Adelanto de “Hamnet”, de Maggie O’Farrell, la novela que recupera la historia de la familia de Shakespeare

Infobae Cultura publica un fragmento de la última novela de la escritora irlandesa, que obtuvo el prestigioso Women’s Prize for Fiction y fue seleccionada por The New York Times y The Washington Post entre las diez mejores obras de 2020

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 “Hamnet” (Libros del Asteroide),
“Hamnet” (Libros del Asteroide), de Maggie O’Farrell

Agnes tiene una parcela de terreno en Hewlands que le arrienda a su hermano; se extiende desde la casa en la que nació hasta el bosque. Allí cría abejas en panales de cáñamo trenzado; zumban sin cesar, concentradas en su industriosa vida; hay hileras de hierbas, de flores, de plantas, de tallos que trepan por rodrigones. El huerto de bruja de Agnes, así lo llama su madrastra poniendo los ojos en blanco.

Casi todas las semanas se la ve trajinando entre las plantas, arrancando malas hierbas, revisando las colmenas, podando tallos por un lado y por otro, guardando en secreto ciertas flores, hojas, vainas, pétalos y semillas en la faltriquera de cuero que lleva en la cadera.

Hoy la ha llamado su hermano, que mandó al hijo del pastor a decirle que a las abejas les pasaba algo: han abandonado la colmena y se han apiñado en los árboles.

Agnes recorre las colmenas, presta atención a lo que puedan contarle las abejas; mira el enjambre del huerto, un manchón negruzco entre las ramas que vibra y tiembla de indignación. Algo las ha soliviantado. ¿El tiempo, un cambio de temperatura? ¿O será que las ha molestado algo? ¿Un niño, una oveja descarriada, su madrastra?

Pasa la mano por encima y por debajo de la colmena, la introduce entre las abejas que quedan. Lleva una camisa ligera —hace fresco a la sombra oscura, de color de río, de los árboles— y la gruesa trenza recogida en la coronilla, tapada con una cofia blanca. No se protege la cara con un velo de apicultora… nunca se lo pone. Si nos acercáramos lo suficiente, la veríamos mover los labios, murmurar a los insectos que vuelan alrededor de su cabeza, se le posan en la manga, tropiezan con su cara.

Saca un panal de la colmena y se acuclilla para mirarlo bien. Está cubierto de algo que se mueve como si fuera una sola entidad: marrón, con franjas amarillas, alitas en forma de corazón. Son cientos de abejas apelotonadas que se aferran al panal, su tesoro, su trabajo.

Levanta unas ramas humeantes de romero y las pasa con delicadeza por encima del panal dejando un rastro de humo en el aire quieto de agosto. Las abejas alzan el vuelo al unísono y se arremolinan alrededor de su cabeza como una nube sin bordes, una red que transporta el viento y cambia de forma una y otra vez.

Rasca la clara cera con mucho cuidado encima de una cesta; la miel gotea del panal con precaución, casi a regañadientes. Coloca un frasco debajo y la miel cae lenta como la savia, anaranjada y dorada, impregnada del olor penetrante del tomillo y la dulzura floral del espliego. El hilo de miel se estira desde el panal hasta el frasco, ensanchándose, retorciéndose.

Hay una sensación de cambio, de agitación en el aire, como si hubiera pasado un pájaro volando en silencio. Todavía acuclillada, levanta la mirada. Al hacerlo, mueve la mano sin querer y la miel le salpica la muñeca, se le desliza por los dedos y cae por un lado del frasco. Frunce el ceño, deja el panal y se levanta chupándose los dedos.

Ve los aleros de paja de Hewlands a la derecha, la capa blanca de nubes en el cielo, las inquietas ramas del bosque a la izquierda, el enjambre de abejas en los manzanos. A lo lejos, el penúltimo de sus hermanos lleva a las ovejas por el camino de herradura con una vara en la mano y el perro corriendo alrededor del rebaño. Todo está como tiene que estar. Mira un momento a las vacilantes ovejas, las patas saltarinas, las húmedas guedejas llenas de barro. Se le posa una abeja en la mejilla; la espanta con un movimiento de la mano.

