La nueva novela de Philippe Sands, Ruta de escape, es:
1) Una historia de amor entre una joven austríaca adinerada y un abogado ambicioso reconvertido en SS;
2) Un thriller sobre un nazi criminal de guerra intenta escapar de Europa con la ayuda del Vaticano, bajo la mirada asombrosamente complaciente de los aliados vencedores;
3) Una exposición de secretos familiares sobre amantes, hijos abandonados, espías y, en general, verdades incómodas sobre lo que algunas personas hicieron durante la Segunda Guerra Mundial;
4) Una novela psicológica sobre las increíbles construcciones mentales de un hombre para no aceptar que su padre fue un asesino de masas.
5) Un relato histórico sobre la barbarie nazi, con especial foco en la expulsión de 68.000 judíos de Cracovia, el encierro de otros 15.000 en el Gueto de Varsovia y la muerte de casi todos, además otros 100.000 masacrados en Galiztia.
Si esas fueran las opciones del multiple choice, no habría modo de completarlo correctamente: el libro es todo eso y, además, una inmersión en el proceso mismo de la búsqueda de los datos, una aventura entre detectivesca, periodística, legal y azarosa, que lleva a caminos sin salida y a hallazgos sorprendentes sobre la política internacional.
Sands se topó con esta historia, la del nazi Otto von Wächter, gobernador de los territorios ocupados por los nazis en Polonia y una zona que hoy es Ucrania, cuando investigaba para su primer libro, Calle Este-Oeste, traducido a 26 idiomas para más de 400.000 lectores. Hace unos 10 años viajó a Lviv, hoy Ucrania, a hablar de derecho internacional —su especialidad como abogado— y encontrar la casa donde había nacido su abuelo, Leon Buchholz. El padre de su madre, uno de los dos únicos sobrevivientes de una familia de 80 personas masacradas por los nazis, está en el corazón del libro.
En Lviv, Sands descubrió otra cosa: que los dos juristas que habían definido los conceptos de “delito de lesa humanidad” y “genocidio” en 1945, a los efectos de los juicios de Nuremberg, también eran de esa ciudad. Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin habían escapado, como Leon, al exterminio de judíos en la región de Galitzia que habían ordenado Hans Franz, gobernador general de Polonia, y su delegado local, von Wächter.
Una de sus fuentes fue el hijo del gobernador general, Niklas Frank. En su libro Der Vater, Niklas había reconocido las acciones de su su padre, condenado a muerte en Nuremberg y ahorcado. “Me dijo: ‘Si tu abuelo era de Lemberg, tienes que conocer a mi amigo Horst’”, recordó Sands en diálogo con Infobae Cultura. “Él me presentó a Horst, que me dejó fascinado”.
Horst es una persona singular. No es antisemita, no niega la Shoah, y sin embargo no reconoce a su padre como un criminal de guerra. Cuando Sands le presentó evidencias, como la acusación formal de los aliados, por la muerte de 100.000 personas, argumentó que seguramente se basaba en informes de polacos a sueldo del Kremlin. Cuando le mostró una carta en la que su padre escribió a su madre “Mañana tengo que hacer ejecutar a otros 50 polacos”, se perdió en un razonamiento bizantino:
—Bueno, sí, Philippe, claro —empezó.
—¡¿Cómo que claro?! —por única vez en 10 años de relación, Sands perdió un poco la paciencia con Horst.
—El documento dice “Mañana tengo que”. Énfasis en el deber. Él no decidió matarlos. Fue algún juez de la Gestapo.
“No dice ‘Estoy muy entusiasmado por tener que matar a 50 polacos mañana’”, ironizó Sands, al recordarlo. “Encuentra el modo de justificar cualquier cosa. Es una herramienta de supervivencia. Horst me cae bien realmente; es una persona decente. Creo que él es una figura penosa, pero no una mala persona”.
También es alguien muy generoso, subrayó. En su cruzada por reivindicar la imagen de su padre, Horst puso en manos de Sands todos los documentos que tenía. Que resultaron una fuente extraordinaria, aunque no contenían siquiera una palabra que pudiera mejorar la imagen de Wächter.
