Adelanto de “Un panorama del nuevo jazz argentino”, de Fernando Ríos

En este nuevo libro, el periodista especializado en el género musical recorre los artistas que irrumpieron a principios de siglo, los sellos independientes, los espacios urbanos, la creciente presencia femenina, el streaming y los hábitos modernos de difusión y escucha, entre otros temas

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“Un panorama del nuevo jazz
“Un panorama del nuevo jazz argentino” (Gourmet Musical), de Fernando Ríos

El final de los años noventa presagiaba morosamente la crisis que finalmente sacudió a la Argentina al comienzo de un nuevo siglo. Y mientras el mundo aún vivía los coletazos de la caída del Muro de Berlín, el país adhería a un nuevo espejismo. Con su peso anclado al dólar, el acceso ilusorio a bienes y viajes “baratos” se había convertido en un fenómeno masivo, mientras las carteleras de espectáculos se colmaban de artistas internacionales, que ahora sí incluían al país como escala de sus giras mundiales. Fue sobre el cierre de aquella década, en momentos en que la economía intentaba evitar el contagio de la crisis asiática, cuando el gobierno de Carlos Menem sufrió su peor derrota en las elecciones de medio término; y en las que el radicalismo renovó sus esperanzas de formar la alianza que lo depositaría en la Casa Rosada dos años después. En medio de ese panorama, con cierre de empresas y desocupación creciente, entre el desinterés del Estado y el dominio de la banalidad televisiva, sobrevivía aún una rica y variada contracultura, heredera directa de las propuestas que marcaron las décadas anteriores. Como observa el investigador Tomás Balmaceda, “había muchos más sitios de resistencia, con escenarios del under en todo el país donde tocaban bandas como Las Pelotas o Babasónicos, o experiencias como Ave Porco, en donde convivían la diversión y las formas alternativas de consumo escénico”.

El Quinteto Urbano, puntal del
El Quinteto Urbano, puntal del nuevo jazz argentino

El jazz, menos masivo, más limitado en su exposición que el rock, también armó por entonces su escenario de resistencia y creatividad a tono con el espíritu de época. Y es precisamente en esos tiempos confusos cuando comienza a emerger, de manera casi subterránea, una nueva generación de músicos, buena parte de ellos llegados al país tras completar estudios en el exterior. Jóvenes deseosos de mostrar sus composiciones, en las que mixturaban sin prejuicios el lenguaje del jazz con su propia mirada del tango, el folklore o la pujante influencia del rock. Algunas de estas expresiones ya habían asomado años antes, en ciclos como el festival Mardel Jazz, que organizaba el periodista Walter Thiers y que durante años supo cobijar las nuevas expresiones y su vinculación con artistas extranjeros de vanguardia, como el alemán Albert Mangelsdorff, el italiano Enrico Rava, el canadiense Paul Bley o el británico George Haslam.

Durante las sucesivas ediciones de aquel festival, desde 1981 en el Teatro Presidente Alvear hasta las últimas versiones sobre finales de los noventa, los músicos argentinos dispusieron de una oportunidad única para mostrar sus materiales y tocar junto a extranjeros de renombre. Tal el caso del pujante grupo Alfombra Mágica, que integraban Matías González, Hugo Marino, Quique Sinesi y Marcelo García, y al que solía sumarse el saxo platense Pablo Ledesma, que compartió shows y giras con el experimental trombonista danés Erling Kroner. Destacaban en la escena de entonces las búsquedas singulares de grupos como el rosarino El Umbral, el cuarteto El Tranvía o El Terceto, la influyente agrupación de Norberto Minichilo, Hernán Ríos y Pablo Tozzi, con sus creativas incursiones en el lenguaje folklórico. Era también el ámbito del trío Semblanza, con Hernán Lugano en piano, Gustavo Toker en bandoneón y Ernesto Snajer en guitarra, y del pujante free de Sergio Paolucci o los interesantes grupos de Edgardo Beilin y César Franov, entre tantos otros.

