la educación, el vino, el orden público, la irrigación, los caminos, el sistema de agua potable y la salud pública, ¿qué hicieron los romanos por nosotros?”.

¿No siguen la misma línea las últimas declaraciones de Obama? “Yo represento una ruptura radical con la administración Bush”. O: “Sí, claro, me comprometo a apoyar a Israel de manera incondicional, a mantener el boicot a Cuba, a garantizar inmunidad a las corporaciones de telecomunicaciones que infrinjan la ley, ¡pero sigo representando una ruptura radical con la administración Bush!”.

Cuando Obama habla sobre la “audacia de tener esperanza”, sobre “un cambio en el que podemos creer”, está utilizando una retórica del cambio que carece de contenido específico: ¿tener esperanza de qué? ¿Cambiar qué?

No deberíamos culpar a Obama por su hipocresía. Dada la situación compleja de Estados Unidos en el mundo actual, ¿hasta dónde puede llegar un nuevo presidente para imponer un cambio real sin desencadenar una crisis económica o una reacción política adversa?

Y, sin embargo, una visión tan pesimista como esta se queda corta. Nuestra situación global no es solo una dura realidad, sino que también está definida por contornos ideológicos. En otras palabras, está definida por lo que se puede decir y lo que no se puede decir, o lo que es visible e invisible.

Slavoj Žižek (Ilustración: Juan Pablo Martinez Spezza)

Hace más de una década, cuando el diario israelí Ha’aretz le preguntó al entonces líder del Partido Laborista Ehud Barak qué habría hecho si hubiera nacido en Palestina, Barak respondió: “Me habría unido a una organización terrorista”.

Esta afirmación no tenía nada que ver con avalar el terrorismo y todo que ver con abrir un espacio de diálogo real con los palestinos.

Lo mismo ocurrió cuando el presidente soviético Mikhail Gorbachev lanzó los eslóganes de glasnost [apertura] y perestroika [reforma]. No importaba si Gorbachev “hablaba en serio”. Las propias palabras desataron una avalancha que cambió al mundo.

Y, hoy en día, incluso quienes se oponen a la tortura la legitiman al aceptarla como una cuestión que vale la pena discutir públicamente: un inmenso retroceso desde los Juicios de Núremberg posteriores a la Segunda Guerra Mundial y la subsiguiente Convención de Ginebra.

Las palabras no son nunca “solo palabras”. Importan porque definen los contornos de lo que podemos hacer.

En este sentido, Obama ya demostró su extraordinaria habilidad para cambiar los límites de lo que se puede decir públicamente. Su mayor logro hasta la fecha es haber introducido en el discurso público, de manera refinada y no provocativa, temas de los que antes no se podía hablar: la continua importancia de la raza en la política, el rol positivo de los ateos en la vida pública, la necesidad de hablar con “enemigos” como Irán.

Y es un gran logro que cambia las coordenadas de todo el campo. Incluso la administración Bush, después de haber criticado a Obama por esta propuesta, ahora está hablando directamente con Irán.

Si la política estadounidense quiere salir del estancamiento actual, necesita palabras nuevas que cambien la manera de pensar y actuar.

Incluso si lo medimos según los bajos estándares de la sabiduría popular, el viejo dicho “¡No hables, haz algo!” es una de las frases más estúpidas que podamos decir.

En los últimos tiempos estuvimos haciendo demasiado: interviniendo en países extranjeros y destruyendo el medio ambiente.

Quizás sea hora de apartarse, pensar y decir lo correcto.

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