A la casa de Sands en Londres llegó, en sobre mal cerrado con cinta adhesiva, un pendrive. Lo conectó y abrió las carpetas. Contó en Ruta de escape:
La memoria contenía casi 13 gigabytes de imágenes digitales, 8.677 páginas de cartas, postales, diarios, fotografías, recortes de noticias y documentos oficiales. Estaban más o menos organizados en carpetas ordenadas por tipo de contenido y en un orden vagamente cronológico.
Así comenzó una investigación que, por consejo de su editora estadounidense, se incorporó al libro como una metapesquisa, en la cual quien lee va desenmarañando el pasado junto con Sands. “No compartas con la gente sólo lo que has descubierto: explícales cómo lo descubriste”, recordó que ella le dijo.
“Escribir un libro es como abrir una serie de puertas”, comparó, a continuación. “Uno ingresa a un espacio donde hay más puertas, y uno las va siguiendo. Y entonces uno retrocede y trata de comprender cómo se relacionan. Eso se ha convertido en una manera de escribir para mí. Implica que en ocasiones se siguen caminos que no llevan a ninguna parte. Te metes en honduras y no hay nada. Pero creo que a la gente le gusta esto. Y creo que la razón es que la vida es así”.
Cuando los aliados protegieron a los nazis
Con esa actitud reconstruyó la historia de amor entre Charlotte y Otto —”yo fui una nazi muy feliz”, se definió ella misma— y la huida de Wächter desde la derrota del tercer Reich hasta su muerte en 1949, en circunstancias extrañas, en Roma mientras esperaba un “embarco libre” de los diplomáticos argentinos en Italia para escapar a América del Sur como otros nazis, en lo que se llamó la Ratline, o línea de ratas. Luego de sobrevivir en los Alpes gracias a la ayuda de su esposa y las habilidades de otro nazi fugitivo, Wächter se contactó en Italia con “un caballero religioso”, según le escribió a Charlotte.
—¿Conocía usted la conexión del Vaticano en el escape de los nazis?
—Muy poco —reconoció Sands a Infobae—. Había visto algunas películas, como Marathon Man; conocía las historias de [Adolf] Eichmann, [Erich] Priebke y otros nazis. Pero nunca había investigado. Y usé una maravillosa investigación de Argentina, La auténtica Odessa, de Uki Goñi. Tenía el dato del “caballero religioso” pero no su nombre; lo identifiqué como el obispo Alois Hudal.
La relación de Hudal con Wächter fue tan intensa que lo acompañó en su último aliento; al investigarlo, Sands encontró que esa importante figura del papado de Pío XII cobraba mensualmente en dólares (algo muy importante en Roma tras la derrota del eje) por colaborar con la inteligencia estadounidense, por entonces concentrada en la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS, antecesora de la CIA) y el Cuerpo de Contrainteligencia del ejército estadounidense (CIC).
Entre los materiales que halló, algunos hablaban del Proyecto Los Angeles, una red de inteligencia para impedir que la frágil Italia se convirtiera en la plataforma del comunismo en Occidente. Los documentos parecían indicar que Hudal era espía estadounidense pero que también lo era Karl Hass, quien había enviado un millar de italianos judíos a Auschwitz y había participado de la masacre de las Fosas Ardeatinas con Priebke.
Tenía que ser un error. Los aliados no podían apañar a criminales de guerra.
Sands consultó entonces al historiador Norman Goda, el gran experto estadounidense en el apoyo de su país a los nazis luego de 1945. “De pronto estábamos hablando de que los estadounidenses sabían, trabajaban con los fascistas, con los nazis y con el Vaticano... Fue muy útil para mí encontrar a un académico sin agenda política, porque mi objetivo era dar con los hechos y contar una historia”. Goda, además, conocía bien los archivos de OSS/CIA y CIC, y logró obtener datos escalofriantes.
”Los estadounidenses reclutaron a Hudal y al vocero del Papa...”, resumió Sands. “¿No es increíble que el cardenal fuera espía y trabajara junto con los nazis y los fascistas italianos?”.
