Decir que tenía sentimientos encontrados acerca de este proyecto de viaje a las tierras más lejanas de Escocia sería insuficiente. Estaba aterrado. Era, en sí mismo, una responsabilidad, aún más pesada por mi falta de experiencia respecto de las necesidades de los ancianos. ¿Estaba en condiciones de embarcarme en esto, fuera lo que fuese? Por mi cerebro desfilaron incontables motivos para resistirme a Borges y evitar ese viaje inverosímil. Pero, más allá de las colinas de mis reparos, una lucecita titilaba en mi horizonte mental. Era como si me llamara. Podía aprender algo con la cercanía de ese hombre que, claramente, sabía mucho de literatura y de la vida, ese escritor que Alastair tanto admiraba. Me daba la impresión de que se trataba de un hombre difícil, ensimismado, dado a expresarse sin cortapisas. Era indudable que pondría a prueba mi paciencia. Pero en algún nivel profundo, inaccesible, incluso, percibí que era posible que en algún momento el episodio diese origen a un relato.
(...)
Lo de mear contra la rueda era un comportamiento habitual en Borges. Como la mayor parte de los hombres de cierta edad, orinaba con frecuencia; una y otra vez me pedía que me detuviera para aliviarse, lo cual, en general, hacía contra la rueda delantera izquierda. Era como si fuese su favorita por alguna razón. Nuestro progreso hacia el norte no llevaba más de media hora cuando exclamó:
—¡Es urgente! Debe detener su carruaje.
—Rocinante no es un carruaje, es un caballo.
—Bueno; es sabido que los gauchos saben aliviarse sin necesidad de bajar del caballo. Toda una muestra de destreza. —Recitó algo en castellano, y le pedí que me lo tradujera—: «Mi caballo y mi mujer / traen recuerdos pasados». —Y continuó—: «Mi caballo ha de volver / mi mujer no me hace falta». —Se volvió hacia mí—. Me da la impresión de que usted necesita una mujer. ¿Es así?
—Sí —respondí, preguntándome si Alastair le había contado de mis males de amores o si Borges podía oler mi soledad, así como podía oler la presencia de los libros—. Pero no tengo suerte.
—Yo tampoco. ¿Sabe qué es el amor no correspondido?
—Más de lo que quisiera.
—Ay, ay, ay. Empiezo a ver que tenemos mucho en común.
No me pareció que fuese deseable tener mucho en común con un viejo ciego que no podía dejar de hablar, que ignoraba a todos los que lo rodeaban y que parecía obsesionado con una mujer de su lejano pasado. ¿En cincuenta años yo sería así?
—Estuve enamorado, profundamente enamorado, quizá siempre y exclusivamente enamorado, de Norah Lange.
Ya eran demasiadas las veces que había mencionado ese nombre, y me pregunté si alguna vez sería capaz de superar ese obstáculo en su camino. Cuando yo le hablaba a Alastair y a Jeff de Bella, ¿parecería tan obsesionado, tan empantanado en mi barro emocional como Borges en el suyo?
—Prefiero no hablar de Norah Lange. Cambiemos de tema. Cuénteme de la muchacha que le robó el corazón. Fue hace poco, ¿no?
—Se llama Bella Law.
—¡Bella Law! Un nombre digno de Dickens. No me irá a decir que es pelirroja, ¿no?
—Castaño rojizo. Casi rubio cuando le da el sol.
Sentí que mis palabras corporizaban a Bella, con sus pálidos ojos color verde grisáceo, la suavidad gutural de su voz, en el auto. Yo me había comprometido a llamarla por teléfono en la semana para definir nuestra cena en la Perla de Hong Kong. Pero era posible que no regresara a tiempo para hacerlo. Me atrevía a pensar que las cosas progresaban, que a sus ojos Angus perdía valor como objeto de su afecto. Quizás debería haberme quedado en Saint Andrews para reforzar mi ofensiva en vez de irme a las Tierras Altas en compañía de un escritor cuya obra desconocía. Era consciente de que Alastair lo admiraba sin reservas, pero desde el principio Borges me había dado la impresión de un ser egocéntrico y ligeramente desequilibrado. No confiaba del todo en la estimación de Alastair. No podía dejar de pensar en George Mackay Brown y sus relatos exquisitamente dolorosos sobre solitarios personajes de las Orcadas, y en sus poemas, concretos y líricos al mismo tiempo, acerca de ese lugar. Me gustaba la sobriedad de esos poemas, el cortante filo de cada uno de sus versos. Eran como esculturas verbales de minuciosa talla.
—Dios mío, Giuseppe. Debo decir que Norah vivía en uno de los barrios más hermosos de Buenos Aires. Tronador, esa era la calle, ancha, sombreada por plátanos. Pero su madre enviudó demasiado pronto. Yo la amaba tanto como a Norah.