Más tarde, y en lo que le quede de vida, pensará que si hubiera ido en ese mismo momento, si hubiera recogido las bolsas, las plantas, la miel y se hubiera ido a casa, si hubiera prestado atención a la inquietud brusca y sin nombre que sentía, tal vez hubiera podido evitar lo que pasó a continuación. Si hubiera dejado que las abejas se las arreglaran solas e hicieran lo que tuvieran que hacer en vez de esforzarse en obligarlas a volver a las colmenas, tal vez hubiera podido adelantarse a lo que iba a suceder.

Pero se queda. Se enjuga el sudor de la frente y el cuello, se dice, no seas tonta. Tapa el frasco lleno, envuelve el panal en una hoja, aprieta con la mano la siguiente colmena para leerla, para entenderla. Se apoya en ella y nota la vibración interior; percibe su poder, su potencia, como una tormenta que se aproxima.

El niño, Hamnet, trota por la calle, dobla una esquina, esquiva un caballo que aguarda, paciente, entre las varas de un carro, rodea a un grupo de hombres reunidos a las puertas del ayuntamiento, que conversan con una expresión seria. Deja atrás a una mujer que lleva a un niño de pecho en brazos e implora a otro mayor que se dé prisa, que no se quede atrás; a un hombre que azota a un burro en los cuartos traseros; a un perro que levanta la mirada de lo que está comiendo para ver pasar a Hamnet a la carrera. El perro lanza un ladrido de aviso y sigue mordisqueando.

Hamnet llega a casa del médico —ha preguntado dónde vive a la mujer con el niño— y llama a la puerta. Se fija un momento en la forma de sus dedos, en las uñas, y se acuerda de Judith; llama más fuerte. Golpea, arma mucho estruendo, vocifera.

Se abre la puerta y aparece el rostro alargado de una mujer enfadada. —¿Se puede saber qué haces? —le grita, amenazándolo con un trapo como para espantarlo igual que a un insecto—. ¡Vas a levantar a los muertos con tanto jaleo! ¡Largo de aquí!

Está a punto de cerrar la puerta, pero Hamnet se adelanta.

—No —le dice—, por favor. Lo siento, señora. Necesito al médico. Lo necesitamos. Mi hermana… no se encuentra bien. ¿Puede ir a mi casa? ¿Ahora mismo?

La mujer sujeta firmemente la puerta con una mano enrojecida, pero mira a Hamnet con preocupación, con atención, como descifrando la gravedad del problema en las facciones del niño.

—No está aquí —le dice al final—. Ha salido a ver a un paciente.

Hamnet tiene que tragarse un nudo en la garganta.

—¿Cuándo volverá, por favor?

La presión en la puerta se afloja. El niño mete un pie en la casa y deja el otro atrás.

—No sé. —La mujer lo mira de arriba abajo y se fija en el pie que ha traspasado el umbral—. ¿Qué la aqueja a tu hermana?

—No sé. —Procura pensar en ella, en el aspecto que tenía tumbada encima de las mantas, los ojos cerrados, la piel arrebolada pero pálida al mismo tiempo—. Tiene fiebre. Se ha metido en la cama.

La mujer frunce el ceño.

—¿Fiebre? ¿Tiene pústulas?

—¿Pústulas?

—Bultos. Por dentro de la piel. En el cuello, debajo de los brazos.

Hamnet la mira, se fija en el pequeño pliegue del entrecejo, en el borde de la toca, que está desgastado a la altura de la oreja, en los mechones de pelo rizado que se le salen por detrás. Piensa en la palabra «pústulas», que le recuerda un poco a algo vegetal, que imita lo que describe con un sonido hinchado. Un miedo frío le baja por el pecho y en un instante le envuelve el corazón en una capa de hielo crujiente.

La mujer frunce más el ceño. Pone la mano a Hamnet en el pecho y lo empuja para echarlo de su casa.

—Vete —le dice, torciendo el gesto—. Vete a casa. Ya. Márchate. —Va a cerrar la puerta, pero antes, por la más estrecha rendija, le dice con comprensión—: Le diré al médico que vaya. Sé quién eres. Eres el niño del guantero, ¿verdad? El nieto. De la calle Henley. Le diré que vaya a tu casa cuando vuelva. Ahora ¡zape! No te pares por el camino. —Y, en el último momento, añade—: Dios te guarde.