La revelación lo conmocionó: “Sabíamos que los estadounidenses y los británicos reclutaban a científicos. Ok, los científicos no son políticos, se dedican a su ciencia. Pero no sabíamos que reclutaban a asesinos de masas. Karl Haas: un asesino de masas, el colega de Priebke, ¡trabajaba para los estadounidenses! Fue el espía principal de los estadounidenses en Roma durante cuatro años. Todavía, hablar de esto me resulta increíble”.
Avanzar en la investigación lo llevó a conclusiones más plomizas: “Creo que la Ratline fue una construcción americana: fue un sistema de reclutamiento. Sabían todo sobre ella y la usaron para reclutar anticomunistas”.
La ecuación buscaba hallar el mal menor: algunos nazis escaparían a la Justicia —lo que equivale a decir que millones de personas quedarían sin acceso siquiera a la Justicia— pero, derrotado el fascismo, Occidente derrotaría al comunismo aun si para eso necesitara una pequeña ayuda de sus ex enemigos nazis. “Es problemático”, analizó Sands con Infobae: “En busca de aliados en el mundo, se hacen acuerdos con gente terrible”. Agregó:
Veamos lo que nos acaba de suceder con la presidencia de Donald Trump. En Gran Bretaña la mayor parte de la gente pensaba que Trump era un pobre tipo. Pero era el presidente de los Estados Unidos. Y es nuestro aliado, nuestro amigo. Así que lo invitaron a Londres, vino a ver a la reina, y tuvimos que tolerar a este hombre que yo creo que es, básicamente, un semifascista. Es curioso como todo se repite.
La más hermosa historia de amor nazi
Dado que es un hombre sobre el que pesa la responsabilidad de más de 100.000 muertes y la creación del gueto de Cracovia, que vivió cuatro años escapando a 3.000 metros de altura sin un refugio o una comida seguros y que murió por una afección dudosa cuando estaba a punto de embarcar hacia la seguridad del gobierno de Juan Domingo Perón en Argentina, se diría que Otto es el personaje principal del libro de Sands. Sin embargo, “la figura más importante para mí en Ruta de escape es Charlotte”, dijo el autor, y quienes lean la novela de no ficción probablemente acuerden.
“Creo que por primera vez se entiende el papel de la esposa en ese período”, agregó.
“Con frecuencia es el hombre —eso está cambiando, felizmente, ahora— quien llega después de trabajar y le cuenta a la esposa o la novia ‘hoy hice esto’, y la esposa o la novia escucha, y habla, y tiene ideas”, continuó. “Asombrosamente, con el material que Horst me dio tan generosamente tenemos los diarios de ella y los diálogos con él. Sabemos, por ejemplo, que en un momento crucial, el 15 de marzo de 1938, luego de estar en un balcón con Hitler, al bajar las escaleras de mármol Otto le dice a Charlotte ‘Puedo elegir, puedo volver a la práctica legal y ganar mucho dinero o podría ingresar al gobierno. ¿Qué debería hacer, querida?’. Y ella le dice: ‘Ingresa al gobierno”.
La escena se completa en el libro: ”Con ese beneplácito, él la besó en la mano: un pacto perfecto”.
Wächter deseaba exactamente eso, subrayó Sands, pero si ella hubiera puesto reparos acaso la decisión hubiera sido otra. “Ella quería el poder, ella quería las obras de arte, ella quería estar con Hitler, ella quería los bailes, las casas, los Mercedes-Benz. Y es muy honesta al respecto”, agregó el escritor. “¿Cuántos hombres en el poder contaron con la complicidad o el apoyo de sus cónyuges?”, se preguntó, sobre el nazismo pero, también, sobre otras circunstancias históricas ominosas.
Al mismo tiempo, la complejidad del asunto lo atrapó. “¿Cómo puede una mujer amar tanto a un hombre? Charlotte pasó tres años yendo cada dos semanas a las montañas, escalando para llevarle alimentos, calzado, periódicos. Ella es espantosa, sus ideas políticas son espantosas pero es una historia de amor. Y en el plano humano entendemos lo que hace el amor, que nos ciega”.
¿De qué hablamos cuando hablamos de complicidad?
—¿Fue Charlotte cómplice de su esposo?