—¿Le declaró su amor a Norah?
—Muchas veces, sí. También ella escribía, lo cual no era bueno. No es bueno que dos personas que escriben se amen.
—Bella quiere ser escritora.
Borges dio un respingo.
—No puedo hablar de esto. No le gustaría oír llorar a un viejo, ¿no?
—No, no me gustaría.
—Las emociones fuertes deben evitarse, sobre todo si interfieren con el trabajo. Llevamos sangre europea en las ve nas, usted y yo. Mi sangre es nórdica. Somos gente fría, sí. Guerreros.
—Yo estoy haciendo todo lo posible por no ser guerrero —conté, ansioso por desviar la conversación del tema del mal de amores, aunque la guerra no era un tema mucho más tranquilizador.
—No está usted guerreando en Vietnam. Me pregunto por qué.
—La comisión de reclutamiento de Pensilvania considera que tendría que hacerlo. Me mandan una convocatoria tras otra.
—¿Y usted las ignora?
—No abro sus... invitaciones, nunca. Tengo unas cuantas escondidas en un cajón.
—¡Es una forma de protesta!
—O de cobardía. O de dejadez. O de indiferencia.
—No sé. No distingo ninguna de esas características en Giuseppe. —Murmuró para sus adentros, quizás procurando darle forma a lo que quería expresar. Dijo—: No hay que detestar todas las guerras. A veces, bajo circunstancias terribles, esos conflictos son necesarios. Debo contarle del dictador Juan Perón. O tal vez no. Pensar en él me perturba.
(...)
Salí del auto de un salto y me eché a correr cuesta arriba, llamándolo. Las colinas repetían y amplificaban mi voz.
—¡Borges! ¡Borges!
En la periferia de mi visión, distinguí un bulto oscuro a un lado del camino. ¡Se había caído cuando yo no estaba mirando! Había resbalado en una pequeña pendiente de grava suelta mojada.
—¡Borges! —grité otra vez, antes de, a mi vez, patinar en el pedregullo; me mantuve en equilibrio como un esquiador a quien la nieve recién caída le llega a la cintura. Mi compañero había aterrizado de cara en una mata de cardos. No se movía. Vi su bastón a unos metros de él.
«¡Ay, Dios santo! Acabo de matar a Borges», pensé.
Lo puse de espaldas con cuidado. Tenía un raspón casi imperceptible en la frente; gimoteó y abrió los ojos. ¡Estaba vivo!
—Borges, ¿puede hablar?
El sol asomó entre las nubes y Borges lo miró, entornando los ojos; sus párpados se estremecían.
—Borges, ¿me oye?
—Como diría Milton, esta no fue una caída feliz.
Fue un alivio ver que, en medio de esta crisis, era capaz de citar a John Milton. Evidentemente, su mundo no se había desintegrado.
—Parece que perdí el equilibrio.
—¿Puede ponerse de pie?
Se incorporó, apoyándose en mí, respirando con fuerza. Procuré maniobrarlo hasta un emplazamiento llano.
—Estoy un poco mareado. El cielo gira.
—Será mejor que se recueste.
—Ahora que lo dice, sí, estoy un poco cansado. —Lo ayudé a tenderse sobre un manchón de hierba tierna y le puse una piedra musgosa como almohada. —Quédese acostado ahí mientras voy en busca de ayuda —dije, aunque me era difícil imaginar cómo y dónde podía conseguirla; faltaban unas cuantas millas para Aviemore.
—Estamos solos en esta tierra salvaje. Así que déjeme morir acá, bajo esta suave lluvia. No es tan malo. Los cuervos arrancarán la carne de mis huesos. La naturaleza se encargará de lo demás. Seré absorbido.
Era una estupidez melodramática. Pero me contuve y no se lo dije.
Al cabo de unos pocos minutos, por suerte, o por magia borgeana, pasó un joven granjero al volante de un Land Rover. Le hice señas para que parara. Me informó que había un hospital rural en Kingussie, cerca de Aviemore. Juntos, logramos acomodar a Borges en el espacioso asiento trasero del vehículo. Los seguí hasta el pueblo, pensando en la extraña fragilidad de nuestra existencia material, en cuán tenue en nuestra adherencia a estos pálidos jirones de carne. También me preguntaba qué diría Alastair cuando se enterase de que Borges había sufrido una caída. ¿Tendría que hacerme cargo? ¿Podía decirse que la culpa era mía? Solo con imaginar la fulminante mirada de reprensión de Alastair, sus cejas enarcadas, me ponía a la defensiva.
En el hospital solo había un paciente más, una joven embarazada que se había caído en su casa y que hizo cuanto pudo por ignorarnos. Nos atendió una enfermera joven, de rodete castaño y hablar pausado. Quiso saber si Borges era mi padre. ¡Otra vez lo mismo! Contuve la risa y también el impulso de decirle que sí, lo era, y que había intentado matarlo. ¡Parricidio! Me puse a explicar que era un escritor argentino, director de la Biblioteca Nacional; pero enseguida me di cuenta de que esa información era irrelevante y me interrumpí a mitad de una frase.