El niño echa a correr. Parece que el mundo es más feroz, que todos hablan más alto, que las calles son más largas, que el azul del cielo lo mira agresivamente. El caballo sigue atado al carro; el perro se ha tumbado a la entrada de una casa. Pústulas, vuelve a pensar. Ya había oído esa palabra. Sabe lo que significa, lo que denota.

Seguro que no, va pensando al llegar a su calle. No puede ser. No, no. Eso —no quiere nombrarlo, no consiente que esa palabra tome forma ni siquiera en el pensamiento— hace años que no pasa en esta villa.

Sabe que cuando llegue habrá alguien en casa. Cuando abra la puerta. Cuando cruce el umbral. Cuando llame a alguien, a cualquiera. Le responderán. Habrá alguien.

No se dio cuenta, pero de camino a casa del médico pasó de largo a la criada, a su abuela, a su abuelo y a su hermana mayor.

Mary, su abuela, iba por un callejón cerca del río haciendo el reparto, con el bastón en alto para protegerse del acoso de un gallito malhumorado, y Susanna iba detrás. Mary se había llevado a Susanna para que cargara con la cesta de los guantes: de ciervo, de cabritilla, de ardilla, forrados de lana, bordados, lisos.

—A fe que no entiendo —iba diciendo Mary cuando Hamnet pasó como un rayo, sin ser visto, por el final del callejón— por qué no puedes siquiera mirar a la gente a la cara cuando te saluda. Son los mejores compradores de tu abuelo, no estarían de más los buenos modales. Bueno, a mi parecer…

Susanna, que iba detrás de ella, puso los ojos en blanco mientras balanceaba el cesto lleno de guantes. Parecen manos cortadas, pensó, y al ver un trocito de cielo entre los tejados de las casas dejó escapar un suspiro que tapó la voz de la abuela.

John, el abuelo de Hamnet, se encontraba entre los hombres congregados a la puerta del ayuntamiento. Había dejado las cuentas y había salido mientras Hamnet subía a ver a Judith, y estaba de espaldas cuando su nieto pasó corriendo hacia la casa del médico. Si el niño hubiera vuelto la cabeza un momento, habría visto a su abuelo haciéndose un sitio en ese grupo, acercándose a esos hombres, agarrándolos del brazo a la fuerza, insistiendo, burlándose, exhortándolos a que lo acompañaran a la taberna.

John no estaba invitado a esa reunión, pero se había enterado de que se iba a celebrar, así que se había presentado con la esperanza de encontrarlos antes de que se dispersaran. Lo único que pretende es recuperar su papel de hombre importante e influyente, recuperar la posición que ocupaba en el pasado. Puede conseguirlo, sabe que sí. Solo necesita que le hagan caso esos hombres a los que conoce desde hace muchos años, que lo conocen a él, que pueden dar fe de su diligencia en el trabajo, de su lealtad para con la villa. O, en todo caso, que el concejo y las autoridades de la villa lo perdonen o hagan la vista gorda. Él había sido alguacil y, después, un edil importante; se sentaba en el primer banco de la iglesia y llevaba túnica de color escarlata. ¿Es que esos hombres ya no se acuerdan? ¿Cómo es que no lo han invitado a la reunión? Antes tenía influencia… los dominaba a todos. Era alguien. Y ahora se ve obligado a vivir de las monedas que le manda su hijo mayor desde Londres (qué exasperante era de joven, siempre rondando por el mercado, perdiendo el tiempo; ¿quién hubiera dicho que haría algo de provecho?).

El negocio de John sigue prosperando en cierto modo, porque la gente siempre necesitará guantes, y si esos hombres saben algo de sus tratos secretos en el comercio de lana, de los avisos por no ir a la iglesia y de las multas por tirar basura a la calle, pues que así sea. Él es capaz de aceptar las reprobaciones, las multas y las exigencias, las murmuraciones sarcásticas a propósito de la ruina de su familia y hasta que lo excluyan de las reuniones del concejo. Lo que no soporta es que ninguno de ellos esté dispuesto a tomarse unos tragos con él, a partirse el pan en su mesa, a calentarse en su hogar. A las puertas del ayuntamiento, los hombres evitan mirarlo, siguen con su conversación. No prestan oídos al discurso que ha preparado sobre la solidez del mercado del guante, sobre sus éxitos y sus triunfos, ni responden a sus invitaciones para ir a la taberna o a comer a su casa. Asienten fríamente; dan media vuelta. Uno le toca el brazo diciendo claro, John, claro.

