Tomaremos aquí la palabra partido con la significación que tiene en el continente europeo. La misma palabra en los países anglosajones designa una realidad totalmente distinta. Tiene su raíz en la tradición inglesa y no puede transponerse. Un siglo y medio de experiencia lo demuestra bien. Los partidos políticos anglosajones tienen algo de juego, de deporte, que solo puede darse en una institución de origen aristocrático; todo es serio en una institución que, en su comienzo, es plebeya.
La idea de partido no entraba en la concepción política francesa de 1789, solo era un mal a evitar. Pero existió el Club de los Jacobinos. Al principio solo era un lugar donde hablar con libertad. No fue ningún mecanismo fatal el que lo transformó. Únicamente la presión de la guerra y la guillotina lo convirtieron en un partido totalitario.
Las luchas de las facciones bajo el Terror estuvieron gobernadas por ese pensamiento que Tomski formuló perfectamente: “Un partido en el poder; los demás, en la cárcel”. Por ello, en Europa, el totalitarismo es el pecado original de los partidos.
Los partidos políticos se establecieron en la vida pública de Europa debido a la herencia del Terror, por una parte, y a la influencia del ejemplo inglés, por otra. Pero el hecho de que existan no es de ningún modo motivo suficiente para conservarlos. Solo el bien es motivo legítimo de conservación. El mal de los partidos políticos salta a la vista. El problema que hay que examinar es si hay en ellos un bien que supere al mal y vuelva más deseable su existencia. Pero sería mucho más pertinente preguntarse: ¿tienen algo de bien aunque sea infinitesimal? ¿No son el mal en estado puro o casi puro?
Si son malos, es seguro que, de hecho y en la práctica, solo pueden producir mal. Es un artículo de fe. “Un árbol bueno no da frutos malos, ni un árbol malo da frutos buenos”. Pero, antes, es preciso que reconozcamos cuál es el criterio del bien. Y este solo puede ser la verdad, la justicia y, en segundo lugar, la utilidad pública.
La democracia, el poder de la mayoría, no son bienes. Son medios para el bien que se consideran eficaces, con razón o sin ella. Si la República de Weimar, en lugar de Hitler, hubiera decidido, por los medios más rigurosamente parlamentarios y legales, llevar a los judíos a los campos de concentración y torturarlos refinadamente hasta la muerte, las torturas no hubieran tenido ni un ápice más de legitimidad que la que tienen ahora. Ahora bien, semejante cosa no es de ninguna manera inconcebible.
Solo lo que es justo es legítimo. El crimen y la mentira de ninguna manera lo son.
Nuestro ideal republicano procede por entero del concepto de voluntad general de Rousseau. Pero el sentido de la noción se perdió casi enseguida debido a su complejidad y a que exige un alto grado de atención.
Dejando de lado algunos capítulos, hay pocos libros tan bellos, fuertes, lúcidos y claros como El contrato social. Se dice que pocos libros han tenido tanta influencia. Sin embargo, en los hechos, todo ocurre como si nunca hubiera sido leído.
Rousseau partía de dos evidencias. Una, que la razón distingue y elige la justicia y la utilidad inocente, y que todo crimen tiene como móvil la pasión. Otra, que la razón es idéntica en todos los hombres, mientras que las pasiones difieren a menudo. En consecuencia, si cada uno reflexiona solo sobre un problema general y expresa su opinión, y después comparamos las distintas opiniones, probablemente coincidirán en la parte justa y razonable y se diferenciarán por las injusticias y los errores.
Solo en virtud de un razonamiento de este género se puede admitir que el consensus general llegue a la verdad.
La verdad es una. La justicia es una. Los errores, las injusticias son indefinidamente variables. Así, las personas convergen en lo justo y lo verdadero en vez de que la mentira y el crimen los lleven a divergir indefinidamente. Dado que la unión es una fuerza material, se puede esperar encontrar en ella el recurso para hacer que, aquí abajo, la verdad y la justicia sean materialmente más fuertes que el crimen y el error.
Para esto se precisa un mecanismo adecuado. Si la democracia constituye tal mecanismo, es buena. En caso contrario, no lo es.
Una voluntad injusta, común a toda la nación, no era de ningún modo superior, a los ojos de Rousseau —y tenía razón—, a la voluntad injusta de un solo individuo.
Rousseau pensaba, por su parte, que generalmente la voluntad común de todo el pueblo es, de hecho, conforme a la justicia, debido a la mutua neutralización y a la compensación de las pasiones particulares. Para él, ese es el único motivo por el cual la voluntad del pueblo es preferible a la voluntad particular.
Resulta que cierta masa de agua, aunque compuesta por partículas que se mueven y chocan sin cesar, está en un perfecto equilibrio y reposo. Devuelve la imagen de los objetos con veracidad intachable; muestra perfectamente el plano horizontal; señala sin error la densidad de los objetos que se sumergen en ella.
Si los individuos apasionados, movidos por la pasión al crimen y la mentira, se componen de igual modo en un pueblo verdadero y justo, entonces es bueno que el pueblo sea soberano. Una constitución democrática es buena si, primero, establece en el pueblo este estado de equilibrio y, recién después, si trata de que se cumpla la voluntad del pueblo.
El verdadero espíritu de 1789 consiste en pensar no que algo es justo porque el pueblo lo quiere sino que, en ciertas condiciones, la voluntad del pueblo tiene más posibilidades que ninguna otra voluntad de ser conforme a la justicia.
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