—Bastante. Ella le facilitó que hiciera lo que hizo. Ella lo alentó, ella lo apoyó; cuando él llegaba a la casa ella le decía “Querido mío, estás haciendo algo maravilloso”. Y una de las cosas más tristes y terribles es que en mi investigación revisamos cada una de las palabras, cada línea, cada página de los documentos, y no surgió siquiera una palabra de arrepentimiento por nada de lo que pasó. Ella sabía todo lo que estaba sucediendo: las masacres y la participación de su esposo. Y no hizo nada. En ningún momento dijo “¿Sabes qué, mi amor? Quizá esto se pasa un poco”.
Pero Charlotte nunca fue cómplice en un sentido penal. Vivió en paz hasta su muerte y compartió con sus seis hijos —sobre todo con Horst— la idea de que el hombre decente que era su esposo terminó embrollado por la política y los tiempos en acciones deplorables cuya responsabilidad recaía en otros. “Nunca la imputaron”, analizó Sands. “Pero es cómplice en un sentido más general, en un sentido familiar y político. Ella es una participante dispuesta e informada sobre lo que pasa”.
Eso es algo muy distinto de la responsabilidad colectiva, distinguió como experto en derecho global. De hecho, dijo, casi deletreando: “Me opongo firmemente a la idea de responsabilidad colectiva. Me perturba”.
Comienza en la familia, puso como ejemplo: Horst no tiene responsabilidad por lo que hizo su padre. Y agregó: “O su madre”. Horst es responsable de tratar los hechos con honestidad (algo que no ha logrado hasta la fecha) pero no es responsable de lo que hicieron sus padres, como el resto de la familia no es responsable por lo que hicieron sus padres, como el resto de la comunidad no es responsable por lo que hicieron el resto de los padres.
“Me ocupé más de los asuntos de la identidad individual y colectiva en Calle Este-Oeste, con los conceptos de crímenes contra la humanidad y genocidio”, recordó: “Lauterpacht favorece la protección del individuo y Lemkin favorece la protección del grupo. Esta pregunta sobre la relación entre el individuo y el grupo es muy importante y muy compleja. Todos tenemos un sentido de identidad nacional, identidad religiosa, identidad social, nos gusta nuestro equipo de fútbol... Y es comprensible. Pero también es problemático. Me incomoda mucho atribuir responsabilidad a un país más que a determinados individuos”.
El vecino, John le Carré
Su práctica del derecho se filtra en los libros de Sands: la búsqueda del perpetrador individual, el examen minucioso de la prueba, la articulación de un relato que no deja huecos. Y la manera en que escribe, que se vincula a su relación con los lectores, según explicó. “Constantemente trato de imaginar cómo lee el material una persona común e inteligente. Creo que esto viene de mi profesión de abogado”.
—¿Por qué?
—Porque en los tribunales se tiene una relación con el juez. Uno se pone de pie, argumenta, habla y el juez escucha sus palabras, y uno trata de ayudar a que el juez comprenda, sin decirle al juez lo que tiene que pensar. Por eso creo que todo se centra en la inteligencia del lector. Y los lectores son inteligentes.
Solía hablar de estas cosas con su vecino David Cornwell, más conocido por su nombre artístico, John le Carré. En Ruta de escape Le Carré aparece como un asesor que analiza los elementos de thriller de la historia, y la posibilidad de que la muerte de Wächter en la Roma de 1949 —donde Cornwell estuvo destinado como soldado— no hubiera sido un fallo hepático por una leptospirosis sino un asesinato.
También conversaban sobre la escritura: “Aprendí que uno pone pequeñas pistas en los capítulos, fragmentos de información, y el lector se pregunta por qué está eso ahí, piensa que está ahí por algún motivo. Y hete aquí que 194 páginas más adelante aquel pequeño hecho de pronto se vuelve relevante. David me enseñó esto: era su técnica. Me dijo: ‘Los lectores son muy inteligentes y se esfuerzan y ven cosas que tú no ves. Debes tratarlos con respeto y hacerles sentir que llegan a las respuestas antes que tú”'.
