El frío del amanecer no los abrazaba, los estrangulaba. Eran un puñado de trabajadores huyendo de la muerte. Diciembre de 1921 en la Patagonia argentina. Luego de protestas de peones rurales que desencadenaron una huelga general llegó la represión, primero, los asesinatos y los fusilamientos, después. El Estado argentino, democrático en los papeles —Hipólito Yrigoyen era el presidente—, había decidido exterminar la “subversión”, como lo hizo en 1919: la Semana trágica. “Cuando Anselmo Bruna vio a la distancia, casi como puntos grises, a los soldados del 10 de Caballería, supo que él y sus compañeros tenían las horas contadas”. Así empieza El Paso del Diablo de Pavel Oyarzún Díaz, novela publicada en 2004 en la editorial chilena LOM Ediciones y que este año llega por primera vez a los lectores argentinos por Ediciones IPS. En sus 157 páginas está la persecución narrada desde los obreros que escapan y desde los soldados que los persiguen. El objetivo de los huelguistas es llegar al Paso del Diablo, un camino estrechísimo —”de ahí uno se cae una sola vez”— que cruza a Chile y, por fin, si la suerte los acompaña, evitar la muerte.
Trágica, sí, pero antes: rebelde. Los sucesos que se vivieron en la Patagonia entre 1920 y 1922 forman una huella ineludible en la historia de la lucha de clases al sur del continente. ¿Cómo vivía un trabajador de principios del siglo XX en la zona patagónica? Los obreros tenían jornadas de doce horas y la de los esquiladores y arrieros podían llegar a las dieciséis, con un solo franco. Los salarios eran extremadamente bajos y se solían pagar con bonos o moneda extranjera que, al cambiarla en los comercios, se tomaba a un valor inferior. Con la crisis económica post Primera Guerra Mundial, los estancieros —que como bien explicó Osvaldo Bayer en la obra canónica La Patagonia rebelde eran apenas un par de familias— optaron por despedir. Y como suele decirse, cuando alguien está abajo, bien abajo, en el fondo, ya no se puede bajar más, entonces sólo queda subir, los trabajadores se organizaron con la Sociedad Obrera de Río Gallegos a la cabeza y presentaron un pliego con pedidos básicos como, por ejemplo, mejoras en las raciones de alimentos y en los lugares donde dormían, y que cada obrero reciba mensualmente un paquete de velas.
“¿Qué era la Patagonia en 1920? Simplificando podemos decir que era una tierra argentina trabajada por peones chilenos y explotada por un grupo de latifundistas y comerciantes. Es decir, gente que ha nacido para obedecer y otros que se han hecho ricos porque son fuertes por naturaleza. Y allá, fuerte quiere decir casi siempre inescrupuloso”, escribió Bayer en su libro publicado en cuatro tomos entre 1972 y 1974. Como los estancieros rechazaron el pliego de reclamos, se inició la huelga. La primera fue el 1 de noviembre de 1920 se declaró la huelga general. Luego se suceden una serie de tomas de estancias, de asesinatos de huelguistas, de conspiraciones mediáticas que terminan con la decisión de reprimir. A partir de entonces, narra Oyarzún Díaz en su novela, “cualquiera que tenga pinta y olor a huelguista, a levantisco, a roñoso anarquista, era ejecutado en el acto”. Los medios anarquistas de la época hablaban de 1500 muertos; la prensa oficial reconocía 300. Y allá iba este puñado de trabajadores, hacia el Paso del Diablo, siendo “el último núcleo anarquista, la última reserva de revolucionarios que quedaba libre. Debían sobrevivir”.
—El Paso del Diablo tiene ya 17 años, ¿qué significa para usted que se siga leyendo y que ahora llegue a lectores argentinos?
—La verdad es que un escritor o escritora nunca sabe cuánta vida tendrán sus obras, si es que acaso logran mantenerse vivas por algún tiempo. Es una incertidumbre. De modo que al comprobar que una de ellas perdura durante un lapso, como ocurre en mi caso con esta novela, aquello solo puede ser motivo de profunda satisfacción. Y si a este hecho sumamos que la obra tiene, además, una edición en otro país, la satisfacción es doble. O triple, si se quiere. Este es el caso, para mi fortuna, de la novela El paso del diablo. Entonces, solo puedo sentir gratitud para la Editorial IPS (Instituto del Pensamiento Socialista) por esta edición argentina. Todo el proceso ha sido una sucesión de hechos felices, hasta su aparición, en Buenos Aires, en abril del presente año. Ahora, me queda esperar que el público lector al que tenga acceso, considere su lectura como un hecho relevante, o por lo menos, de alguna significación. Que despierte en él inquietud y avidez por este episodio histórico, por la condición humana.