Así que se va solo a la taberna. Un ratito nada más. No tiene nada de malo que un hombre se haga compañía a sí mismo. Se sentará allí, en la penumbra, como si fuera de noche, con un cabo de vela en la mesa, y se quedará mirando las moscas despistadas que dan vueltas alrededor de la llama.

Judith sigue en la cama y parece que las paredes se hinchan hacia dentro y después hacia fuera. Hacia dentro y hacia fuera. En la esquina, los postes del dosel de la cama de sus padres se retuercen y se contorsionan como serpientes; el techo se mueve en ondas, como la superficie de un lago; parece que tenga las manos muy lejos y muy cerca al mismo tiempo. La línea en la que se encuentran el revocado y la madera oscura de las vigas reverbera y se desvía. Nota calor en la cara y en el pecho, le arden, están cubiertos de sudor resbaladizo, pero tiene los pies helados. Tiembla un par de veces, convulsiona por completo y ve que las paredes se doblan hacia ella, se estrechan y luego se separan. Cierra los ojos para no verlas, para no ver los postes retorcidos ni el techo que se mueve.

Tan pronto como los cierra se encuentra en otra parte. En muchos sitios a la vez. Pasea por un prado agarrada con fuerza a una mano. La mano es de su hermana Susanna. Tiene los dedos largos y un lunar en el nudillo del meñique. La mano no quiere que la sujeten: no se cierra en torno a la de Judith, se queda abierta y tiesa. Judith tiene que apretar con todas sus fuerzas para no soltarse. Susanna avanza por el prado a pasos muy largos y, a cada paso, la mano tira de Judith. Si Judith se suelta, a lo mejor se hunde en la hierba. Podría perderse para siempre. Es importante —crucial— no soltarse de esa mano. No debe soltarla por nada. Sabe que su hermano va delante de ellas. La cabeza de Hamnet aparece y desaparece entre la hierba. Tiene el pelo del color del trigo maduro. Salta por el prado delante de ellas como una liebre, como un cometa.

Luego está entre una muchedumbre. Es de noche, hace frío; el resplandor de las teas rompe la helada oscuridad. Cree que es la fiesta de la Candelaria. Está en medio de toda esa gente y también por encima, aupada en unos hombros fuertes. Su padre. Se sujeta al cuello con las piernas y él la coge por los tobillos; mete las manos entre el pelo de su padre, oscuro y espeso, como el de Susanna. Con el dedo más pequeño le da unos golpecitos leves en el aro de plata que lleva en la oreja izquierda y a él le hace gracia y se ríe —lo sabe por la agitación que le transmite él como un rayo— y sacude la cabeza para que el pendiente choque con la uña de la niña. También están su madre, Hamnet, Susanna y su abuela. El padre la ha elegido para llevarla a hombros: solo a ella.

Hay un gran resplandor. Arden unos braseros alrededor de una plataforma de madera tan alta como ella a hombros de su padre. En la plataforma hay dos hombres vestidos de rojo y dorado, con muchas borlas y cintas; llevan un sombrero alto en la cabeza y la cara blanca como el yeso, con las cejas pintadas de negro y los labios de rojo. Uno profiere un grito agudo y desgarrador y arroja una pelota dorada al otro, que se lanza de manos al suelo y la atrapa en el aire con los pies. Su padre le suelta los tobillos para aplaudir y ella se aferra a la cabeza. Tiene mucho miedo de caerse, de resbalarse de los hombros y deslizarse entre la multitud inquieta y violenta que huele a mondas de patata, a perro mojado, a sudor y a castañas. El grito del hombre le ha puesto el miedo en el corazón. No le gustan los braseros; no le gustan las cejas quebradas del hombre; no le gusta nada de todo esto. Se pone a llorar en silencio, le ruedan lágrimas por las mejillas, caen como perlas en el pelo de su padre.