La historia de los 50 polacos
Excepto a una, en el caso de Wächter. Una respuesta que parece no existir. La pregunta es antigua: ¿cómo puede alguien ordenar una masacre y a continuación comer con su familia, salir a pasear en el fin de semana, jugar al tenis?
“Esa es la pregunta”, siguió Sands. “Y pasó en todas partes. Cuando los británicos tenían colonias, hicieron lo mismo; en Chile luego del 11 de septiembre de 1973 sucedió lo mismo, en Argentina. Vas a la oficina, haces tu trabajo, matas a 50 polacos; luego vas a una comida, vas a la ópera...”
Es muy difícil de entender, agregó, y a la vez es universal. “Mi perspectiva no proviene solo de mi investigación en este caso sino de los casos de masacres en el mundo en los que trabajé como abogado: puedes participar en la matanza de personas porque no tratas con seres humanos como tú”, analizó.
Sands dio como ejemplo aquella matanza de 50 polacos, que sucedió el 18 de diciembre de 1939 en la localidad de Bochnia, de la cual hay dos fotos hacia el final de Ruta de escape: en una se ve a los detenidos en fila, algunos con las manos en la cabeza, algunos llorando, uno desplomado sobre la nieve; la siguiente es el momento exacto del fusilamiento.
“La foto de esos muchachos en fila: es terrible”, dijo. “Es una foto inolvidable. Son niños: tienen quince, dieciséis años. No han hecho nada. Entonces, ¿cómo hace Wächter, este hombre culto, inteligente, educado, un abogado, para hacer algo así? ¿Cómo puede alguien hacer algo así? Esa es la gran pregunta. En el material de los diarios se ve que no consideraban que fueran seres humanos de la misma manera en que ellos lo eran”.
Hay una tercera foto. Muestra a los nazis que asistieron a la masacre de Bochnia. Elegantísimo con el abrigo negro de las SS que le encantaba a Charlotte, “Otto estaba en el centro del grupo: un líder sin el menor indicio de emoción, los brazos en actitud despreocupada, los pies separados y la expresión resuelta; la viva imagen de la autoridad”, escribió Sands.
Horst contra los monstruos de la razón
A lo largo del libro la figura de Horst se vuelve cada vez más exasperante; su alejamiento de la realidad para seguir sosteniendo su construcción de su padre como un hombre decente, cada vez más intenso.
En la década de relación que ya lleva con Sands, el hijo de Wächter participó en un documental para la BBC, Mi herencia nazi: lo que hicieron nuestros padres, que dirigió David Evans. Allí exploró, junto con Niklas Frank, cómo había afectado sus vidas el hecho de descender de nazis prominentes. Sus experiencias no podían ser más diferentes: “Estoy en contra de la pena de muerte, excepto en el caso de mi padre”, dijo Niklas. “Papá quería hacer algo bueno, quería que las cosas progresaran, quería encontrar una solución a los problemas de la Primera Guerra Mundial”, dijo Horst.
“Durante la película pasaron cosas por las cuales ya Niklas y Horst casi no se hablan”, contó Sands. Hace poco en el periódico Die Zeit le hicieron una entrevista a Niklas y una de las preguntas que le hicieron es si había perdido alguna amistad por su investigación sobre estos temas. ‘Sí, Horst Wächter. Por su amor a su padre’, respondió”.
Para Sands los intercambios con Horst no son difíciles, aunque los describió como “una suerte de experiencia extracorpórea: yo estoy aquí, Horst está allí, estamos hablando, él me está diciendo estas cosas a mí, que soy el nieto de mi abuelo, pero que estoy aquí de pie y escucho lo que dice, y luego está el yo que es abogado, que se ha psicoanalizado, que es un profesor universitario: que mantiene la distancia”. Su capacidad de emplear esa distancia al narrar tiene una ventaja extra: abre un espacio para que el lector despliegue sus sentimientos.
No obstante, hay un momento en la película —a él no le gusta— en que se enoja con Horst y levanta la voz. Muy poco comparado con lo que Horst ha hecho tras la salida de Ruta de escape.
El libro termina con un comentario realista de su hija, Magdalena, sobre lo que hizo el abuelo Otto. Días después de leerlo, Horst la desheredó.