—¿Cómo fue el proceso de escritura, dado que fue su primera novela luego de un largo trabajo en la poesía?
—Sí, hasta el momento en que decidí escribirla, me consideraba un poeta inveterado, sin otro destino que el de escribir o intentar escribir en verso. Sin embargo, creo que fue un proceso natural, sin mayores traumas; quiero decir que fue producto de una necesidad, con respecto al empleo del lenguaje. Deseaba escribir sobre el tema de las huelgas de 1921, en la Patagonia, que ya había abordado en poesía, pero esta vez quería que fuera a través de personajes, espacio, y el curso de una trama. Necesitaba, por ende, usar un lenguaje narrativo. Comencé a escribirla en 2003. Creo haber trazado antes un esquema para guiar la escritura. Además de un diseño preliminar de una secuencia de escenas y personajes, todo lo cual, como suele ocurrir en las novelas, sufre modificaciones. Implicó meses de trabajo, en su primera versión, relecturas y correcciones. Escribir una novela es un viaje, a veces a tientas, en plena oscuridad, y otras, con más claridad. Escribir una novela es otra forma de vivir.
—¿Recuerda la primera vez que escuchó hablar de la Patagonia Rebelde? ¿Cuál cree que es la imagen que hoy tiene la sociedad de aquellos trágicos hechos sucedidos hace cien años?
—Tengo recuerdos lejanos, con respecto a la primera vez que escuché hablar de este episodio. Fue mi abuela materna, Amelia, a quien oí por primera vez referirse a esta huelga, marcada por su desenlace trágico. No había en su relato otra connotación, política o histórica, que la experiencia del miedo, que le relatara a ella un primo, o un conocido, quien había logrado sobrevivir a las tropas del 10 de Caballería, refugiándose luego en Magallanes. Recuerdo que en su relato escuché, también, por primera vez el nombre de Varela, como un sinónimo de crueldad. Un nombre que, después de años, aún metía miedo. En relación a la imagen actual que tienen aquellos hechos, creo que a pesar del velo histórico que les cubrió, durante décadas, ha crecido la conciencia histórica en torno a este. El solo hecho de que exista, en Río Gallegos, o en otros puntos de la provincia de Santa Cruz, iniciativas y organizaciones en pos de conmemorar el sacrificio de los trabajadores del 21, de los huelguistas, implica un acto re-recuperación de la memoria histórica. La otra historia. En esto, desde luego, resulta esencial la labor de Osvaldo Bayer. Su trabajo es la base, el impulso de esta conciencia.
Pavel Oyarzún Díaz nació en 1963 en Punta Arenas, en la Región de Magallanes, en Chile. A esa ciudad austral llegó Antonio Soto Canalejo, conocido como El Gallego Soto, tras la persecución de los militares argentinos y los carabineros chilenos, luego de refugiarse en Puerto Natales y embarcarse en una goleta. Era español, anarquista y uno de los mayores dirigentes de la rebelión patagónica. Es, además, uno de los protagonistas de El Paso del Diablo. Efectivamente, llegó a Punta Arenas, luego fue a Valparaíso, más tarde a Iquique, en el norte chileno, donde trabajó como obrero en las salitreras; en 1933 viajó de incógnito a Río Gallegos pero fue expulsado; y a Punta Arenas volvió para instalarse definitivamente. Manejó un pequeño hotel donde se reunían libertarios e intelectuales, fundó el Centro Republicano Español, el Centro Gallego y la filial de la Cruz Roja. Murió en 1963 a los 65 años. El cortejo fúnebre, que fue enorme, contó con una columna de estudiantes porque fue Soto el que inspiró la primera huelga estudiantil por el aumento del salario docente. Ahí, en Punta Arenas, vive Pavel Oyarzún Díaz y trabaja como profesor.