Susanna y su abuela, Mary, no han vuelto a casa todavía. Mary se ha parado a hablar con una mujer de la parroquia: intercambian cumplidos y objeciones y se dan palmaditas en el brazo la una a la otra, pero a Susanna no la engañan. Sabe que la mujer no aprecia a su abuela, porque no para de mirar a todas partes para saber si alguien la ve hablando con ella, con la mujer del guantero caído en desgracia. Y sabe que muchas otras mujeres de la villa que antes eran sus amigas ahora cruzan la calle para evitarlas. Hace años que sucede, pero desde que multaron al abuelo por no ir a la iglesia, muchos vecinos no se molestan siquiera en fingir buenos modales y pasan a su lado sin saludarlas. Susanna ve que su abuela se planta delante de una mujer para cerrarle el paso e impedirle que pase de largo sin hablar con ella. Ve todas estas cosas. Saberlo la quema por dentro y le deja negras señales chamuscadas.

Judith está sola en la cama, abre y cierra los ojos. No entiende lo que ha pasado hoy. Estaba jugando con Hamnet y con los gatitos nuevos, moviendo unos cordeles —pendiente de si aparecía la abuela, porque le había mandado astillar leña para la lumbre y limpiar la mesa mientras Hamnet hacía los deberes— y de pronto empezó a notar una debilidad en los brazos, un dolor de espalda y un picor en la garganta. No me encuentro bien, le dijo a su hermano, y él dejó de mirar a los gatitos y la miró a ella a los ojos, a toda la cara. Ahora está en esta cama y no sabe cómo ha llegado, ni adónde se ha ido Hamnet, ni cuándo volverá su madre, ni por qué no hay nadie con ella.

En el mercado, la criada tarda mucho en decidir lo que quiere del lechero, que coquetea detrás del puesto de la lechería. Bien, bien, dice él sin soltar el cubo. ¡Ah!, responde ella, tirando del asa. ¿Es que no me lo vas a dar? ¿Darte qué?, dice el lechero enarcando las cejas.

Agnes termina de sacar la miel, coge el saco y el romero humeante y se acerca al enjambre de abejas. Las va a meter de un barrido en el saco para devolverlas a la colmena, pero con delicadeza, con la mayor delicadeza.

El padre está a dos días a caballo, en Londres, y en estos precisos momentos pasa por Bishopsgate en dirección al río, donde piensa comprarse una torta de esas aplastadas, sin levadura, que cuecen a la plancha en los puestos que hay allí. Hoy tiene un hambre tremenda, se despertó hambriento y el desayuno de gachas y cerveza y el almuerzo de empanada no se la han saciado. Es muy prudente con el dinero, lo lleva siempre consigo y nunca gasta más de lo necesario. Sus compañeros de trabajo le toman el pelo por eso. Hay quien dice que guarda oro debajo de los tablones de su habitación: él sonríe cuando oye esas cosas. No es cierto, claro está: todo lo que gana lo manda a su casa, a Stratford, o lo lleva consigo, envuelto y bien escondido en las alforjas cuando va de viaje. De todas maneras, no gasta un penique si no es estrictamente necesario. Y hoy, la torta a la plancha a media tarde lo es.

Va con un hombre, el yerno de su hospedero. Este hombre no ha dejado de hablar desde que salieron de casa. El padre de Hamnet solo le presta atención intermitentemente: no sé qué de una rencilla con su suegro, una dote que no se ha pagado, una promesa incumplida. En vez de hacerle caso piensa en cómo va bajando el sol, como por unas escaleras, entre los estrechos resquicios de los edificios e ilumina la calle, brillante de lluvia; en la torta a la parrilla que lo espera al otro lado del río; en el movimiento y el olor a jabón de la colada tendida por encima de su cabeza; en su mujer, un instante, en cómo se le unen y separan los omóplatos cuando se recoge el pelo en la coronilla con una horquilla; en la costura del dedo gordo de la bota, que parece que se ha descosido, y en que ahora tendrá que ir al zapatero, tal vez después de comerse la torta, en cuanto se deshaga del yerno del hospedero y de su cháchara quejumbrosa.

¿Y Hamnet? Entra de nuevo en la estrecha casa, construida en una rendija, en un angosto solar vacío. Ahora está muy seguro de que habrá vuelto alguien. Judith y él ya no estarán solos. Habrá alguien que sepa lo que hay que hacer, alguien que se ocupe de esto, alguien que le diga que no pasa nada. Entra, deja que la puerta se cierre sola. Dice en voz alta que ya ha vuelto, que ya está en casa. Se detiene, espera una respuesta, pero no hay nada: solo silencio.

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