Horst vive en un castillo destartalado, donde junto con un sobrino renta una habitación a “entendidos en mitología antigua”. En el cuarto de baño los visitantes pueden encontrar un viejo anuncio metálico del jabón Persil, y si bien Horst ha devuelto obras de arte y objetos robados por sus padres, no parece haber reparado en el significado de esa decoración: los nazis en la Roma de posguerra buscaban el Persilschein, o Certificado Persil, como se llamaba popularmente a la limpieza de sus antecedentes.
El próximo nazi: el pinochetista Walter Rauff
Mientras investiga para la última parte de la trilogía que sin saberlo comenzó con Calle Este-Oeste, Sands trabaja en la definición legal de ecocidio y prepara el lanzamiento en 2022 de The Last Colony (La última colonia), un libro breve sobre Chagos. “Son las Malvinas africanas para los británicos”, comparó. “Es la historia de la última colonia de Gran Bretaña en África. Fui el abogado del país africano que recuperó la colonia en el Tribunal Internacional de Justicia. Y el país que nos ayudó mucho, por razones obvias, fue Argentina”.
El cierre de la trilogía lo llevará a investigar en Argentina y Chile, donde viajará antes de fin de año para buscar información sobre Walter Rauff, un agente de inteligencia de las SS que —entre otras cosas— creó las cámaras de gas móviles, camiones en los cuales se asesinó a unas 100.000 personas bajo su supervisión directa. Rauff le escribió una carta a Wächter cuando, ya escapado a Siria, su primera escala fuera de Europa, descubrió que un nazi de tanta jerarquía había heredado su cama en un monasterio en Vigna Pia, Roma, bajo la protección de Hudal.
En la carta, Rauff aconsejó a Wächter, el “querido camarada Reinhardt“, sobre la vida de prófugo en Roma. “Otto debía aceptar su situación, mantener una ‘inquebrantable firmeza’, aceptar cualquier trabajo que encontrara y no perder el tiempo enfrascándose en los recuerdos del pasado”, lo citó Sands.
Se cree que en Siria trabajó como espía para el ejército y para el MI6 del Reino Unido; luego viajó al Líbano y regresó a Roma para embarcarse hacia América del Sur. En 1949 llegó a la Argentina y se quedó hasta el golpe de Estado de 1955 contra Perón, cuando se trasladó a Ecuador con un empleo en Mercedes-Benz. Allí conoció a Pinochet. En 1958 se instaló en Chile, donde Alemania Occidental lo ubicó y solicitó su extradición; la Corte Suprema, sin embargo, la negó, y aun durante el gobierno socialista de Salvador Allende, Rauff siguió libre en Chile.
A partir del golpe de Estado de Pinochet, se dijo mucho, sin comprobación, sobre la colaboración de Rauff: que estuvo en la Dirección de Inteligencia Nacional (la DINA, la policía secreta), en el Ministerio del Interior y en los centros de detención en Punta Arenas, el Estadio Nacional, Río Chico y Colonia Dignidad. Sands quiere establecer “qué hizo Rauff exactamente en relación a Chile y la Operación Cóndor”, contó. “Me siento un poco escéptico sobre algunas de las afirmaciones sobre él en muchas historias de periódicos y tengo curiosidad por conocer más sobre las pruebas reales”.
Que un nazi fugitivo haya sido torturador de Pinochet no sería un shock; sin embargo, entre el rumor y la prueba hay una distancia enorme. Bien podría ser una fábula. “Quién sabe. Llevo la mente abierta”, agregó, sobre su viaje de investigación inminente. “No me importa lo que halle, sólo quiero averiguar qué pasó realmente”. La investigación ya comenzó a dar sorpresas: descubrió el asesinato de un familiar de su esposa en Santiago en 1974.
El libro, que espera que esté listo en 2024, contará también la historia del juicio de Pinochet, arrestado en Londres el 16 de octubre de 1998 por crímenes contra la humanidad y genocidio. “Así que eso nos lleva exactamente al punto de inicio de Calle Este-Oeste”, comentó Sands. Pero la conexión es más profunda: él participó como abogado en la acusación de Pinochet.
SEGUIR LEYENDO: