Muchos de los clásicos que irán apareciendo en esta columna están asociados a una persona en particular; mi profesora de literatura norteamericana de la U.N.L.P., Ana Monner Sans. Una de las cosas de las que más me arrepiento es de no haber grabado nunca sus clases. Conservo los apuntes y los parciales de las dos veces que cursé la materia y los apuntes de una tercera vez que asistí como oyente, pero su tono de voz, la cadencia, los silencios que precedían a las respuestas que nos daba, pensadas, reflexionadas y esa sensación de estar fuera del mundo dentro de un aula que era el universo; eso, digo, no lo registré. No sé si hubiera servido, pero hoy quisiera volver a escucharla. En mi locura por seguirla también asistí a las clases que dictaba en español en letras. En particular recuerdo una tarde en la que se enojó con un alumno que le discutía el tono de El gran Gatsby de Fitzgerald y en medio de la conversación soltó, así de manera impune, que él no había leído el texto, que solo había visto la versión cinematográfica.
Ana dejaba cada diciembre en el departamento de letras y lenguas modernas la lista del material que tenías que llevar leído a sus clases del año siguiente. Al final del cartel rezaba una frase, siempre la misma cada año, que aclaraba que si no habías podido leer te esperaba en otro momento, en otro año. Era prácticamente la única condición para asistir a cuatro horas magistrales cada martes por la tarde cuando llegaba de Buenos Aires con su bolsa de libros a abrirnos la cabeza para siempre. Solo te pedía que llevaras la bibliografía leída. El pobre chico, pobres sus alumnos que lo iban a tolerar hablando de libros que no había leído, se levantó de la clase y se fue sin que Ana dijera una sola palabra. Muchas anécdotas, decía, irán apareciendo en esta columna ya que Ana Monner Sans me enseñó, antes que nada, con el ejemplo, pero sobre todo por la dedicación, la escucha y la guía, a leer literatura.
Un año llegó el momento de hablar de William Faulkner. En la “listita” de diciembre de ese año habían aparecido El sonido y la furia, Absalom, Absalom y Mientras agonizo. Confieso que leí las tres novelas ese verano y no entendí nada. No podía contar de qué se trataban y para mí, hasta llegar a Ana, eso era haber leído. Absalom, Absalom por ejemplo, para contarla de alguna manera, es la historia del ascenso y caída de una familia en sus plantaciones en el Sur. Así de simple. Pero, no. Son más de 400 páginas de un fluir de palabras e ideas, imágenes y monólogos que te dejan sin aliento. No hay casi puntos, ni comas, ni nada de nada que indique donde termina una idea y comienza otra. No podes subrayar ni poner post it, ni marcar. Solo tenes que seguir el fluir de la historia hasta el final y solamente de esa manera podés lograr captar algo del universo que Faulkner desarrolló en su inventado condado de Yoknapatawpha (¿cómo se pronunciaba eso?). Es en esta novela que aparece por primera vez el mapa de este lugar inventado que cuenta, como dice el propio Faulkner con un “Área 2,400 millas cuadradas. Población, blancos 6.298; Negros, 9.313. William Faulkner, único propietario”. Vendrán luego otras versiones de este condado en lugares como Comala, Macondo, Santa María o el Santa Fe de Saer, entre otros tantos.
Faulkner se inventa un espacio ficticio para hablar de la realidad que lo rodea. La geografía de su condado es el universo de la escritura que está anclada en los fantasmas de pueblos inexistentes que habilitan el descarnado relato realista. Faulkner inventa un condado, un mundo, un estilo, y rompe todos los moldes de la literatura para siempre. Tiene una técnica narrativa que desconcierta a la vez que atrapa. Imágenes desbordantes de ideas, emociones, estados de ánimo y denuncia social. Faulkner no sale nunca de su casa en Oxford y escribe para que todo el planeta entienda la angustia existencial que reinaba en los inicios del siglo XX. Pero antes de Oxford, antes de Yoknapatawpha, escribe su primera novela, La paga de un soldado, en New Orleans, en el año 1926. Y allí mapea por primera vez, no el estilo ni el tono pero sí los temas y las ideas que ocuparán toda su escritura: el sentido de alienación en este caso experimentado por los soldados que regresan de la Primera Guerra Mundial a un mundo civil del que ellos ya no formaban parte. Esta idea de alienación la llevará a todas sus obras porque es la esencia de la época: todo aquello que existía ya no es, ni lo bueno ni lo malo. “Todo se desmorona” había escrito el poeta irlandés William Butler Yeats en 1920 cuando en su poema La segunda venida capta el espíritu que atravesará la obra de Faulkner:
Dando vueltas y vueltas en la espiral creciente
no puede ya el halcón oír al halconero;
todo se desmorona; el centro cede;
a anarquía se abate sobre el mundo,
se suelta la marea de la sangre, y por doquier
se anega el ritual de la inocencia;
los mejores no tienen convicción, y los peores
rebosan de febril intensidad.
trad. de Rivero Taravillo
Todo esto y mucho más me dio Faulkner a través de Ana que el primer día no habló de las novelas, sino que leyó para nosotros Una rosa para Emily y nos enamoró y habló durante tres horas del gótico sureño sin salir de ese cuento perfecto de Faulkner. Luego, una por una, caminamos las novelas que habíamos leído y que claramente no habíamos leído. Horas y horas de detenernos en extractos (que casi nunca eran párrafos en el sentido estricto) y disfrutar sin más de la música de las palabras, del río místico y misterioso del condado inexistente, sintiendo como íbamos caminando a la par de personajes díscolos que luchan, viven y mueren en la angustia de no encontrarse porque ya no se oyen, porque la anarquía no da paso todavía a un nuevo orden, porque las convicciones no se sostienen y mientras morimos escuchamos como fantasmas a los que nos rodean y nos hundimos en la carreta que nos arrastra como aquél pescador de Horacio Quiroga de A la deriva, flotando sin rumbo por un río que se lo devora. Porque para Faulkner la vida era, en muchos sentidos:“… no más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a ser oído: es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significa”. Ya lo había dicho Shakespeare en Macbeth y los idiotas que narran las historias de Faulkner se pavonean en el escenario llenos de ruidos y furias.
Todo esto lo sé ahora, que soy grande y que escuché muchos años a Ana Moner Sans hablando de Faulkner.
Y por eso le agradezco.
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