—Tuvo suerte, sí. Es viejo, y se golpeó la cabeza. Lo tendremos en observación hasta mañana. Hacen falta veinticuatro horas para confirmar si sufrió una conmoción cerebral. Pero no me da la impresión de que ese sea el caso. Fue un golpecito, nada más. No hay motivo para preocuparse.
¿Así que no había motivos de preocupación? Encontré un lugar en una hospedería cercana, mareado con una especie de resaca de la descarga de adrenalina que había experimentado. Saboreando mi privacidad, me tumbé en la amplia cama doble, aliviado de tener tiempo y espacio para mí. ¡Un cuarto entero lleno de silencio! Pero cuando cerraba los ojos, veía el cuerpo de Borges inmóvil sobre el pedregullo y oía el eco acusador que repetía: «¡Borges! ¡Borges!».
¿Y si resultaba que sí había sufrido una conmoción?
(...)
A la mañana siguiente, me recibió la doctora Brodie, una cuarentona rubia de facciones angulosas.
—Su anciano amigo se dio un buen golpe. Puede haber sufrido una conmoción. No me parece que sea así, pero no estoy del todo segura. Se lo ve confundido.
—Ayer estaba lúcido. Y come con mucho apetito. ¿Podemos seguir camino?
—¿A qué se refiere?
—Planeábamos visitar Inverness, quizás también las Orcadas, antes de regresar a Saint Andrews.
Se quedó mirando su anotador.
—No es joven.
—No. Pero, para su edad, es vigoroso. También obstinado, así que dudo de que podamos cambiar de itinerario de un día para otro. Cuidaré de él.
La doctora Brodie me escrutó, como si evaluara mi capacidad como custodio.
—Quizás experimente dolores de cabeza. Y me da la impresión de que la confusión no se irá.
—Me voy acostumbrando a la confusión.
Entramos a la sala. Borges comía un bocadillo de panceta. Tenía un jarro de té en la bandeja. Se lo veía mucho mejor que la noche anterior. Ya no vestía el camisón del hospital, sino traje y corbata.
Le expliqué que la doctora Brodie nos daba permiso para marcharnos.
—¿Brodie?
—Así es, señor —contestó la doctora.
—¿De Aberdeen?
—Mi abuelo era de Aberdeen.
—¿Fue misionero en África, después en Brasil?
—Sí, pero ¿cómo lo supo? Mi abuelo no era un personaje conocido. En realidad, ni siquiera era mi abuelo; creo que era mi bisabuelo.
El hechicero volvía a las andadas, y me senté a contemplar cómo ejercía su oficio.
—Dejó un relato abreviado de sus viajes.
—¿De veras?
—Yo jamás inventaría algo. A no ser, claro, que el mundo no me suministrara material suficiente. La realidad es necesaria, cosa que usted, como médica, debe saber. Es el combustible que ponemos en la chimenea para encenderla. Una vez, en una biblioteca de Buenos Aires, encontré un es crito del bisabuelo de usted dentro de un tomo de Las mil y una noches. Alguien lo había metido entre las páginas. ¿Leyó Las mil y una noches?
Otra vez Las mil y una noches.
—No leo mucho —respondió la doctora—. Es un problema. Mi profesión es exigente.
Borges meneó la cabeza.
—Quien no haya leído Las mil y una noches es, bueno, inocente. Y eso es peligroso.
Tras recibir esta andanada, la doctora se apresuró a autorizar nuestra partida. Me dio un envoltorio con lo que denominó «pastillas para el dolor» para Borges y me advirtió que eran fuertes y que solo debíamos recurrir a ellas en caso de necesidad. Cuando le pregunté qué quería decir con eso, me dirigió una mirada de complicidad y dijo:
—Lo dejo a su criterio.
Una vez en el auto, le pregunté a Borges cómo era posible que semejante coincidencia hubiera tenido lugar, que, de verdad, hubiese leído algo escrito por el bisabuelo de la doctora Brodie. ¿Lo había inventado?
—Dos sueños pueden coincidir. Es como cuando dos nubes que parecen tener forma de caballo, de león, se encuentran en el cielo. El sueño de la doctora y el mío coincidieron. Y en este momento el sueño de usted, ese que llama «vida», tiene aspectos que coinciden con el mío. Esa es la más asombrosa de las coincidencias. Dos vidas que transcurren en zonas horarias distintas, en cuerpos diferentes. Yo llevo unas décadas más que usted en este planeta. No es mucho en el orden superior de las cosas. Me pregunto quién seguirá nuestros pasos y trazará estos mismos círculos.
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