Pablo Ledesma, Adrian Iaies, Juan
Pablo Ledesma, Adrian Iaies, Juan Bayón, Julia Sanjurjo y Yamile Burich

Claro que si bien las intenciones y el talento estaban, en el tramo final de los años noventa no abundaban aún los espacios para mostrarse. Hasta allí, los pocos reductos jazzeros, atenazados por la crisis económica, apostaban mayoritariamente a lo seguro y las figuras tradicionales, de bien ganado renombre, garantizaban un público fiel que permitía mantener esos locales abiertos. Por eso el jazz de autor que se estaba gestando era por aquellos días un secreto a voces, más que una presencia claramente palpable. El interrogante sobre la movida que luchaba por emerger estaba planteado desde un comienzo. ¿Sería capaz de trascender y generar su propio público, más allá de la devoción casi religiosa de sus primeros seguidores? ¿Podría configurarse como una alternativa válida y con personalidad, ante la tradición tantas veces transitada?

La respuesta comenzó a gestarse en 1997, cuando en el Paseo La Plaza, en la porteña avenida Corrientes, se inauguró el Jazz Club Buenos Aires, un nuevo reducto pensado desde un inicio para cobijar a aquellas expresiones que no encontraban cabida en la escena establecida. Durante los pocos años en los que estuvo activo, el Club fue escenario siempre abierto a las propuestas de una generación nacida al calor del rock, pero que abrazaba con pasión un jazz de características propias. Muchos de los nombres que veinte años después integrarían la plana mayor del movimiento mostraron por primera vez sus propias composiciones en aquel sótano porteño sobre finales de los noventa; conformando a un mismo tiempo los grupos que cimentarían el movimiento de los años por venir.

El mítico Jazz Club porteño
El mítico Jazz Club porteño

La iniciativa había comenzado a tomar forma en 1996, cuando su impulsora, Berenice Corti, ejerció la dirección artística de un ciclo de conciertos en el Café Miró, en el mismo complejo de la avenida Corrientes, donde empezó a evidenciarse el perfil innovador que luego asumiría el Club. El periodista César Pradines, testigo privilegiado de aquellos años, fue el primer cronista en dar cuenta periódicamente de la movida. “Había jazz todos los días. De lunes a lunes, recuerda. Claro que no era el único lugar. Estaban Clásica & Moderna, Oliverio, Dr. Jekyll, Opera Prima. Pero también es cierto que músicos como Ernesto Jodos, Enrique Norris, Guillermo Bazzola, Diego Bruno, Carlos Lastra o Ricardo Cavalli no tenían hasta allí espacios acordes a sus merecimientos. Por eso todos ellos, y otros más, encontraron su sitio en el Jazz Club”.

Valentín Garvie, Paula Shocron, Carlos
Valentín Garvie, Paula Shocron, Carlos Lastra y Hernán Merlo

No faltará quien se pregunte cómo convivieron en aquel tiempo los malos presagios de los indicadores económicos, preanunciando el derrumbe inevitable, con un arte joven en plena expansión. Podría decirse que el motor principal fue la ilusión de los músicos y su imperiosa necesidad de expresar lo nuevo. De hacer suya “la música de la sorpresa”. Quizás haya sido porque, como dice el crítico Diego Fischerman, el jazz es solo una ilusión. Porque “su lenguaje es el lenguaje del deseo. El de crear paisajes tan ficticios como irresistibles: paisajes hacia donde es necesario ir, tan solo para comprobar que no estaban allí, que deben buscarse, siempre más adelante. Y el Jazz Club fue parte fundamental de esa ilusión. Solo duró tres años, entre 1997 y 2000, antes de ser abatido por una realidad que no sabe de sueños y quijotadas. Pero ese poco tiempo le bastó para ganarse un lugar en la historia, como detonante de toda una nueva expresión, corporizada en un sinnúmero de grupos y de artistas deseosos de mostrar su arte y sus propias composiciones.

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