Publicó varios libros de poesía hasta que escribió esta novela, Paso del Diablo, que tiene ilustraciones de Iara Rueda. Luego se volcó a la narrativa: San Román de la Llanura (2006), Barragán (2009), Krumiro (2016) y Será el paraíso (2020). Hoy su literatura llega a la Argentina por esa pequeña gran novela, que el escritor y cineasta chileno Luis Sepúlveda calificó de “joya literaria”, que rescata, no del olvido, pero sí del injusto paso del tiempo, “la historia de los vencidos”, como el mismo Oyarzún Díaz sostiene. Y lo hace desde un lugar lleno de intensidad, sin caer en la sensiblería efectista ni en el cinismo descomprometido: El Paso del Diablo es una novela para mirar sin anteojos de sol el pasado histórico silenciado y pensar de qué material está hecho nuestro injusto presente. Ahora, desde una parcela ubicada en la octava región de Chile, cerca de la localidad de Cabrero, rodeado del paisaje rural, con la cordillera a la vista, Pavel Oyarzún Díaz responde estas preguntas que Infobae Cultura le ha enviado desde el otro lado de los Andes. “La casualidad quiso que este paisaje estuviera en correspondencia con el tema tratado aquí”, cuenta.
—¿Qué resonancia de esa resistencia ve en la práctica en la actualidad? ¿Es optimista respecto al futuro de Chile y de la región?
—Veo resonancia de aquella resistencia, de aquella rebeldía, en los trabajadores de Zanon, la fábrica sin patrones, a partir de 2001, en Neuquén. Aquel es un ejemplo, de aquella continuidad. En esta recuperación, por parte de los trabajadores, se puede establecer una conexión, sin duda, con la rebeldía de aquellos otros trabajadores que decretaron la huelga, en 1921. Es una extensión de la conciencia de clase. La historia no es unilateral. No solo los patrones tienen conciencia de clase. La historia oficial siempre tiene su reverso. Ahora bien, si yo o cualquiera tan solo fuera optimista con respecto al futuro, en este sentido, aquello no significaría mucho. El optimismo puede ser un sentimiento pasivo, si a él no se le nutre de convicción. Y esta convicción debe marcar nuestra labor, en el ámbito que fuere. A mí me toca el literario. En él, intento depositar esta convicción, es decir, trabajar convencido de que la literatura no es solo un producto estético, es también un producto social. Esto no significa, desde luego, relegar la dimensión estética por una supuesta urgencia, sino al contrario, emplearnos al máximo en una creación literaria de la mayor categoría artística de la que seamos capaces.
—¿Qué sensaciones le despertó el libro de Osvaldo Bayer?
—Hice mención a Bayer y su obra, a su carácter de esencial, en esta recuperación de la memoria histórica, de los oprimidos, los perdedores temporales, de 1921. La lectura La Patagonia Rebelde me despertó sensaciones e ideas, al mismo tiempo. Sensaciones de hacer un viaje en reversa, ubicarme en otro tiempo, e ideas para escribir. Ambas categorías unidas por la convicción de incorporarlas a mi labor literaria. Desde este punto de vista, tiene la pretensión de traer aquel tiempo, aquel episodio, a un presente. Es escribir sobre un hecho ocurrido a un siglo de distancia pero que, sin embargo, en el producto literario cobra vigencia, se actualiza. Es el pasado que adquiere el hoy de la escritura y, sobre todo, de la lectura. Los hechos ocurren en un ahora. La tensión y dramatismo de aquellos hechos, es un oxígeno que respiramos, en este presente.
—¿Cómo fue el trabajo de enhebrar ficción y realidad?
—Creo que toda obra literaria entraña ficción y realidad. En mi caso, quise narrar un hecho que no estaba relatado en La Patagonia Rebelde, porque no tenía cómo estarlo, puesto que no existían testimonios: la salida hacia Chile del líder máximo de la huelga, Antonio Soto Canalejo, el gallego Soto, después de realizada la última asamblea de los huelguistas, el 7 de diciembre de 1921, en estancia Anita. Aquí comienza la ficción novelística. En El Paso del Diablo intenté retratar la tensión vivida por los huelguistas, en busca de un paso de salida, en la cordillera, y de una patrulla del ejército que va en su persecución, sabiendo que allí delante, entre aquel pequeño grupo de huelguistas, va el gallego Soto, el líder de la Sociedad Obrera: el botín más preciado para los militares. La novela está cruzada por aquella presión, aquel dramatismo, donde se resuelve la vida o la muerte, en cuestión de horas.
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